Utilizando al Ejército en la guerra contra el narcotráfico se le arriesga a la corrupción de un enemigo archipoderoso económicamente; y, por cierto, gracias a su nueva vocación impuesta, el Ejército se convierte en una maquinaria de abundantes violaciones a los derechos humanos, inclusive manejada con criterios políticos
(Fotografía: Marcha de Coraje, Dolor y Desagravio, el pasado 13 de febrero. Los ciudadanos exigen ser consultados sobre la presencia del ejército en Ciudad Juárez)
Se ha demostrado que la presencia del Ejército Mexicano en las calles, en labores de policía, es perfectamente ilegal y anticonstitucional, no sólo porque su función es otra (la defensa territorial y de la soberanía del país), sino porque pone en serio peligro la función y significado histórico de la institución.
Utilizando al Ejército en la guerra contra el narcotráfico se le arriesga a la corrupción de un enemigo archipoderoso económicamente; y, por cierto, gracias a su nueva vocación impuesta, el Ejército se convierte en una maquinaria de abundantes violaciones a los derechos humanos, inclusive manejada con criterios políticos, como aparece en el último discurso del secretario de la Defensa, Guillermo Galván, quien, sin disimulos, hizo un llamado a las fuerzas armadas a apoyar la reforma política de Felipe Calderón. Acto desusado de un alto jefe del Ejército que ahora resulta especialmente grave por la presencia militar en las calles.
Hace unos meses el Ejército fue sometido a una abrumadora batería crítica por su frecuente violación a los derechos humanos (Amnistía Internacional y diversas agencias de Naciones Unidas, además de organizaciones nacionales de defensa de los derechos humanos, como el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro y otras).
Al menos dos fueron los efectos posteriores a las denuncias: el Ejército se vio sustituido en algunas operaciones de relieve por la Armada de México (por ejemplo, la muerte en Cuernavaca del narcotraficante Beltrán Leyva), como si se quisiera disimular o desvanecer el plano de primera magnitud que ha cumplido en esa guerra la Secretaría de la Defensa Nacional. Pero no sólo eso, sino algo más grave: con motivo de los viles asesinatos de jóvenes en Ciudad Juárez (y su primera calificación de pleito entre pandilleros, que mereció después disculpas de Felipe Calderón), y de otros 10 jóvenes en un bar de Torreón, salió a relucir el nombre de un grupo Cártel México Unido contra Los Zetas, que publicitó el hecho y su autoría a través de declaraciones a los medios y en cortos televisivos en You Tube (el espacio de la red para videos breves). Surgen entonces ya grupos de la extrema derecha que se ostentan como salvadores de la patria y de nuestras creencias tradicionales, inmunes e inviolables.
Puede pensarse que en México, con el Ejército en las calles cruzado de fuego crítico por quienes señalan su violación de los derechos humanos y quienes sostienen, con razón, que sus tareas de policía son incompatibles con sus funciones constitucionales, comienza a darse uno de los fenómenos más lamentables y peligrosos en las sociedades en que el Ejército cumple tareas policiacas: la formación de grupos paramilitares encargados de la limpia, es decir, de las tareas más sucias y destructivas de sociedades y regímenes políticos.
La historia reciente de Colombia (para no mencionar a Kosovo, a Pakistán, a Chechenia) ilustra dramáticamente a qué extremos puede llegar la formación de grupos paramilitares, que es una de las experiencias más aniquiladoras que puede sufrir una sociedad (probablemente más grave que el mismo narcotráfico). Y, sobre todo, nos muestra el carácter casi fatal de la formación de paramilitares en los enfrentamientos políticos que se convierten en guerra interna, por razones del narcotráfico o por diferencias étnicas, religiosas y otras. ¿Estamos ya ingresando a ese punto bárbaro de destrucción nacional? ¿Somos incapaces de aprender de otras experiencias de la historia? ¿No sabíamos que sacar al Ejército a las calles implicaría también darle entrada a la política, como lo demostró el último discurso del secretario de la Defensa Nacional? ¿Esos grupos cumplirán las tareas más comprometidas de limpia asignadas al Ejército?
Parecería que estamos en el inicio de esa infame práctica con motivo de la “guerra contra el narco”. Pero no es así, tal vez no sea tan inicial: un informe de la Agencia de Inteligencia de Defensa de Estados Unidos (agosto 2009) menciona la participación del Ejército y de la inteligencia militar mexicana supervisando a grupos armados en las fechas en que se perpetró la matanza de Acteal. ¿No debería igualmente calificarse de paramilitar el grupo de los halcones que participó en el asesinato de estudiantes en las calles de la ciudad de México, el negro jueves de corpus de 1971? ¿U otros (el Batallón Olimpia) que participaron antes en la matanza de Tlatelolco?
El seguimiento de los enfrentamientos militares internos nos acerca peligrosamente a esos usos y costumbres a que conducen las fuerzas armadas en las calles en funciones de policía o represión. Por eso también se habla ya en México de la militarización de la sociedad y del régimen. ¿Se trata de la formación de grupos de autodefensa, cómplices eventualmente del narcotráfico y del Ejército, y capaces de reclutar niños?
La corrupción, según innumerables testimonios, ha llegado también a las fuerzas armadas. El argumento de la compra cada vez más necesaria de nuevos y cuantiosos armamentos, junto a otros pretextos, juega un decisivo papel corruptor al que resulta muy difícil escapar. ¿O por qué seríamos capaces de evitarlo, si para otros ha sido imposible?
Tal es uno de los siniestros derivados de las políticas de Felipe Calderón; desde luego, los paramilitares son otra forma de expresión armada de la extrema derecha que nos asedia.
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