En Panámá se expresa la peculiar situación de un Estado cada vez más débil con un gobierno cada vez más fuerte, en cuyo ejercicio del poder se hace cada vez más evidente el tensionamiento de las relaciones sociales y políticas entre todos los sectores de la vida nacional.
Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Entre nosotros, la necesidad de una visión estratégica puede parecer grandilocuente en el mejor de los casos, o simplemente majadera en el peor. Y sin embargo, esa visión es imprescindible, sea para disponer de un criterio para identificar opciones en una circunstancia tan compleja como la que hoy encara nuestra sociedad, o para juzgar con arreglo a los propios fines los resultados de la última encuesta. En nuestro caso, esto se complica debido a que los grupos dirigentes del país han ido perdiendo la capacidad de elaborar una visión así, en el mismo proceso en el que fueron liquidando sus empresas y delegando en el capital financiero la administración de sus haberes. Esa capacidad llegó a ser muy relevante a mediados del siglo pasado, en lo que fue de Hernán Porras a David Samudio. Después, se redujo a una caricatura incesante de liberalismo desarrollista, para desembocar finalmente en la metáfora del país como empresa y la reducción de la política a los criterios correspondientes.
Esa reducción ha terminado por dar de sí una cultura que tiene por fundamento el pragmatismo vulgar, caracterizado y criticado por autores como Nils Castro por su incapacidad para traducir la experiencia en conocimiento y el conocimiento en previsión. Hoy, ese pragmatismo impregna todas las vertientes de nuestra cultura política y le otorga a cada una –independientemente de lo que sus leales piensen de sí– un mismo sesgo conservador, de resistencia a todo cambio verdadero y de complicidad, a fin de cuentas, con el estado de putrefacción de la historia en que nos encontramos desde la década de 1980.
Naturalmente, hay excepciones, como en todo lo que es real. Una de ellas se encuentra en el pequeños grupo de profesionales que consiguieron sobrevivir sin lesiones morales o intelectuales severas a la activa política de desmentalización colectiva que hizo parte de la destorrijización del país a partir de 1982, y que tanto contribuyó – desde la izquierda, el centro y la derecha - a crear las condiciones indispensables para llegar a la situación en que nos encontramos hoy.
Ejemplo de ello es el artículo en que Rodrigo Noriega evalúa el Tratado de Promoción Comercial (TPC) entre Panamá y los Estados Unidos. Noriega ubica el tema en un proceso de largo plazo; señala con claridad las responsabilidades colectivas en la gestación del acuerdo; identifica las consecuencias probables y alerta sobre la necesidad de estar atento a las opciones que emerjan de una circunstancia nueva. Y hace todo eso además con notable rigor intelectual, sin recurrir a chismes ni leguleyadas. Se puede disentir de lo que afirma, pero no se puede negar el mérito de forma y propósito de su aporte. Lo que cabe sería contribuir a enriquecerlo con una oportunidad de debate en el nivel de complejidad que le corresponde. Después, otros tendrán la oportunidad de traducirlo al entendimiento de los distintos sectores a los que interesa (o debería interesar) lo que resulte de ese abordaje de nuestra realidad.
Al respecto, cabría decir por ejemplo que el TPC corona y formaliza en sus frutos una tendencia que está en curso en el país desde mediados de la década de 1980, cuyo desarrollo pasó a acelerarse de mediados de la de 1990 hasta nuestros días. A lo largo de ese proceso, en el que han venido operando además otros factores, se ha ido acentuando sin cesar la contradicción que opone a la acelerada incorporación de nuestra economía a formas cada vez más complejas de participación en la economía global, por un lado, y por el otro a la persistencia de las limitaciones culturales y morales, y los conflictos sociales y políticos característicos de la vieja economía de finca y franquicia.
El factor determinante en ese proceso ha sido – y sigue siendo – la incorporación del Canal a la economía interna del país. De ella se derivan la formación de la plataforma de servicios transnacionales y del mercado de servicios ambientales que redefinen hoy en términos enteramente nuevos lo que nuestros conservadores gustan de llamar la “vocación de servicio” de Panamá. Y de allí derivan, también, los principales obstáculos que enfrenta hoy la posibilidad de generar un proceso de desarrollo más o menos equitativo y más o menos sostenible en nuestra tierra, en cuanto no es posible imaginar una participación competitiva en la economía global sustentada en una fuerza de trabajo formada en la mentalidad del peón, para ser dirigida con métodos propios de mandadores de finca.
En el marco de esa contradicción se han desplegado dos procesos de especial importancia para el ejercicio de la política en los años por venir. Uno ha sido el de la liquidación (suicidio, dirían algunos; prudente y rentable retirada dicen otros) de todo un sector empresarial criollo a que se refiere Rodrigo Noriega. El otro consiste en la creciente transnacionalización de nuestra vida económica, sin contrapeso verdadero en la economía interior. Ambos procesos se expresan, en lo político, en esta peculiar situación de un Estado cada vez más débil con un gobierno cada vez más fuerte, en cuyo ejercicio del poder se hace cada vez más evidente el tensionamiento de las relaciones sociales y políticas entre todos los sectores de la vida nacional.
