El estado de normalidad al que ha vuelto Honduras cumple a cabalidad sus objetivos de ser ejemplo amedrentador para sus vecinos, especialmente para El Salvador y Nicaragua. Costa Rica no porque ella, de por sí, es una chica bien portadita, y Guatemala tampoco porque rapidito corrió a ponerse en la fila.
(Ilustración de Umpiérrez)
Honduras salió de la agenda noticiosa. Manuel Zelaya salió de la Embajada de Brasil en Tegucigalpa y se zambulló en un mar opaco del que emerge de vez en cuando. Suponemos que Michelleti debe estar en su casa, o asistiendo a las deliberaciones del Congreso de la República del cual ahora es diputado ad perpetuam, o solazándose con la condición de “héroe” al que lo elevaron sus correligionarios.
Los Estados Unidos reconocieron al nuevo gobierno, tal y como estaba pautado en su agenda y cronograma desde el inicio de todo este conflicto, y poco a poco otros se aproximan a beber del abrevadero de la normalidad, lo cual significa restablecer relaciones con Honduras y bregar porque la OEA la reciba nuevamente en su seno.
Es urgente volver a la normalidad, es decir, hacer borrón y cuenta nueva para que, como dijera el presidente de Costa Rica, el señor Oscar Arias Sánchez, los hondureños dejen de sufrir, como si antes hubieran vivido en la arcadia y una breve nube hubiera oscurecido por unos meses el sol de su felicidad.
La verdad es que Honduras no se ha movido un ápice de la normalidad latinoamericana. Quiere decirse con esto que lo que Honduras nos ha mostrado es que todo sigue dentro de lo normal, es decir, en el marco de un estado de cosas en el que las oligarquías vernáculas no aguantan que la brújula de la nación se mueva un ápice de la dirección que a ellos les conviene, y que los Estados Unidos de América es su mejor aliado en esta tarea.
Anormal es Venezuela, Bolivia, Ecuador; los esfuerzos que se hacen desde otros países por impulsar políticas que se separen un poco (o mucho) de esa dirección que parece pesar como un destino sobre nuestros países. Por eso son anatemizados y sus líderes ridiculizados: porque son anormales.
El estado de normalidad al que ha vuelto Honduras cumple a cabalidad sus objetivos de ser ejemplo amedrentador para sus vecinos, especialmente para El Salvador y Nicaragua. Costa Rica no porque ella, de por sí, es una chica bien portadita, y Guatemala tampoco porque rapidito corrió a ponerse en la fila.
El Salvador recibió el mensaje y no tardó en dar la respuesta que los Estados Unidos estaban esperando: por ellos no tienen porqué preocuparse. Nicaragua se queda nuevamente sola en el contexto centroamericano, como por demás ha sido su destino recurrente cada vez que llega el FSLN al poder.
La normalidad centroamericana y caribeña cada vez se afirma más. El presidente Barak Obama se ha encargado de reforzarla para que nadie tenga dudas: normalizó Honduras, invadió Haití con más de 20,000 tropas, cercó a Venezuela con bases militares y sus aliados (como la recién electa presidenta de Costa Rica, la señora Laura Chichilla) proclaman que el antiguo Plan Colombia y la Iniciativa Mérida deben reforzarse.
Los Estados Unidos de América han venido construyendo esta "normalidad" desde hace 200 años. Ha invertido ingentes esfuerzos y no poco capital en ella con la finalidad de transformar, primero, y mantener, después, a los países latinoamericanos en estado de lo que V.I. Lenin catalogara de semi-independencia.
Debe acotarse que esta normalidad construida desde las necesidades de las grandes corporaciones, cuyos intereses defiende y promueve el gobierno norteamericano, pugna hoy contra la “anormalidad” que antes mencionamos. Es decir que estamos en “otros” tiempos, en los que la normalidad empieza a dejar de serlo en medio de una pugna en la que a veces de adelanta y a veces se sufren retrasos.
En el marco de ese desafío, la historia venidera es más construible que previsible y, como dice el analista cubano Luis Suárez en su brillante opúsculo Las relaciones interamericanas: continuidades y cambios (CLACSO, 2008): “a consecuencia, el porvenir se parece más a un juego de ajedrez o un campeonato de fútbol (donde todos los contendientes pugnan por triunfar), que a un guión de cine o una pieza de teatro en los que el guionista y director de la obra conocen el final de la trama” (p.23).
Por consiguiente, la construcción del futuro no es un proceso neutral sino un campo de batalla.
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