Tenemos la necesidad y el reto de estudiar y sistematizar las experiencias de los progresismos de esta primer mitad del siglo XXI y sus perspectivas. ¿Qué los pone en movimiento? ¿Qué logran? ¿Por qué avanzan o se derrumban? ¿Qué aprendizajes dejan?
Nils Castro / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
La sucesión de intervenciones no articulaba un debate, sino una letanía de quejas por la inconsecuencia de los líderes soviéticos que, con el agua sucia así tiraban al desagüe la criatura del socialismo. No nos percatábamos aún de que, hacía tiempo, en esa tina ya no quedaba niño. En el cónclave prevalecía el desconcierto de unos y otros ante el abrupto vacío surgido al desaparecer el referente que la mayoría de las izquierdas habíamos tenido en común. Esfumado este, incluso para poderlo criticar, no pocos perdían hasta su propia identidad.
En ese ambiente, intervine a contravía. “Esto hay que asumirlo como una emancipación”, dije, “ahora no queda otra que ser socialistas por nuestra propia cuenta”, según nuestras propias condiciones y expectativas. Y ante la reacción ceñuda de algunos, agregué: ninguna tesis de Carlos Marx ha sido desmentida por lo que sucede en Moscú, y el socialismo sigue siendo necesario. Y no sin malicia añadí: “esto ahora toca asumirlo como lo vivió Lenin cuando, en medio de su patria oprimida y atrasada llamó a hacer la revolución, sin esperar a que hubiese ninguna Unión Soviética que viniera a decirle cómo hacerlo, ni a ayudarlo.”
Siguió un silencio malhumorado. Hasta que al cabo unos pocos pero recios aplausos sonaron al fondo. Hoy de aquel episodio ya hacen más de 30 años.
Yo había sobrevivido ya el trauma del niño que supo que Santa Claus no existe. En Cuba había vivido, en la intensidad de los años 60 y los primeros 70, “el corrimiento hacia el rojo”. De allí provino la ilusión de que la declaratoria socialista de la Revolución, respaldada enseguida por la asistencia técnica y económica de la URSS, aceleraría la lucha contra el subdesarrollo dentro de nuestro propio modelo latinocaribeño, con lo cual para el año 2000 seríamos ya un país relativamente desarrollado.
No conocí en aquellos años ninguno de los llamados “países socialistas”, quizás porque se me tenía por herético. Esa oportunidad solo la tuve mucho después, en otra época, tras mi regreso a Panamá. Y fue como representante de un gobierno capitalista y de un partido entre nacional‑revolucionario y socialdemócrata que, al agravarse la crisis de sus relaciones con Estados Unidos, buscó en Moscú una mano amiga. La experiencia de un par de visitas fue categórica. La hospitalidad del Departamento de Relaciones Internacionales del PCUS fue amable, pero las citas con el gobierno se concedían con creciente renuencia. Con lo cual hubo tiempo para recorrer esa ciudad y la bella Leningrado, en una suerte de turismo político dilatorio.
Esos paseos evidenciaron que –gracias a mis viejos aprendizajes cubanos– yo conocía mejor las peripecias de le revolución rusa y de la defensa soviética frente a la invasión nazi que mis cordiales anfitriones. Visitando el Museo del Ejército Rojo, o el Gran Salón del Instituto Smolny, el guía resulté ser yo, comentándoles lo que veíamos, hasta evidenciarse una conclusión: en anterior época la tarea de atender visitantes seguramente había sido ejercida por cuadros revolucionarios, pero ahora era ejercida por serviciales empleados públicos, más avezados en entretener anfitriones que en exponerse a explicar historia e ideas revolucionarias.
Al cabo, la respuesta oficial a la propuesta panameña fue contundente: un año antes Moscú se desvivía por lograr que Panamá autorizase siquiera un consulado soviético. Pero ahora –llegada la hora brava– prefería ignorar nuestra oferta de relaciones diplomáticas, comerciales y colaboración. Como más tarde, en un siguiente viaje, el propio Mijaíl Gorbachov me diría –cuando ya la sangrienta invasión estadunidense había ocurrido–, que el equilibrio global era un tema de alta sensibilidad en el que la URSS tenía una gran responsabilidad, y Panamá era un asunto demasiado marginal para arriesgarla[1]. Pero ya para entonces el secretario general del PCUS y su perestroika olían a naufragio.
Esto me llevó a afirmar que más que condolerse tocaba ser socialistas por nuestra propia cuenta, en aquella mañana de 1992 en el anfiteatro de la ex embajada soviética, donde ya habían arriado la bandera roja. Y con ello pasar la página de cuando aún subsistía el paradigma del añejo mastodonte entumecido desde los años de Leonid Brezhnev, que para entonces ya se había vuelto cada día menos solidario con Cuba.
Pero si bien las decepciones adquiridas en Moscú me habían hecho más evidente que el llamado “modelo soviético” carecía de vitalidad para nuestras aspiraciones de liberación nacional y transición a un eventual socialismo, para muchos de mis compañeros panameños, mexicanos y latinocaribeños, la mansedumbre con que los comunistas soviéticos asumieron entonces la proscripción del PCUS y la disolución de la URSS fue un acontecimiento más sorprendente y traumático.
