sábado, 6 de julio de 2019

Argentina: El perfecto tilingo

El pensamiento tilingo actual está de parabienes, sigue feliz por el rumbo tomado hacia un futuro que se proyecta al siglo XIX. Se regocija con el rol subalterno concedido en el G20, se emociona hasta las lágrimas con el acuerdo Mercosur – Unión Europea, en la ilusión de ingresar a un mercado ampliado donde estima incorporar vinos, aceite de oliva, como viene enviando carnes a Japón y soja a China.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina

En caída libre desde finales de 2015, muchos analistas han ido más allá de lo político, económico y su repercusión social. Han centrado su mirada en lo cultural, en aquello invisible que envuelve y condiciona conductas desde lo colectivo hasta los hechos domésticos y cotidianos. Todo está impregnado de un halo de usos y costumbres que se han ido legitimando a través del tiempo, moldeando si se quiere, nuestra identidad nacional ante los demás componentes de la comunidad internacional.

Sin entrar en las diferentes interpretaciones del nacionalismo, cuyas vertientes reconocen orígenes diversos, advertimos que hay ciertos rasgos muy particulares que nos identifican.
Es conocida la definición alfonsinista que nos representaba como “los cara de teta del sur”, en alusión al gran componente europeo de la población. Algo que Darcy Ribeiro, en Las Américas y la civilización, hablaba de pueblos trasplantados que caracteriza a los pobladores rioplatenses, focalizando la predominancia de la migración europea a fines del siglo XIX y primeras décadas del siguiente.

En esa línea de tiempo, el pensamiento de las elites dominantes, se asentó en la hegemonía de las familias patricias, aquellas que estuvieron en el nacimiento de la patria con una tradición dominante arraigada desde la Colonia por sobre las otras capas sociales existentes: criollos, mestizos y descendientes de inmigrantes que llegaron más tarde; los que, desde esa perspectiva, parecerían argentinos de segunda categoría. Distinción cultural que ha permeado la estructura jurídica emanada de la Constitución liberal de 1853/60, consolidada por la Generación del ’80 que se erige como constructora del Estado moderno argentino, con el General Julio Argentino Roca a la cabeza, con la cabeza de los caciques de los pueblos originarios en sus manos, los que fueron arrasados en su “conquista del desierto”.

Ganados esos inmensos territorios para las familias componentes de la Sociedad Rural Argentina, los excedentes exportables del campo argentino configuraron una época de bonanza y a la vez derroche exuberante en donde se inserta ese personaje denominado “tilingo” por los escritores nacionalistas populares como Arturo Jauretche o, más adelante por Norberto Galasso o, aquellos que venían de la izquierda como Jorge Abelardo Ramos o Juan José Hernández Arregui.

El tilingo, individuo emergente de la emergente clase media en ascenso, creció admirando a la clase alta, a la que sirve a través de diversas profesiones: escribano, contador, abogado, corredores de bolsa, martilleros, ingeniero o veterinarios. Actividades relacionadas con el empleo de la tierra y la ganadería. Cuando no, gerente de las compañías de servicios o bancos extranjeros, antes ingleses, luego norteamericanas. De allí su familiaridad con los lugares que naturalmente concurría aquella gente paqueta, aunque por sus ingresos no correspondiera y tuviera complejo de pertenencia. Su mentalidad fue moldeada en los mismos colegios, bilingües en lo posible, asimiló sus gustos y creencias y disfrutó idénticos placeres sin importarle el precio a pagar.

