El pragmatismo del señor presidente Oscar Arias lo ha llevado a protagonizar una política que podría catalogarse de oportunista y de doble cara.
(Ilustración de Luis Demetrio Calvo "Mecho", artista gráfico costarricense)
Cada vez que el señor presidente de la República de Costa Rica, don Oscar Arias Sánchez, habla, moraliza. Habla con el tono de quien alcanzó la sabiduría suprema y alecciona a los demás sobre el rumbo que deberían darle a lo que hacen.
La última Cumbre de Estados de América Latina y el Caribe, realizada en la Riviera Maya, fue el último escenario internacional en la que ejercitó tales dotes. Aleccionó a los presentes sobre lo que es la democracia, el papel que juegan las elecciones en ella, y anatemizó a quienes se salen del libreto que el considera el adecuado y pertinente.
A pesar de haber protagonizado un solo, formó parte de un coro de voces cuyo director principal actuaba tras bambalinas. Es el coro de los mejores amigos de Washington: Uribe, Martinelli y Piñera, mismos a los que se habría sumado in situ Porfirio Lobo de Honduras, si no hubiera sido por cierto prurito que, no dudamos, el aparataje diplomático de los estados Unidos no tardarán en disipar.
El pragmatismo del señor presidente en cuestión lo ha llevado a protagonizar una política que podría catalogarse de oportunista y de doble cara.
Al inicio de su mandato hace cuatro años, por ejemplo, se erigió en paladín de las fuerzas que en América Latina arremetían contra el proceso venezolano. No contaba el señor presidente con que las circunstancias económicas del mundo cambiaran en poco tiempo, y fue así como, ante la subida de los precios del petróleo, no dudó un instante en recomponer su ideario, catalogar a Hugo Chávez de generoso y solicitar ingreso a unos de los organismos impulsados por ese que su coro de amigos catalogan como execrable miembro del eje del mal. Bajó luego el petróleo y don Oscar mandó al saco del olvido todo lo dicho. Ahora que está a punto de abandonar el poder, retoma el viejo libreto, envalentonado tal vez por la recomposición que la nueva derecha ha tenido recientemente en América Latina.
No es ese, ni mucho menos, el único ejemplo de esa política de doble faz, o de moral ambigua, que ha protagonizado. Siendo como es, presidente de un país que se ha caracterizado por hacer esfuerzos remarcables en relación con el cuido del medio ambiente, y habiendo recibido él, hace unos años, el Premio Nobel de la Paz, impulsó una política en su gobierno llamada Paz con la naturaleza. Fue él en persona, sin embargo, el primero en perturbar tal paz: firmó un decreto que declaró como “de conveniencia nacional” el proyecto minero “Las crucitas”, propiedad de una empresa de capital canadiense, que para funcionar tiene que devastar una zona de 18 kilómetros cuadrados de bosque virgen en el Norte del país, vital para la reproducción de especies en peligro de extinción.
Más recientemente, casi coincidiendo con su estadía en la costa caribe mexicana, su gobierno emitió otro decreto, esta vez permitiendo la urbanización de zonas que, hasta ahora, se encontraban bajo el régimen de protección ambiental en el Gran Área Metropolitana (GAM). La GAM costarricense consta de 178.019 hectáreas, de las cuales 42.740 son aptas para el urbanismo; empero, con la aplicación del decreto de marras, los terrenos aptos para construir se extienden a 45.627 hectáreas, es decir, 2.887 hectáreas más. El incremento equivale a más de 28 millones de metros cuadrados.
Es decir, el suyo es un discurso de “Hagan lo que digo pero no imiten lo que hago”.
Ahora, en la Cumbre Latinoamericana y del Caribe, aleccionó a los pueblos que eligen gobernantes que, según él, se valen de artimañas para desvirtuar el mandato que se les ha dado a través de elecciones que, hasta ahora, nadie se ha atrevido a catalogar como amañadas o fraudulentas. Debe lamentarse mucho don Oscar que tales pueblos sigan eligiendo una y otra vez, contundentemente, a esos que él piensa que están engañándolos.
Ahora, en la Cumbre Latinoamericana y del Caribe, aleccionó a los pueblos que eligen gobernantes que, según él, se valen de artimañas para desvirtuar el mandato que se les ha dado a través de elecciones que, hasta ahora, nadie se ha atrevido a catalogar como amañadas o fraudulentas. Debe lamentarse mucho don Oscar que tales pueblos sigan eligiendo una y otra vez, contundentemente, a esos que él piensa que están engañándolos.
Es posible que el contexto en el que dijo su discurso haya desvirtuado nuestra comprensión. Tal vez no se trataba de una arremetida contra los gobiernos progresistas, de nuevo tipo, que han surgido en América Latina, sino de un proceso de autoevaluación de su propio accionar en el gobierno de Costa Rica, ahora que está por concluir su mandato.
Un ejercicio de humildad al que no estamos acostumbrados, pero que no debe descartarse.
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