sábado, 23 de octubre de 2021

La realidad pandémica y las series

 La pandemia nos dejó con series favoritas interrumpidas, fuera de combate, tuvo el paliativo de acercar documentales y series europeas que las plataformas masivas antes se habían juzgado poco aptas para el público latinoamericano.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América

Desde Mendoza, Argentina


No es ocioso que el nacimiento de la república de Weimar haya ocurrido luego de finalizada la Gran Guerra, que su constitución socialista se aprobara en 1919 en aquella ciudad, y que coincidiera con el Tratado de Versalles del 28 de junio de ese año y la creación de la frustrada Sociedad de las Naciones ese mismo día.

 

Como sentenciara lord Maynard Keynes en Las consecuencias económicas de la paz, el embargo trabado por los aliados a Alemania, generará el rencor germano y será el germen del nacional socialismo. 

 

El ascenso de Adolfo Hitler en 1933, terminará con la república y sus tormentosos y virulentos años, dando lugar a un período no menos oscuro que dará comienzo a la Segunda Guerra Mundial con la invasión de las tropas nazis a Polonia, en 1939. Hasta acá la historia, ahora la ficción. 

 

“Últimos años locos de Weimar en un cabarets berlinés”, es un artículo de Matilde Sánchez sobre la serie alemana, Babylon Berlin; un policial negro con un tenue romance de fondo, y una capital estallada, en la década de oro para las mafias.

 

La pandemia nos dejó con series favoritas interrumpidas, fuera de combate, tuvo el paliativo de acercar documentales y series europeas que las plataformas masivas antes se habían juzgado poco aptas para el público latinoamericano. Fue así como este año aterrizó Babylon Berlin. 

 

La serie de tres temporadas completas, y prepara una cuarta con demora; se estrenó en Alemania en 2017; debutó aquí en HBO hace pocos meses y ahora se la ve en Flow. De un realismo escrupuloso y con detalle cinematográfico, la trama detectivesca será una nave hacia la antesala del infierno del siglo XX. Pero su tono, en el género de la ficción de época, gana interés por su proximidad con el musical y el burlesque, modulaciones surgidas con autenticidad en ese período literalmente trasnochado. Ilusionémonos, entonces, con que la vida es un cabaret, al estilo Liza Minnelli.

 

Babylon Berlin es una versión televisiva de la saga policial de Volker Kutscher, adaptada por el productor Tom Tykwer. De este showrunner hay otras series para ver. Comienza en 1929, con el traslado del detective Gereon Rath desde Colonia –  un recién llegado a la capital – aunque ya tiene su dosis estable de morfina en las venas y un secreto vagamente incestuoso. 

 

En paralelo se cuenta otro romance, más tenue, entre el inspector Gereon y Charlotte, una flapper y aprendiz de sabueso (interpretados por Volker Bruch y una inspirada Liv Lisa Fries). 

 

Y más atrás aún, en la línea argumental, transcurre otro dramón originado en la Primera Guerra, encarnado en un psiquiatra experimental. Hipnosis, ampollas, esoterismo con halo científico, y ya saltamos directo al cine mudo, a El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene, y a Metrópolis y Doctor Mabuse, los clásicos de Fritz Lang. Cine como se dice en alemán angustia: Angst.

 

Babylon es adictiva, está pensada para la maratón. Sin embargo, lo que nos hace quedarnos allí, ante la pantalla, en verdad es esa ciudad en ese tiempo. Son los últimos años “felices” de la República de Weimar, y nos internamos en el corazón de la mitología cultural que será cercenada por el nazismo. Berlín es la capital de ese Deutsches Reich donde anida la serpiente, la urbe que estaban pintando el joven Joseph Roth, en sus crónicas semanales para el Frankfurter Zeitung, y en la novela desmesurada de Alfred Döblin, alrededor de una Alexanderplatz convertida en centro social. 

 

A fines de los años 20, un tiempo dorado para las mafias, Berlín es el caldero de luchas y miseria, de lujo y política, no tan distinta del Chicago de Al Capone, aunque sin Intocables a la vista.

 

En la Alemania de los años 30 ya quedaron atrás la hiperinflación y el desempleo masivo, pero persiste la explotación violenta de las capas obreras, que alumbran sabotajes de anarquistas y comunistas, mientras las sirvientas sucumben a los abortos con agujas de tejer. Allí conviven los judíos ricos y los judíos pobres de ‘Mitteleuropa’, las vanguardias en diálogo – con París al oeste y la Moscú bolchevique hacia el este, los emigrados nobles de la Rusia blanca que publican sus pasquines (entre ellos, Nabokov) y los activistas que profundizan la insurrección en los sindicatos. 

 

Para entonces ya se habían estrenado el teléfono, la luz eléctrica y la Ópera de dos centavos, de Bertolt Brecht y Kurt Weil. Los tranvías del transporte público llenaban el aire de traqueteos, como en Sinfonía de una ciudad, la película Walter Ruttmann.

