Que la política sea un campo propicio para ensuciar la cancha es cuento viejo, pero nunca como ahora habíamos llegado a los niveles y la generalización que vivimos.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
El llamado “incidente del zapato”, protagonizado por el entonces secretario general del Partido Comunista de la URSS, Nikita Jrushchov, en la Asamblea General de la ONU en 1960, sucedió de la siguiente forma: el líder de la delegación filipina ante las Naciones Unidas, Lorenzo Sumulong, pidió que, en una declaración anticolonialista que se proponía para ser adoptada por la ONU, se incluyeran los países de Europa del Este que -dijo- se encontraba bajo el dominio de la URSS.
Jrushchov golpeó como forma de protesta el estrado en el que se encontraba con su zapato, y dio pie a infinidad de comentarios, entre los que sobresalían los que indicaban que era una muestra de la degradación que tenía lugar en la vida política mundial a raíz de la llegada de los comunistas al poder.
El incidente del zapato, que años después una hija de Jrushchov calificó como un mal entendido pues -según dijo- su padre tenía en la mano el zapato porque era nuevo, le apretaba y se lo había quitado, palidece en comparación con el espectáculo que ofrecen a la ciudadanía los políticos de nuestro tiempo, especialmente las asambleas nacionales, en las que diputados y diputadas, senadores y senadoras parecen competir para ofrecer espectáculos, cada uno más bizarro que el otro, descalificándose, insultándose y, en general, agrediéndose mutuamente.
Ya no es extraño, incluso, presenciar agresiones físicas, puñetazos, empujones, zafarranchos colectivos en los que los contendientes se pelean a los puños y ruedan por el suelo.
Es todo un circo difundido por los noticieros, que aumentan su ranking mostrando a los desaforados odiarse desde púlpitos que aún los discursos nacionalistas califican como sagrados, asiento de padres y madres de la patria que representan los sacrosantos intereses colectivos.
No cabe duda que esa crispación es producto, pero a la vez alimenta, un estado de enfrentamiento radicalizado en el que cada vez hay menos posibilidades de acceder al diálogo y a los espacios de encuentro. La descalificación del contrincante, transformado en enemigo que debe ser borrado del mapa, es la norma. El otro es visto como excrecencia degradada que no merece la existencia y que solo ensucia la vida.
Vivimos una época convulsionada, no solo en la política de los estrados parlamentarios, sino también ahí donde las armas son las que sustituyen a los insultos. Los discursos altisonantes y guerreristas cada vez se emiten con menos contención. Los enemigos que están al otro lado de la línea del frente son la encarnación del mal: zorros taimados mal intencionados, traicioneros, inmorales y mentirosos causantes de los peores males que asolan a la humanidad.
Los de a pie, que no tienen vela en esas disputas que suceden en las altas esferas, se sienten interpelados e incluidos, y entre ellos también se agreden como si en ello les fuera la vida, como si de sus posiciones se fueran a desprender acciones decisivas que cambiarían el curso de las cosas.
El ambiente que prevalece es de hostilidad, de falta de respeto. Se perdieron las formas y los políticos se han transformado en bufones agresivos que parecen ser canales para la catarsis de las mayorías frustradas. Ya no espanta ver a un presidente haciendo el ridículo con gesticulaciones de niño enojado en el recreo de la escuela, o dedicar sus principales esfuerzos a descalificar a quienes no piensan como él, sin omitir mentir y falsificar, que no otra cosa es eso que llaman posverdad.
Que la política sea un campo propicio para ensuciar la cancha es cuento viejo, pero nunca como ahora habíamos llegado a los niveles y la generalización que vivimos. Alimenta la decepción, el escepticismo, el desagrado y el desdén creciente hacia ella, precisamente cuando hay problemas cruciales que resolver, sin parangón, de cuya resolución depende el futuro de la humanidad.
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