El tiempo nuestro, como el de Martí, es uno de transición entre dos momentos distintos en el desarrollo del sistema mundial.
Guillermo Castro H./ Especial para Con Nuestra América
Desde Alto Boquete, Panamá
“Estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.”
José Martí, 1891[1]
De allí resulta que lo indispensable de la memoria para nuestro devenir. Así, por ejemplo, el legado social y cultural de nuestra condición colonial de origen constituye un pertinaz factor de ese pasado al que conviene prestar atención en el camino hacia el futuro que deseamos. Para el sociólogo peruano Aníbal Quijano (1928-2018), como en su momento para José Martí, ese legado se expresa en lo que él llamara la colonialidad, a la que consideraba “uno de los elementos constitutivos y específicos” que sirvió para dar forma al mercado mundial entre mediados del siglo XVII y mediados del XX.
Así entendida, la colonialidad conspira contra la posibilidad de que una sociedad pueda ser inclusiva, en cuanto se hace sentir en “la imposición de una clasificación racial / étnica de la población del mundo”, la cual “opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala social”. Para atender a ese riesgo conviene tener presente, además, que para Quijano la colonialidad era, es, un concepto diferente al de colonialismo. Este último, dijo, designa “una estructura de dominación y explotación”, en la cual
el control de la autoridad política, de los recursos de producción y del trabajo de una población determinada lo detenta otra de diferente identidad, y cuyas sedes están, además, en otra jurisdicción territorial. Pero no siempre, ni necesariamente, implica relaciones racistas de poder. El colonialismoes, obviamente, más antiguo, en tanto que la colonialidad ha probado ser, en los últimos 500 años, más profunda y duradera que el colonialismo.[2]
En este sentido, el proceso de formación del colonialismo como estructura de poder, y de la colonialidad como mecanismo de control social y cultural, se inició a partir del siglo XVI. El primero se vio desintegrado tras la Gran Guerra de 1914-1945, que abrió paso a la organización internacional del sistema mundial que conocemos hoy. La segunda, en cambio, ha persistido por ejemplo en la tendencia del sentido común a asignar a la población identidades étnicas – “indios, negros, aceitunados, amarillos, blancos, mestizos” -, vinculadas en sus orígenes a las formas de organización del trabajo y el poder en las sociedades coloniales.
A esto se refería José Martí en 1891, en su ensayo Nuestra América, al examinar la trayectoria y los desafíos del proceso de formación de repúblicas independientes en las que habían sido posesiones coloniales de España en América. Una de esas dificultades radicaba, precisamente, en las formas de organización de la vida social creadas por la colonialidad, que ofrecían una tenaz resistencia a la organización de aquellas sociedades en repúblicas. “Éramos”, decía Martí,
una visión con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón norteamericano y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza.
Y añadía enseguida que el genio hubiera estado en “hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores”,
la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado.[3]
Ese llamado temprano a la inclusividad social respondía, como vemos, a la necesidad política de encarar y superar los males de nuestro legado colonial. Para Martí, como integrante de la joven generación de liberales democráticos que daría forma a nuestra contemporaneidad, si bien las guerras civiles que asolaron a nuestra región entre 1825 y 1875 tenían su origen en el hecho de que la colonia “continuó viviendo en la república”, se ingresaba en su tiempo a una circunstancia en la cual
nuestra América se está salvando de sus grandes yerros – de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen – por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia.[4]
El tiempo nuestro, como el de Martí, es uno de transición entre dos momentos distintos en el desarrollo del sistema mundial. Podía intuir él, como lo hizo, que se iniciaba el tránsito hacia un mundo organizado en Estados nacionales, que podrían relacionarse como iguales entre sí aun cuando estuviera siempre amenazado por la aspiración de alguno de ellos a la hegemonía sobre los demás. Y comprendió que en esta clase de tiempos, cargados de riesgos y de opciones de futuro, la resistencia al mal cuenta tanto como la persistencia en la lucha por el bien mayor de nuestra gente.
Desde la espiral que cabalgamos, podemos compartir con él, contra todo mal, la vigencia de su visión de la capacidad de nuestra América para la construcción de sus propias opciones de futuro. “Todo lo vence”, dijo, “y clava cada día su pabellón más alto, nuestra América capaz e infatigable.”
Todo lo conquista, de sol en sol, por el poder del alma de la tierra, armoniosa y artística, creada de la música y beldad de nuestra naturaleza, que da su abundancia a nuestro corazón y a nuestra mente la serenidad y altura de sus cumbres; por el influjo secular con que este orden y grandeza ambientes ha compensado el desorden y mezcla alevosa de nuestros orígenes; y por la libertad humanitaria y expansiva, no local, ni de raza, ni de secta, que fue a nuestras repúblicas en su hora de flor, y ha ido después, depurada y cernida, de las cabezas del orbe, - libertad que no tendrá, acaso, asiento más amplio en pueblo alguno - ¡pusiera en mis labios el porvenir el fuego que marca! – que el que se les prepara en nuestras tierras sin límites para el esfuerzo honrado, la solicitud leal y la amistad sincera de los hombres.[5]
Desde ese momento de nuestro pasado regresa hoy a nuestro presente la certeza en nuestras capacidades para la construcción de nuestros futuros desde nuestra fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en la necesidad de luchar por el equilibrio del mundo.
Alto Boquete, Panamá, 21 de agosto de 2024
[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 19-20.
[2] “Colonialidad y clasificación social”, en Cuestiones y Horizontes : de la dependencia histórico-estructural a la
colonialidad/descolonialidad del poder. CLACSO, Buenos Aires, 2014. https://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20140424014720/Cuestionesyhorizontes.pdf
[3] Ibid, VI, 20.
[4] Ibid, VI, 19.
[5] “Discurso pronunciado en la velada artístico – literaria de la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889, a la que asistieron los delegados a la Conferencia Internacional Americana.” Ibid. VI, 138-139.
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