La gente ve el uso del ejército en seguridad pública, quizá ilusoriamente, como la medida que vendrá a frenar la ola de criminalidad que abate al país. Pero el asunto habrá que agarrarlo con pinzas: existe el riesgo de que los militares vuelvan a las viejas mañas.
En el comedor La Vílla Típica, al costado oriente del estadio Mágico González, en San Salvador, un comensal ve Noticias Cuatro Visión, al mediodía del jueves 5, y simultáneamente clava sus dientes en una pechuga de gallina asada. En la pantalla de la televisión, el reportero entrevista a un propietario de microbuses de la ruta 140, que se queja de que más de 30 trabajadores han sido asesinados en esa ruta víctimas de ola criminal que abate al país.
“Lo van a matar”, me dice el comensal sobre la suerte que asegura correrá el propietario de microbuses por haber aparecido en la televisión opinando en contra de grupos delictivos, y sigue devorando con fruición el muslo de la gallina asada, como quien no ha comido en tres días.
Y el comensal sigue viendo en la tele cómo los empresarios y empleados del sector del transporte público cargan cruces negras y se apostan frente a Catedral Metropolitana, como una muestra de repudio ante los más de 122 miembros del gremio que han sido asesinados en lo que va del año.
Matar y asesinar son verbos que no dejan en paz a los y las salvadoreñas ni siquiera al momento de engullir los sagrados alimentos, como se suele decir. La esperanza de la gente es que sacar más soldados a la calle para ejercer funciones de policías ayude a aliviar la situación, que es grave.
El plan Rambo
El general retirado Mauricio Vargas dijo recientemente a un canal televisivo que, si los índices de violencia no bajan tras haber probado con sacar más soldados a la calle para ayudar a frenar la ola criminal, eso sería un duro golpe para el país y sus instituciones: la sensación de que se gastó el último cartucho en la lucha contra la delincuencia, y se terminó perdiendo la guerra. O al menos la batalla.
Se desconoce si el gobierno de Mauricio Funes tenga otros planes en mente, pero de momento recurrir al ejército es su única maniobra para frenar la vorágine de violencia por la que atraviesa el país. Y probablemente Vargas tenga razón: la posibilidad de que la medida no funcione será un fuerte golpe psicológico para el gobierno y el país en general.
Pero también un golpe físico, en forma de más cadáveres, en uno de los países más violentos del mundo: 52 homicidios por cada 100,000 habitantes.
El presidente Funes anunció, por fin, el pasado 3 de noviembre que ha dado luz verde a un plan que ya se barajaba con anticipación, el de sacar más soldados a la calle como refuerzo a la Policía Nacional Civil (PNC). Son 2,500 efectivos militares los que iniciarán tareas de seguridad pública este viernes 6 de noviembre, por un período de seis meses, al final del cual el mandatario rendirá un informe al Congreso de los resultados de la medida.
Esos 2,500 soldados se sumarán a los 1,300 que ya dan apoyo a los policías en el marco de los llamados Grupos Conjuntos de Apoyo a la Comunidad, una versión reciclada del nuevo gobierno de los Grupos de Tarea Conjunta (GTC) que arrancaron en las administraciones pasadas.
El Presidente dijo que el artículo 168 de la Constitución de la República le permite hacer un uso excepcional del ejército para labores de seguridad pública.
Los soldados se desplegarán en 19 municipios, en cinco departamentos, que muestran altos índices de delincuencia. Los departamentos son: Sonsonate, la Libertad, Santa Ana, San Salvador y San Miguel, pero los municipios no fueron revelados, ni las 28 zonas dentro de estos que han sido detectadas como “calientes”.
“Si usted, al delincuente le dice, dónde va operar y cómo va operar y con qué modalidad, sencillamente el delincuente se prepara, y justamente eso es lo que no queremos, queremos combatir la delincuencia”, dijo Funes, en conferencia de prensa.
Lo novedoso de la medida es que los soldados podrán ahora detener y registrar a alguien, y también montar retenes en las carreteras “sin que necesariamente esté la policía allí”, señaló el ministro de la Defensa, David Murguía Payés. Hasta ahora, los soldados que ya participan en los Grupos Conjuntos de Apoyo a la Comunidad no tenían esas atribuciones.
“La Fuerza Armada va a poder participar en registros, cateos, retenes, capturas en flagrancia, por supuesto que no se quedará con los capturados, los detenidos pasarán a la orden de la Policía Nacional Civil, y la Fuerza Armada deberá de documentar el proceso de detención a fin de no infringir ninguna norma legal”, dijo Funes.
La medida ha sido bien recibida por la población, que es la que al final pone las y los muertos. Las reacciones de salvadoreños y salvadoreñas de a pie recogidas por varios medios de comunicación así lo evidencian.
La gente cree, acaso ilusoriamente, que más soldados y policías significa casi automáticamente una baja de las cifras de crímenes.
Una ilusión
Pero esa combinación de soldados y policías, independiente del número, aún no prueba ser efectiva.
Con la salvedad de que hoy sí los militares harán registros, cateos, etc., Funes ha salido con “más de lo mismo” a lo ya experimentado, sin un plan más articulado e integral. No es que esté mal incrementar la presencia policial, en esa forma híbrida de militares-policías y como una respuesta de emergencia a la crisis. Pero ese es en todo caso solo uno de los tantos elementos dentro de un abanico más amplio de medidas.
Pero en eso Funes se ha quedado corto. No se ven más ideas en el horizonte, un plan más integral. “Por lo menos no lo conocemos”, dijo a ContraPunto Salvador Menéndez, Procurador en funciones de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDHH).
Pero la gente ve a la Fuerza Armada como la última esperanza de contrarrestar el crimen. Tanta es la desesperación. Tantos son los cadáveres regados todos los días en el país. Según un sondeo de El Diario de Hoy, conocido el 3 de noviembre, el 93.2% de los encuestados apoya la salida del ejército para frenar el crimen.
Los más viejitos aún piensan, con una melancolía algo retorcida, en los días en que el general Maximiliano Hernández Martínez, el dictador que masacró a miles de indígenas en 1932, mandaba cortar las manos de los ladrones, y por eso el país era “sano”.
Otros piensan en el terror que causaba en la población la otrora Guardia Nacional, tristemente célebre por su participación en el exterminio de opositores en los 80.
La Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil (Ccpvj), que aglutina a varias organizaciones de derechos humanos de la región, sostuvo en un comunicado que esas medidas de involucrar a soldados en tareas de seguridad han sido ineficaces para disminuir los índices de criminalidad.
“Pese a la creación de los GTC, la cantidad de homicidios se ha elevado y la PNC no ha superado los obstáculos que le impiden mejorar su capacidad investigativa”, señaló el comunicado, emitido el 26 de octubre, una semana antes del anuncio de Funes, pero en momentos en que el gobierno ya analizaba el uso del ejército y se debatía álgidamente al respecto.
En lo que va del año van 3,673 asesinatos, un aumento de 494 con respecto al mismo período del 2008.
El experto español en materia de seguridad, Ignacio Cano, del Laboratorio de Violencia de Brasil, dijo que es ilusorio pensar que el ejército es la institución que salvará del flagelo del crimen.
“La idea de que el Ejército será el guardián último y va a proteger de todos los males es un poco ilusoria”, dijo Cano a ContraPunto, en el marco de un foro internacional sobre seguridad celebrado recientemente en México.
Cano agregó que la idea de sacar al ejército para combatir la delincuencia es un fenómeno relativamente común en Latinoamérica, en función de la poca capacidad de las fuerzas policiales para frenar la criminalidad.
“A veces el ejército es llamado de emergencia, para un determinado momento, y eso suele tener un impacto relativamente reducido”, dijo Cano, quien vivió un tiempo en El Salvador y fue parte del equipo de la Comisión de la Verdad, que elaboró un informe en 1993, un año después de acabada la guerra, sobre los crímenes con motivaciones políticas en los años de guerra civil en el país.
El fantasma de los 80
Otro riesgo que Cano ve en esos planes de recurrir a los militares como última tabla de salvación es que el ejército termine siendo contaminado por los mismos problemas que ya contaminan a las policías de la región, como corrupción o violaciones a los derechos humanos, etc.
Algo que no deja de levantar suspicacias en un país donde, durante la pasada guerra civil (1980-1992), la Fuerza Armada llevó a cabo una política abierta de asesinatos de izquierdistas, aunque su reputación ha sido de respeto a las leyes tras los Acuerdos de Paz de 1992.
En países donde se le ha apostado fortísimo al ejército para combatir del crimen, como México –agobiado por el fenómeno del narcotráfico— los efectivos militares se han visto envueltos en casos de violaciones a los derechos humanos.
Un reporte del 2009 elaborado por la organización estadounidense Rand Corporation, señala que, como consecuencia de la lucha frontal contra la narcoactividad, la administración del presidente Felipe Calderón ha despachado unos 40,000 efectivos a las zonas de mayor incidencia de los cárteles de drogas. Pero el involucramiento de militares en operaciones antidrogas ha despertado preocupación en grupos defensores de los derechos humanos.
El reporte cita que en julio del 2008 la Comisión Nacional de Derechos Humanos elaboró un informe en el que documentó un total de 983 quejas de ciudadanos contra los militares mexicanos desde que Calderón llegó al poder en diciembre de 2006. 75 por ciento de esas quejas estaban vinculadas al accionar antidrogas de unidades del ejército.
La Comisión recomendó a Calderón que los militares no llevaran a cabo labores de policías. Urgió también a establecer una fecha para removerlos de esas tareas.
También el periódico estadounidense The Christian Science Monitor reportó en junio del 2008 que alrededor de 300 reclamos se contabilizaron en los primeros cinco meses de ese año contra los militares, citando también a la Comisión Nacional de Derechos Humanos. La mayoría de los reclamos involucran mal comportamiento y registros ilegales, pero algunos incluyen violaciones sexuales y torturas.
Guatemala vive una ola de criminalidad muy parecida a lo que pasa aquí en El Salvador. De hecho, Centroamérica (y concretamente Guatemala, Honduras y El Salvador) es la región con los índices más altos de crímenes violentos no políticos en el mundo, de acuerdo a un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), conocido a finales de octubre pasado.
La cifra de homicidios en Centroamérica es en promedio de 33 por cada 100,000 habitantes en el 2008, cifra que en Latinoamérica alcanza los 25 por cada 100,000. Pero, como ya se dijo, en países como El Salvador los números se disparan a 52 por cada 100,000 habitantes.
Guatemala también ha recurrido a la Fuerza Armada como mecanismo de combate al crimen. Según la agencia IPS, 1,000 militares serían enviados a la zona del Quiché para combatir el flagelo.
Guatemala también ha recurrido a la Fuerza Armada como mecanismo de combate al crimen. Según la agencia IPS, 1,000 militares serían enviados a la zona del Quiché para combatir el flagelo.
El Informe Anual 2009 de Amnistía Internacional, sobre Guatemala, señaló que hay indicios de que miembros de las fuerzas armadas, en servicio o no, están implicados en asesinatos. Y menciona los casos de dos jóvenes, uno de 17 años y otro de 23, que en enero pasado fueron encontrados a la orilla de una calle capitalina con señales de haber sido estrangulados y luego rematados con tiros en la cabeza a corta distancia.
En El Salvador, ese riesgo está latente en la medida en que los efectivos entren cada vez más en contacto con la población, por tiempos prolongados.
“Como posibilidad no podemos descartarla, claro”, dijo Menéndez, el Procurador en funciones de la PDHH.
“Pero las Fuerzas Armadas se están jugando mucho su prestigio en esta decisión, por tanto tienen que ser muy cuidadosos de que los procedimientos estén muy apegados a derechos humanos”, agregó.
Menéndez dijo que la PDHH, a través de su Escuela de Derechos Humanos, ha dado algunos cursos y capacitaciones sobre ese tema en los que ha participado personal del ejército.
Reconoció, no obstante, que aún no hay diseños de una estrategia más ordenada didáctica y metodológicamente de enseñanza específica para las Fuerzas Armadas, pero sí ha habido actividades puntuales para la tropa en esa materia.
Pero eso no quiere decir que los 2,500 soldados están debidamente capacitados. “El control ciudadano, y los demás controles del Congreso y de la PDHH juega un papel clave en esto”, dice Menéndez.
El caso es que la promoción de un plan de la seguridad pública no tiene que impulsarse a costa de la negación de las políticas pro derechos humanos y del respeto a las libertades democráticas, dijo Menéndez.
Esas dos políticas deben ser complementarias, agregó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario