La izquierda ha demostrado una incapacidad pasmosa para estar a la altura del reto histórico lanzado en agosto de 2005 por Filiberto Ojeda Ríos: ante el evidente colapso del sistema colonial-capitalista vigente y el declive evidente de los dos principales partidos que le han apuntalado, transformar la independencia en una opción alternativa pertinente y viable.
La izquierda en Puerto Rico duerme el sueño de los justos. Parece bastarle soñar con el futuro alternativo deseado, mientras que despierta se reduce a la protesta, siendo incapaz de transitar hacia la articulación de una propuesta de cambio para el país. Menos aún parece capaz de la suma de fuerzas que permita, como en otros contextos de Nuestra América, emprender la construcción de lo que supere el estado de cosas actual.
Proliferan a granel las arbitrariedades y abusos del actual gobierno colonial, sin respuesta eficaz de parte de la oposición, sea del centro o de la izquierda. La izquierda, sea independentista, socialista, sindicalista o de ese amplio movimiento de movimientos que reivindica “ese otro mundo posible”, se ha limitado a cavar sus respectivas trincheras para resistir el embiste clasista y autoritario de las políticas gubernamentales. Y allí se ha empantanado, reproduciendo la misma cultura política sectaria que la marginaliza cada vez más como alternativa real en las presentes circunstancias.
De esa manera, la izquierda ha demostrado una incapacidad pasmosa para estar a la altura del reto histórico lanzado en agosto de 2005 por Filiberto Ojeda Ríos: ante el evidente colapso del sistema colonial-capitalista vigente y el declive evidente de los dos principales partidos que le han apuntalado, transformar la independencia en una opción alternativa pertinente y viable. Puntualizó el líder independentista poco antes de ser asesinado por los agentes policiales estadounidenses que la independencia es hoy mucho más que un mero derecho: constituye una apremiante necesidad. Sin embargo, advertía, para ello los independentistas tienen que forjar una capacidad de decisión y convocatoria propia, si no iban a seguir andando tras la cola del reformismo autonomista.
Fue José Luis González quien allá para la década del setenta tuvo la osadía de sugerir que tal vez, incapaces de producir un proyecto propio con suficiente capacidad de ejecución, el destino de los independentistas era ayudar a los autonomistas a concretar el suyo, ante la misma incapacidad de éstos para hacerlo por su cuenta. Según el controvertible juicio del reconocido escritor puertorriqueño, estábamos ambos, independentistas y autonomistas, condenados a concurrir en torno a la articulación de un proyecto de soberanía que ninguno por sí sólo era capaz de plasmar.
De ahí que en 1978, el entonces líder socialista Juan Mari Brás propuso una convergencia histórica entre ambas fuerzas, hasta entonces encontradas, para producir el vuelco en la situación de fuerzas al interior del país que permitiese no sólo aislar al creciente anexionismo, sino destrancar el proceso de descolonización de la Isla. Y a pesar de la importante incorporación de los autonomistas a los reclamos descolonizadores llevados ante la ONU, cuando se trata de confrontar cara a cara a las estructuras de poder en Wáshington con iguales reivindicaciones de traspaso de poderes soberanos, éstos reincidieron en el notorio miedo muñocista. Así lo demostró, por ejemplo, el entonces gobernador Rafael Hernández Colón cuando en 1989, ante un interrogatorio congresional, confesó patéticamente que no le interesaba la soberanía para Puerto Rico y que ésta podía seguir, como hasta ahora, en manos de Estados Unidos.
A éste le siguió Victoria “Melo” Muñoz, quien malgastó el impresionante capital político que generó al comienzo de su ascenso, incluso entre independentistas. Igualmente timorata como su padre, fue incapaz de entender la oportunidad que tenía de representar un proyecto de renovación que incluyese, entre otras cosas, la soberanía política. Prefirió abroquelarse en el proyecto ideológico y económico-político ya agotado de Muñoz Marín. Su derrota electoral fue tan sólo la confirmación de una muerte política anunciada.
Con Rafael “Churumba” Cordero y José Aponte de la Torre, surge un nuevo liderato local y regional que intenta articular un proyecto de autosostenibilidad económica, acompañado de la soberanía necesaria para éste. Su participación en la lucha contra la Marina de Guerra de Estados Unidos en Vieques, entre otras campañas y movilizaciones, fue vinculando a los autonomistas a causas concretas de afirmación nacional. A su vez va despuntando un joven liderato en torno a figuras como Charlie Hernández, Luis Vega y Néstor Duprey, entre otros, que empiezan a fabricar los fundamentos para una nueva vía soberanista al interior del autonomismo.
Aníbal Acevedo Vilá, hasta entonces un autonomista conservador, pretendió montarse en ese barco y encabezar dichos esfuerzos. Sin embargo, sus coqueteos con la soberanía eventualmente se redujeron a un mero juego de palabras, el típico artilugio ideológico de los colonialistas que donde dicen una cosa realmente afirman otra. Incapaz de garantizar su reelección a partir de las acusaciones federales en su contra y ante la inconformidad generalizada por el desastre que resultó su administración gubernamental, esencialmente buscaba el voto de los independentistas a cambio de una promesa de convocatoria a una Asamblea Constitucional de Status.
Luego de su aplastante derrota electoral del 2008, los nuevos administradores del PPD, encabezados por Héctor Ferrer, han renegado de cualquier interés en la soberanía política del pueblo de Puerto Rico. Han pretendido erigir el oportunismo electorero en virtud y la administración de la colonia en su exclusivo objetivo. Incluso, han iniciado una cacería de brujas para excluir del PPD, por independentista, a todo miembro de éste que crea en la soberanía.
Es en este contexto, de incapacitación general de la oposición, sea de izquierda o de centro, que se inserta el pronunciamiento del lunes pasado del alcalde de Caguas William Miranda Marín a favor de la soberanía como “herramienta indispensable para construir el proyecto colectivo de un pueblo”. El ELA ya se agotó para esos fines, aseguró, para añadir que hacía falta una ruptura: “Una ruptura que haga posible crear las condiciones políticas que viabilicen un nuevo proyecto de país”.
Los detractores, representantes de ese yermo pasado colonial, rápidamente han querido salirle al paso. Entre éstos, el apocado pretendiente a líder autonomista, José Alfredo Hernández Mayoral, prácticamente invitó a Miranda Marín a unirse a los independentistas si la soberanía política es lo que busca.
Ahora bien, es justo reconocer que con todas sus limitaciones, Miranda Marín ha puesto sobre el tapete el proyecto de país por el que sectores significativos del país habían estado aguardando. De nuevo, el independentismo parece marchar a la cola de los acontecimientos o tal vez es que, desde sus cómodos nichos ideológicos y su manifiesta y persistente debilidad organizativa, ha dejado de representar, al igual que los autonomistas y los anexionistas, la fuerza histórica que requiere el momento para salvar al país.
Ante ello, voces influyentes del independentismo le dan la bienvenida a la propuesta soberanista de Miranda Marín. Entre éstas, incluso, se escuchan aquellos que abrigan hasta la esperanza de que el Partido Popular pueda constituir eventualmente el vehículo para la agenda “rupturista” anunciada.
Me parece estar escuchando la advertencia de Filiberto Ojeda Ríos: Los independentistas no estamos para salvarle el pellejo político a los responsables de haber hundido al pueblo de Puerto Rico en su actual infortunio. Está próximo a producirse lo que siempre temíamos a partir de la admonición anterior: si frente a los retos de la crisis actual el independentismo no superaba su incapacitante tribalismo e infantilismo ideológico, para transformarse en un amplio movimiento representativo de todo un país, de toda una nación, más temprano que tarde el vacío sería llenado por una propuesta, menos audaz y radical, que le diese aire nuevamente al autonomismo y pudiese tal vez desembocar en el remozamiento del orden de cosas actual.
Claro está, si hay algo que aprender de ciertas experiencias políticas recientes a través de Nuestra América, potenciadas por una confluencia de centro-izquierda, es que éstas sólo fueron posible a partir de un renacer de la izquierda más allá de sí misma. ¿Será que somos menos que esas izquierdas que han conseguido socializarse, salir de sus estrechos límites políticos, constituir alianzas maduras y potenciar, desde las bases mismas de sus respectivas sociedades, un nuevo bloque hegemónico de fuerzas que le ha ganado la confianza de grandes mayorías? De paso, han conseguido erigirse en opciones viables de poder comprometidas con darles a sus respectivos pueblos una gobernabilidad nueva centrada en el bien común.
A esa ruptura definitivamente me apunto.
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