Creció admirando Europa y luego a los Estados Unidos, los patrones externos a través de sus vasallos autóctonos: la oligarquía nativa (categoría denostada como anacrónica luego del conflicto del campo de 2018, desde donde surge el partido gobernante). El tilingo, arquetipo de la “viveza criolla” ese compendio de picardías que José Hernández ubicó en el Viejo Vizcacha en el popular y gauchesco Martín Fierro. Posteriormente, fue caricaturizado por grandes dibujantes e historietistas como Dante Quinterno y Guillermo Divito. El primero, creador del indio Patoruzú en la década del ’30 y su padrino, el playboy porteño, Isidoro Cañones, uno de los más famosos tilingos. Divito, gran observador y con una pluma privilegiada, elaboró una estética particular a través de su famosa revista Rico Tipo, la que impuso en la juventud de los cuarenta y comienzos de la siguiente, “la moda Divito”. El boxeador “Mono” Gatica, supo ser uno de sus cultores. Sin embargo, más allá de la semblanza gráfica, personajes como el Dr. Merengue, un atildado abogado que mostraba dos caras: una pública correcta y otra, la de su otro yo, descarada y tilinga que escondía bajo su aparente y correcta formalidad. Marcadamente europeo y burgués, la formalidad le impuso el uso obligatorio del traje y la corbata, desde los colegios hasta en las oficinas públicas, mucho más en ceremonias y fiestas. Pero si el envase nos confundía con ingleses, franceses, españoles e italianos, la mentalidad era marcadamente europeizante. Todo lo bueno y deseable se producía allí, sobre todo sus productos industriales, lo que nos redujo a productores primarios.

Se llegó hasta la barrabasada académica de creer que no poder pensar, hacer filosofía, porque esa facultad propia de la herencia grecolatina. La hegemonía Norte – Sur, tampoco permitió en principio el desarrollo de la sociología, desdeñándonos sólo a hacer antropología o, como siempre recordaba Eduardo Galeano: no hacemos arte sino artesanías.

Pero sin duda donde más ha influido desde la emancipación de España, fue en la política, moldeando una mentalidad colonial siempre dependiente de los amos del Norte. Resulta significativo recordar que, desde el primer gobierno patrio en 1810, se tardaron otros seis en organizar y convocar al Congreso en Tucumán dado que los ingleses ya controlaban la llegada de navíos al puerto de Buenos Aires. Desde entonces, integraron al país de las vacas y los granos al mercado global de ese momento, asignándonos un rol primario que no ha variado en un siglo y medio, a pesar de los innegables y portentosos cambios tecnológicos.

El pensamiento tilingo actual está de parabienes, sigue feliz por el rumbo tomado hacia un futuro que se proyecta al siglo XIX. Se regocija con el rol subalterno concedido en el G20, se emociona hasta las lágrimas con el acuerdo Mercosur – Unión Europea, en la ilusión de ingresar a un mercado ampliado donde estima incorporar vinos, aceite de oliva, como viene enviando carnes a Japón y soja a China.

Orgulloso estima también conveniente pensar en un Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos de Trump, ese Trump que desprecia los abrazos públicamente, ignorando lo sucedido en Mar del Plata 2005, donde todo un grupo de presidentes latinoamericanos dijo No al ALCA. Pero… la mentalidad colonizada, presionada por la avidez crematística de la comunidad de negocios, sabe que aunque reciba migajas, esas migajas se las otorga el amo, o los amos dueños del mundo que, en magnitud, los eclipsa.

Fiel a su historia cipaya, el tilingo como en “La maldición de Malinche” sigue emocionándose con las cuentas de vidrio que le asignan en los términos del intercambio. Su éxito más notable es la apertura a ese mundo y, desde luego, haber endeudado al país al punto de perder la soberanía. Enamorado de Christine Lagarde, desgarrado tal vez por su alejamiento del FMI, espera que David Lipton, el nuevo Director Gerente, mantenga el mismo tratamiento.

Embelesado, mirando siempre hacia afuera, no ve puertas adentro, donde la actividad económica se ha reducido a la mínima expresión y con ella una caída del PBI sin precedentes, un desempleo imparable y una miseria tan atroz que ha arrastrado a la calle a miles de compatriotas que, en el gélido invierno austral algunos han encontrado la muerte.
Como siempre se defiende, la culpa la tiene esa gente que no ha sido emprendedora, que no ha sabido hacer méritos para sobrevivir. Esos pobres son feos, negros, extranjeros, sucios que abusan de las posibilidades de este maravilloso país de pocos.

La tiliguería porteña es cobarde y ante la inminente caída se pone nerviosa y apela al odio, redobla esfuerzo propagandístico en mostrarse exitoso, insiste en la lluvia de inversiones y en el derrame que, en el próximo período llegarán y así retomar esa explosión de alegría prometida.

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