Como hace más de diez años lo comentó Roberto Regalado[2], “la Revolución de Octubre fue el referente de todas las revoluciones socialistas del siglo XX y de la mayoría de los partidos revolucionarios que en esa centuria lucharon por el poder”. En Moscú, en consecuencia –agrego yo– estaban quienes habían realizado con éxito la revolución y el socialismo, y sus discípulos. Tras Stalin, su palabra era el Talmud. En ese entonces –antes de la Revolución cubana y de la oleada insurgente europea y americana de 1968–, las controversias y rupturas dentro del movimiento comunista más vinieron de cuestionar lo que cada facción consideraba “desviaciones” respecto a los apotegmas soviéticos posleninistas, que del debate de nuestras respectivas visiones sobre la naturaleza del proceso y el partido revolucionarios apropiado a las distintas realidades y oportunidades nacionales, y sus correspondientes protagonistas sociales.
El modelo de Estado y sociedad estereotipado por Stalin –como dice Regalado– se destinaba a “aplicarse” a cada país que asumiera la identidad socialista, con solo hacerle “adaptaciones” a cada entidad nacional, ya fuese tanto en Polonia como en China[3]. Ante la crítica a su mecanicismo –agrego yo– su defensa alegó que era ese y no otro el “socialismo real”, es decir, el único que realmente existía. Implantado, de facto, en los países ocupados por el ejército soviético tras la derrota del nazismo y no como producto de sus respectivos procesos nacionales, ese modelo enseguida fue roto en Yugoslavia y rechazado en China –países donde la revolución ocurrió y era sostenida por sus propias fuerzas nacionales–, con derivaciones intelectuales que enseguida fueron satanizadas como herejías.
Así las cosas, para la mayoría de los latinoamericanos la ruptura final con el paradigma soviético y el “socialismo real” vendría a desarrollarse después de la crisis terminal de la URSS –como apuntó Regalado–, lo que para muchos fue una experiencia traumática. Al constatarse, este fiasco dejó claro en que ya no cabía pensar en “hacer remakes de la Revolución de Octubre en condiciones que son muy distintas de las de la Rusia de 1917, sino de emplear de manera creativa el método de Marx […] para llegar a conclusiones propias”, sobre cómo cabe arribar a revoluciones, Estados y sociedades emancipadas y orientadas al socialismo en la América Latina y el Caribe del siglo XXI.
Esto implica que “para ello, hay que sepultar los vestigios del ‘marxismo oficial’ soviético”. Como en tiempos de Lenin en vísperas de Octubre –cuando no había “marxismo soviético” de por medio–, ahora corresponde pensar de nueva cuenta, en otras realidades, expectativas, tiempos y condiciones, sobre qué es el socialismo y cuál es el sujeto o los sujetos revolucionarios con quienes acometerlo. Esto es, con la participación de cuáles protagonistas sociales, y cómo se forma el bloque social revolucionario con tales sujetos. De hecho, ese es el tema básico de mi libro Las izquierdas latinoamericanas a la hora de crear, cuyas primeras ediciones se publicaron en 2012.
El imperativo de repensar, redescubrir y recrear las opciones revolucionarias, desde otros y nuevos entornos, no es nuevo en nuestra América. En el siglo XX a ello dedicaron lo mejor de su vida y pensamiento José Carlos Mariátegui en los años 20 y, casi medio siglo después, Ernesto el Che Guevara. Y ambos habían tenido en el siglo XIX un fecundo precedente en José Martí. De este último no solo tenemos su caracterización del sujeto revolucionario en el conocido verso “con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar”[4], sino una definición aún más precisa –que además del sustrato clasista contiene una clara connotación nacional‑liberadora– que dice: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de los opresores”[5].
Sin embargo, sujetos no solo son quienes realizan, sino aquellos a quienes las acciones de los revolucionarios convocan, y que al calor de esas acciones van haciéndose capaces de asumir su sentido y, dado el caso, de sostenerlo. Del más notable discípulo de Martí, Fidel Castro, tuvimos una definición del sujeto social de la Revolución en su primera gran proclama, La historia me absolverá –el programa del Moncada–: este sujeto es el pueblo cubano, descrito en términos no solo latinocaribeños y acertados sino en que ese pueblo podía sin dificultad comprender y secundar:
Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, no le íbamos a decir: “Te vamos a dar”, sino: “¡Aquí tienes, lucha ahora con toda tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad![6]
Esta definición del sujeto y de su campo social muy poco tienen que ver con las generalmente utilizadas –y hasta santificadas– por los marxismos europeos más oficialistas, y por el marxismo soviético, las del proletariado obrero. Pero en cambio sí tenían honda raíz en la experiencia y el lenguaje de la clase media y popular cubanas y, con ello, mucho sentido atinado y eficaz. Aunque no tenga la precisión de una definición de manual, sí tenía el aval de 100 años de lucha y la prueba fehaciente de la victoria de Movimiento 26 de Julio y el Ejército Rebelde.
