sábado, 3 de agosto de 2024

Hipernormalización

 No es gracias a las redes sociales, sino a la hipernormalización que el poder ha dejado de difundirse desde un centro exclusivamente para brotar, o imponerse, desde todas las periferias.

Rosa Miriam Elizalde / LA JORNADA

HyperNormalisation
 
(2016), documental de culto del cineasta británico Adam Curtis, sostiene que los gobiernos, los financieros y los utópicos tecnológicos han renunciado al intento de modelar el complejo “mundo real” y, en su lugar, han establecido un “mundo falso” simplificado para beneficio de las corporaciones que logran así mantener la estabilidad de los gobiernos neoliberales, hasta un día en que estalla la burbuja, como ocurrió con Lehman Brothers.
 
Por ese camino se normaliza el crimen y se genera apatía colectiva frente a situaciones de violencia extrema: golpes de Estado, feminicidios, desapariciones forzosas y pérdida de garantías sociales.
 
Alexei Yurchak, profesor de antropología oriundo de Leningrado y ahora profesor de la Universidad de California, Berkeley, introdujo la palabra “hipernormalización” en su libro Everything Was Forever, Until It Was No More: The Last Soviet Generation (Todo era para siempre, hasta que dejó de existir: la última generación soviética), publicado en 2006, que describe las paradojas de la vida soviética durante las décadas de 1970 y 1980. Todos en la Unión Soviética sabían que había fallas profundas en el sistema, pero se vivía la cotidianidad en dos mundos –el que produjo el accidente de Chernóbil y el de los imponentes desfiles en la Plaza Roja de Moscú y las tiendas bien surtidas–, porque nadie podía imaginar una alternativa al statu quo. Tanto los políticos como los ciudadanos estaban resignados a mantener las apariencias de una sociedad que parecía funcionar, pero estallaría al cabo del tiempo.
 
Curtis, documentalista de la BBC, demuestra con su película que estos procesos no eran exclusivos del socialismo real, sino que la sociedad en que vivimos padece de ese extraño desencanto donde la gente se va aguando en un mundo sin horizontes, puro páramo, pero la mayoría actúa como si no lo supiera por temor a romper las estructuras, que juzga inalterables.
 
El término puede aplicarse perfectamente a nuestros días de redes sociales, individualismo y soledad, en los que una buena parte de los ciudadanos parece haber abandonado la vida real –la política en su sentido más amplio– con la ilusión de que el mundo puede ser gestionado y de algún modo controlado desde nuestras pantallas.
 
Sin embargo, fuera de ese universo se observa un fenómeno opuesto: la tecnología avanza a un ritmo exponencial, impulsando un proceso de automatización que en pocos años eliminará la mayoría de los trabajos actuales. Además, se está produciendo una convergencia económica que reduce significativamente la capacidad de decisión de los políticos, haciéndola prácticamente irrelevante. Yurchak describe este estado de cosas con trazos precisos: “Cuando todo se está viniendo abajo, pero la mayoría no encuentra alternativa posible. Cuando ya no queda tiempo para nada salvo para creerse las mentiras y seguir cuesta abajo. Bienvenido a la era de la hipernormalización”.
 
Se normalizan, por ejemplo, acontecimientos que en otro momento habrían parecido cosa de locos fuera de control, como las barbaridades que dice y hace Donald Trump, la autoproclamación presidencial de Guaidó, la motosierra de Milei, los crímenes incalificables de Israel a la vista de todos, la glorificación de Netanyahu en el Congreso de Estados Unidos, el intento de golpe en Venezuela tras las elecciones del domingo... Mientras esto ocurre, la mayoría observa impasible y acepta este estado de cosas como algo corriente, atrapada en un lugar entre la Matrix y el mundo real.
 
No es gracias a las redes sociales, sino a la hipernormalización que el poder ha dejado de difundirse desde un centro exclusivamente para brotar, o imponerse, desde todas las periferias. Como en la Matrix, sólo hay dos posibilidades: tomarse la pastilla azul, que convertirá a la gente en esclavos felices de un programa en el que no hay libre albedrío, aunque lo parezca; o decidirse por la pastilla roja, la de los rebeldes, que hace frente a los diseñadores del mundo de la irrealidad y a sabiendas que cada decisión es propia.

No hay comentarios: