sábado, 1 de septiembre de 2018

Amenaza galáctica

Como la Estrategia de Seguridad Nacional de la Casa Blanca establece la posibilidad de un choque futuro con las dos naciones a las cuales clasifica de principales adversarios –Rusia y China-, no parece muy posible una alianza creativa y venturosa como sería posible si las tres capacidades se unieran.

Elsa Claro / Cubadebate

Cuando en marzo pasado Donald Trump hizo referencia a un plan para militarizar el espacio exterior, muchos pensaron que se trataba de otra fanfarronada del presidente. No transcurrió tanto para verle concretar la idea pidiéndole al Congreso 8 mil millones de dólares como asignación de base destinada a darle curso a la Fuerza Espacial de Estados Unidos, como nueva rama del ejército, separada del comando aéreo, desde donde han dirigido siempre los programas afines hasta el momento.

Este no es un asunto tan ignoto. También en el tercer mes del año, pero de 1983, Ronald Reagan anunció su proyecto de un Sistema Estratégico de Defensa. Una vez formulado adquirió, casi de inmediato, fue apodada como Guerra de las Galaxias. El objetivo implicaba el desarrollo de un sistema antimisiles a colocar fuera de la atmósfera terrestre, pero en aquel momento no existían todos los avances tecnológicos requeridos para su efectiva implementación. En la comunidad científica y en ámbitos políticos, hubo burla en unos casos, negativa en otros, hacia el propósito, por considerarlo costoso e inmaduro. Pese a ello se le dio inicio.

Fue entonces, además, cuando el presidente norteamericano emite el término “Imperio de mal” para referirse a la URSS, criterio destinado a justificar aumentos presupuestarios bélicos, el plan mismo de militarizar el espacio y propósitos en definitiva para profundizar diferencias que no tardarían demasiado en desaparecer por sí solas. Y como las paradojas, igual que los tropezones, se repiten, el calificativo o concepto esbozado por el cuadragésimo mandatario estadounidense, continuó siendo usado con pocas variantes semánticas por sus sucesores. Hoy incluso.

Nunca se lograron los temibles rayos laser para destruir cohetes contrarios, pero de entonces a la fecha obtuvieron sistemas avanzados de misiles y bajo el sobrenombre de escudos, emplazan en diferentes puntos de Europa y Asia. Poseen distintas variantes de estos ingenios portadores o no de cabezas atómicas. Tienen desplegados sistemas como el de Defensa a Gran Altura (THAAD) y no son juguetes inofensivos, sino parte de lo logrado en decenios, pues si bien fue malmirado lo propuesto por Reagan, con otros nombres, gobiernos sucesivos mantuvieron programas similares. William Clinton la recalificó como Organización de Defensa de Misiles Balísticos y en el 2002, bajo George W. Bush, pasa a llamarse Agencia de Defensa de Misiles.

La variante de Trump la define él mismo:

“No es suficiente tener simplemente una presencia estadounidense en el espacio. Debemos conseguir el dominio de EE.UU. en el espacio (pues es un) campo de guerra, al igual que la tierra, el aire y el mar.”

Pese a lo notorio de los antecedentes para lograr eso mismo, si al centro de las razones hace 35 años estuvieron las diferencias ideológicas entre Washington y Moscú, asumir que no la URSS, sino la Rusia actual, también es “el enemigo” y darle igual condición a la República Popular China, resulta difícil de digerir, a menos que se aprecie como la natural reacción de quienes a toda costa y precio, desean estar colocados por encima de los demás o dominándoles.

El jefe del Comando Estratégico de las Fuerzas Armadas norteamericanas, general John Hyten, enfoca el tema asegurando que rusos y chinos perfeccionan armas capaces de destruir o dañar los satélites estadounidenses. Aluden, entre otras, a las capaces de superar la velocidad del sonido. El teniente general Jay Raymond, por su parte, está convencido de que el gigante asiático ya cuenta con recursos capaces de aniquilar la cacharrería estelar existente fuera con variados fines. Su apreciación parte, sobre todo, del derribo por Beijing de un satélite defectuoso, para evitar daños en tierra. Algo demostrativo de capacidades avanzadas, pero no precisamente de ánimo ofensivo.

Quien tiene propósitos torcidos cree que los demás piensan y actúan igual. No deben descartarse los celos, al ver cómo naciones hasta no hace tanto subestimadas, les superan en un grupo de aspectos tecno-científicos donde el Pentágono desearía tener preeminencia. Cualesquiera sean las hipótesis, la Casa Blanca mantiene varios programas para el avance en los recursos espaciales de este tipo y con un amplio espectro, aunque vean y califiquen mal a los demás por cuanto ellos si consideran tener derecho a desarrollar.

Lo razonable sería evitar enfrentamientos y no fabricarse antagonistas. La colaboración aporta mejores resultados en todos los campos, para los implicados y, en temas de este tipo, también conciernen al resto de la humanidad. Experiencias exitosas de cooperación ruso-estadounidense hay suficientes como para asegurarlo.

¿Recuerdan el Apolo-Soyuz de los años 70, cuando entre importantes resultados se lograron experiencias significativas a emplear después en la Estación Orbital Internacional? Ella misma, en la actualidad con más participantes, es un claro exponente de cuánto se alcanza al conciliar intereses con sanidad y sentido común.

El aludido a fobias o codicia se explica por la pretensión de los gobernantes norteamericanos, quienes, ante todo, se consideran excepcionales, pero en la materia que tratamos no han logrado independizarse de varios avances rusos para la exploración y múltiples acciones de las faenas en el espacio exterior. Los motores de los cohetes estadounidenses, fueron diseñados y se fabrican en Rusia, y no es la única capacidad de ese país empleada por U.S.A., mal que le pese. Eso no quiere decir que carezcan de avances aun cuando pretendan acelerarlos al ver que las distancias se acortaron.

Como la Estrategia de Seguridad Nacional de la Casa Blanca establece la posibilidad de un choque futuro con las dos naciones a las cuales clasifica de principales adversarios, no parece muy posible una alianza creativa y venturosa como sería posible si las tres capacidades se unieran.

Vladímir Putin y Xi Jinping, afiliados al realismo exigido por esta etapa y ante los riesgos de este otro rearme, suscribieron una declaración conjunta instando a un proceso negociador capaz de encauzar elementos jurídicos destinados a fortalecer los existentes (el Tratado sobre el Espacio ultraterrestre del 1967, prohíbe la política propuesta por la Casa Blanca). Temores fundados en el abandono unilateral de distintos acuerdos importantes, urgieron a Rusia y China a proponer la firma de otro convenio destinado tanto a prohibir la colocación de armas fuera del planeta, amenazar con el uso de la fuerza a partir de ellas, o destinarlas contra objetos órbita. No todos tienen uso civil (comunicaciones, meteorología, GPS, entre muchos) pues nadie ignora que también hay posicionados múltiples satélites espías.

El enfoque hostil de la administración Trump convoca el rechazo hasta de sus más íntimos socios a quienes por extensión coloca en caracter de rivales. Primero lo advirtió Ángela Merkel y acaba de hacerlo Emmanuel Macron, llamando a Europa a emprender sus propios mecanismos de defensa, eliminando el tradicional acato a EE.UU. y sin desdeñar el concurso de Rusia en lo adelante. El Viejo Continente está muy dividido, pero haría bien en enlazarse vigorosamente. Si lo hacen, lograrán varios buenos réditos en importantes acometidas, honra incluida.

Y quizás, para infelicidad de Trump y sus acólitos, ayuden a parar el desperdicio y los peligros de la nueva guerra galáctica.

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