sábado, 16 de octubre de 2021

El día de la hispanidad y nosotros, los pueblos bárbaros

 Eufóricos desde su mirada eurocéntrica, los españoles celebran hoy el haber sido alguna vez un imperio: nostálgicos, tristes por no seguir siendo lo que alguna vez fueron...

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica


El día nacional de España es el 12 de octubre y, como no podía ser de otra forma, lo celebran por todo lo alto, con parada militar presidida por el rey, aviones surcando los cielos y representantes de cuerpos del ejército como la Legión Española, expresión directa y patente del espíritu colonialista español, quintaesencia de la nostalgia imperial que recorre toda esta celebración que para nosotros, los pueblos conquistados y esquilmados, constituye una verdadera afrenta, un recordatorio de lo que se esconde detrás de las sonrisas, de las actitudes de benigna tolerancia con la que se nos trata, especialmente cuando arriban a nuestras tierras ejecutivos sonrientes de transnacionales como Iberdrola, BBVA, Santander, Repsol, Telefónica o Endesa.

 

Esa contención, ese disimulo de su mirada despectiva, de su arrogancia, es fácil de que se descascare cuando, por alguna razón, se salen de quicio y las buenas formas se les descomponen, como cuando el corrupto Juan Carlos I, para entonces rey “de todos los españoles”, como a él le gusta llamarse, llamó a silencio grosera y prepotentemente al presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez; o como cuando la señora presidenta del Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, de gira por los Estados Unidos precisamente en ocasión de la celebración en ese país de lo que llaman el mes de la hispanidad, se expresa despectivamente del indigenismo y lo compara con el mayor de los peligros que ella pueda concebir, el comunismo.

 

Ya desde tiempos de los griegos a los pueblos extranjeros que eran vistos como de catadura menor, como ignorantes y, para terminarlas de ajustar, feos y maleducados, se les llamó bárbaros, es decir, los que balbucean, los que no pueden hablar “como la gente”, a los que incluso puede regateársele la categoría de ser humano. 

 

Eso es lo que somos nosotros para ellos, independientemente de que seamos los que originalmente se encontraron al llegar en el siglo XV, o lo que somos ahora, un “pequeño género humano” diverso, pero signado siempre por la diferencia ante ellos. 

 

Pueblos inmaduros, nos dicen, adolescentes o sin historia, como pensaba Hegel, sentadito en su verde limón allá en su Prusia querida, a la que equivalía con la cumbre del desarrollo humano y desde la cual miraba a todos por sobre el hombro de su librea.

 

Así que, eufóricos desde su mirada eurocéntrica, los españoles celebran hoy el haber sido alguna vez un imperio: nostálgicos, tristes por no seguir siendo lo que alguna vez fueron, un reino en el que su rey, encerrado en un cuartito de no más de tres metros por cuatro ubicado sobre el altar mayor de una iglesia que era más bien un inmenso mausoleo, se preciaba que nunca se ponía el sol.

 

Son una familia venida a menos que sigue comportándose con las ínfulas de antaño, pero que, precisamente por eso, trata de afirmar su supuesto abolengo, sus pendones descoloridos en cualquier ocasión que les sea propicia. Lo hacen, ahora, cuando más de la mitad de su fuerza de trabajo es mileurista y son vagón de cola de una Europa que, a su vez, marcha a remolque de la veleidosa política imperial estadounidense.

 

Sumisos y sobalevas con los poderosos, se vuelven como padrastros regañones hacia nosotros. Son ellos los que certifican la limpieza de nuestras elecciones, como sucede ahora en Venezuela, o quienes ni siquiera se dignan responder la misiva enviada por el presidente de México, cuando el tiempo de las disculpas (y no solo verbales sino también materiales) debería signar nuestro tiempo.

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