Es esa circunstancia se cristaliza hoy el misterio – solo aparente – del extremo contraste entre riqueza y pobreza, entre las esperanzas del siglo XXI y las persistencias del XVIII, que caracteriza en lo más inmediatamente visible a nuestra sociedad. Aquí, subdesarrollo y subadministración – dos temas recurrentes en el pensar de nuestras burocracias de dentro y de fuera del sector público – constituyen meras alusiones al problema mayor – y sobre todo, concreto – del carácter desigual y combinado del desarrollo del capitalismo en Panamá, sustentado por una estructura y una cultura que sólo pueden generar riqueza y seguridad para los menos a cuenta de la pobreza y la incertidumbre de los muchos más.
En esta circunstancia, resulta imposible que el crecimiento económico, por vigoroso que sea, genere la ampliación de las oportunidades de bienestar colectivo, y de la identidad cultural y política sin los cuales no se puede hacer del desarrollo un proceso que sea mínimamente sostenible. Este es el origen de la persistencia y el agravamiento de los problemas del siglo XX a lo largo de la primera década del XXI, quizás la más próspera de nuestra historia moderna. Y este es, también, el mayor factor de riesgo estratégico para nuestro desarrollo futuro, que sólo puede ser captado a partir de lo que advertía José Martí: que a lo real hay que estar, y no a lo aparente, y que “en política, lo real es lo que no se ve”.
A esa la luz cabe examinar lo que hay de realmente nuevo y positivo – en efecto como en promesa – en la vida nacional, y los modos de trabajar para consolidarlo. Aquí, lo primero es reconstruir la capacidad de los panameños para hacerse cargo de sí mismos, y del país que es suyo. Esto, en el siglo XXI, no consiste tanto en reconocer derechos, sino en eliminar los obstáculos a su ejercicio.
En lo más visible, esto se traduce en la necesidad de eliminar los obstáculos que impiden a los trabajadores manuales e intelectuales de todos los sectores ejercer a plenitud su derecho ciudadano a constituir sindicatos y negociar colectivamente sus relaciones de trabajo con quienes los emplean. La ausencia de sindicatos como medio para abaratar el costo en dinero de la mano de obra, termina por convertirse en una ventaja espuria, en cuanto limita el desarrollo de verdaderas comunidades productivas, hace insegura la inversión en entrenamiento, y anula cualquier estímulo a la inversión en investigación y desarrollo.
El sindicalismo – y el gremialismo, que no es lo mismo - que tenemos, con todos sus vicios, y con sus virtudes, es el del país que hemos tenido. Tendremos otro cuando tengamos un país distinto, y se hará diferente en el proceso mismo de construir ese nuevo país. Esto supone un reto a su capacidad de liderazgo y claridad de visión política de quien se decida a proponer y conducir un proceso de tan vasto alcance y complejidad. Ese dirigente, si llega a haberlo, tendrá que llevar a cabo la tarea negociando al mismo tiempo con múltiples interlocutores, desde directivos empresariales y sindicales esclerosados en sus prejuicios hasta funcionarios públicos que han hecho de sus malas experiencias el núcleo fundamental de su cultura laboral, y trabajadores jóvenes sin experiencia alguna. Y, sin embargo, sin organización de los trabajadores no hay consenso que exceda el plazo inmediato, ni economía capaz de un crecimiento realmente sostenido, ni democracia que vaya más allá de los eventos electorales.
El problema de la organización ciudadana, por su parte, está íntimamente ligado al de la organización productiva. Las limitaciones de todo tipo que existen para la creación de empresas por parte de los productores refuerzan sin cesar el carácter excluyente de nuestro capitalismo, desalientan el uso útil de la capacidad de creación y emprendimiento de la gente común, debilitan las tradiciones de cooperación solidaria para resolver problemas comunes, y propician todo los vicios del clientelismo político. Fomentar y facilitar la creación de empresas comunitarias y cooperativas, promover la creación de oportunidades de ocupación productiva tanto al menos como las de creación de empleos formales, es imprescindible para ampliar la base de sustentación de nuestra sociedad, y para hacer mucho más equitativo su desarrollo económico.
Únicamente el ejercicio libre y pleno del derecho a la organización permitirá el ejercicio – libre y pleno también – de todos en la administración de las cosas de todos, y garantizará el de cada uno a atender las que sean suyas. Este es el punto de partida para plantear de modo nuevo el debate de otros temas, como el de forjar un Estado competente al servicio de un país competitivo, propuesto años atrás por el economista Elmer Miranda. Pero este es, sobre todo, el medio más adecuado para llegar a conocernos y ejercernos como la sociedad que podemos llegar a ser, trascendiendo finalmente aquella en que nos hemos visto acorralados durante los últimos treinta años.
Panamá, octubre 2011
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