 

Un relato masivo puede ser una usina publicitaria de tanta mercancía como los productores puedan concebir. Ambientar la capital de entreguerras en este caso implicó vestir las salas en los estilos art nouveau y art decó, que se solapaban en esa transición. La producción visual y la reconstrucción de época la convirtieron en la serie europea más cara de la historia (40 millones de euros), pero en Alemania alcanzó tal éxito que hasta la empresa que abasteció el papel de las bien fechadas ambientaciones se promociona hoy como “Orgullosa proveedora de papeles pintados para Babylon Berlin”.

 

Mencionamos antes los frecuentes toques de musical. Cada episodio tributa algunos minutos al cabaret Moka Efti, propiedad de un pintoresco gángster armenio (Kasabian) que en sí mismo nombra, con el primer genocidio del siglo, el que borbotea en las alcantarillas alemanas. En el salón de baile a lo belle epoque se luce Psyco Nikoros, o sea, la Condesa Svetlana Sorokina, evadida de Rusia en tren con el oro zarista, mientras sus coristas bailan ataviadas con un cinturón de bananas. El Moka Efti además se duplica en un antro de transformistas, tolerados a cambio de información para la policía. El ambiente rezume decadencia. Nos espera, no diremos en qué capítulo, un encantador cameo de Brian Ferry y su orquesta haciendo el viejo y desencantado Bittersweet, por si faltaran homenajes a Brecht. ¿Cuánto hay de vitalidad en este clima de disipación y aturdimiento? Esa es quizá una de las preguntas que deja la serie, propicia también para los tiempos actuales, en donde el virus inunda con incertidumbre.

 

Babylon Berlin sabe narrar en dos niveles de interpretación a la vez, un poco a la manera de El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco y el film de Jean-Jacques Annaud. Puede disfrutar la historia quien esté pendiente de los guiños sobre Borges y el filósofo Guillermo de Ockham , tanto como el que busca una buena intriga. Ahora lo ves, ahora no lo ves: el archivo de referencias culturales en Babylon Berlin puede quedar limitado tranquilamente a Cabaret, el musical de Bob Fosse, con Liza Minnelli.

 

Por último, la serie fue filmada en los estudios Babelsberg, el nombre actual de los emblemáticos estudios Universum-Film Aktiengesellschaft, la UFA. En sí misma UFA es una referencia reveladora. En esa suerte de Cinecittá a la alemana, orbitaron los cineastas Leni Riefensthal y Fritz Lang. De hecho, un rampante Adolf Hitler le ofrecerá la dirección de los estudios al director de Dr. Mabuse, quien, en un afortunado rapto de clarividencia, aceptó el cargo, solo para escapar esa misma noche a Londres para siempre. Fue su esposa, Tea von Harbou, quien acompañó al Führer en sus emprendimientos de propaganda cinematográfica.

 

Cierto tinte melancólico resulta inevitable. Entre los vanguardistas que esa Alemania va a aportar – con tantos nombres exiliados o malogrados en la siguiente década, empezando por Brecht –, la serie le reserva un homenaje al diseño, esa función estética que ganará todas las superficies donde el ojo y el cuerpo humano puedan posarse. El tributo al diseño gráfico conquista, de la mano de la premiada Saskia Marka, el arte de títulos y la obertura, ese señuelo que nos lleva como una campanita pavloviana.”[1]

 

Como las imágenes de la Berlín devastada al finalizar la Segunda Guerra, en la que se regodeaban los directores de cine norteamericanos, o como Ernest Heminway vivió la Guerra Civil española como una aventura, el paisaje después de la pandemia, es un paisaje en ruinas: las más visibles son los efectos económicos, el desempleo y la pobreza, pero también las ruinas invisibles, la de las emociones quebradas, autoestimas por el suelo y lazos afectivos rotos para siempre, producto de convivencias forzadas expuestas al límite de sus subjetividades, con fantasías imposibles de cumplir. Fantasías que las pantallas, aunque actúen como espejos, no logran satisfacer.

 

Cabe entonces replantearse, las ficciones se ¿anticipan? a una realidad que la pandemia no hizo más que acelerar, mostrando contrastes obscenos y exagerados. Desde luego que lo hacen, sólo que los que mueven los hilos o enfocan sus cámaras no son precisamente los directores de cine ni de las plataformas más visitadas. Lo hacen quienes siempre lo han hecho. 

 

En lo global, las poderosas potencias como Rusia y China, ante el retroceso humillante de EEUU en Afganistán y el arrastre de la Comunidad Europea sin el liderazgo de la Merkel, un Reino Unido azotado por las nuevas cepas virulentas y una Corea amenazante, ¿hacia dónde apuntarán sus cañones?

 

¿Seguirá el Polifemo herido del norte pisoteando a sus vecinos latinoamericanos con la torpeza de siempre? No ha dado muestras en contrario; Biden no puede ni explicarlo a propios, ¿qué puede argumentar frente a ajenos?

 

En lo nacional, ¿puede recomponerse un Frente resquebrajado por los diversos diagnósticos y miradas? El optimismo de campaña, cortoplacista, ¿cederá el paso a una perspectiva política que incluya las próximas presidenciales? Todas las dudas caben…

 



[1] Revista Ñ N° 940, sábado 2/10/2021. Pág. 5

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