Y, por otro lado, La historia me absolverá hizo bastante más: constituyó un llamado a enfrentar a la dictadura sin contemplaciones y ofreció un programa de la Revolución sin mencionar siquiera al socialismo. Porque, como el propio Fidel lo recontaría años después,
La revolución tiene distintas fases. Nuestro programa de lucha contra Batista no era un programa socialista ni podía ser un programa socialista realmente. Porque los objetivos inmediatos de nuestra lucha no eran todavía, ni podían ser, objetivos socialistas [porque estos] habrían rebasado el nivel de conciencia política de la sociedad cubana en aquella fase; habrían rebasado el nivel de las posibilidades de nuestro pueblo en aquella fase. Nuestro programa en el Moncada no era un programa socialista. Pero era el máximo programa social y revolucionario que en aquel momento nuestro pueblo podía plantearse.[7]
Es decir, el del Moncada era lo que ahora llamaríamos un programa democrático y progresista que, liderado por una dirección coherente, se cumplió con rapidez. Con lo cual abrió camino a alentar metas de mayor alcance, con base en la adhesión, organización y participación de un amplio diapasón abarcador del conglomerado de dicho sujeto, hasta adquirir una vocación socialista a la cubana, proclamada a posteriori en la víspera de la batalla de Playa Girón. Para hacerlo factible había sido decisivo que la institucionalidad que antes había sostenido a la dictadura –su ejército y policía, sus partidos y parlamento, la burocracia gobernante y la prensa reaccionaria– desde los primeros días fue desmantelada por la victoria del Ejército Rebelde y la rebelión antibatistiana de las ciudades.
Nada de ello figuraba en las escrituras del marxismo soviético y, por lo tanto, incitaba a desarrollar un socialismo y un marxismo latinoamericanos –de las diferentes latitudes latinoamericanas–, por nuestra cuenta propia. De ahí su enorme impacto creativo, que en los años 60 motivó a millares de jóvenes en los diversos parajes y circunstancias del continente y más allá. Las Revoluciones del 68 –en sitios tan diferentes como Chicago, Paris, México o Praga– tuvieron a ese influjo entre sus estímulos.
No obstante, la Revolución Cubana desde el inicio estuvo bajo creciente acoso estadunidense. Los moncadistas nunca tuvieron contacto previo con ninguna instancia de los países llamados socialistas, ni tampoco su concepción de cómo ni para qué hacer la revolución tuvo antecedentes en ninguno de aquellos parajes. Pero su anunciada determinación de eliminar los privilegios e injusticas socioeconómicas y morales usufructuados por las élites, empresas, bribones e intereses dominantes –incluidos los norteamericanos– de inmediato disparó la escalada de sanciones estadunidenses. Lo que, lejos de amedrentar al pueblo cubano, lo alentó a ahondarle a su revolución el carácter de movimiento liberador nacional, solidario con las causas anticolonialistas y, al cabo, su antimperialismo.
El acercamiento a la Unión Soviética y el bloque socialista no fue causa sino consecuencia del acoso y amenazas estadunidenses. A eso contribuyó, en ese momento, la oportuna interpretación de aquella coyuntura por el liderazgo de Nikita Jruschov, como manera de mostrarle al mundo que las revoluciones antimperialistas en el traspatio norteamericano tendrían respaldo soviético. Para la defensa militar y económica de la Revolución Cubana ese apoyo fue providencial. No obstante, los orígenes, el sentido y la evolución del proceso cubano y de su socialismo endógeno fueron anteriores a su primer contacto con los soviéticos.[8]
Sin embargo, a larga la colaboración con los funcionarios y técnicos soviéticos –forzada, alargada y ahondada por la agresividad norteamericana– permeó a la Revolución en el plano doctrinario y en las prácticas de la administración gubernamental, en la creencia de que el modelo que la Unión Soviética entonces personificaba era exitoso, por su capacidad para resistir y hacer frente al imperialismo. Ese espejismo, sin embargo, dejó de sostenerse cuando a la postre dicho modelo resultó ineficaz para resolver las crecientes demandas de los pueblos soviéticos y los crecientes costos de su rivalidad con las grandes potencias capitalistas.
Así las cosas, la agresividad estadunidense y la consiguiente influencia soviética sesgaron el proyecto original de la Revolución cubana, tanto en el plano ideológico como por la profusa difusión del modelo soviético de interpretación del marxismo, como por la adopción de varios componentes del modelo soviético de administración del Estado. Durante unos años, en Cuba se pensó que la persistencia de deficiencias en el desarrollo de la economía y de la sociedad se debían a insuficiencias en la aplicación de aquel modelo. Pero, cuando en los años 80 se fue evidenciando que el desarrollo de la URSS presentaba crecientes dificultades, para el liderazgo cubano quedó en claro que la falta de mayores éxitos se debían a deficiencias del modelo mismo, más que de la manera de adoptarlo.
En 1989, Fidel Castro apeló a anunciar el proceso de “rectificación de errores y tendencias negativas”, dirigido a identificar y corregir equívocos, y proponer alternativas propias, y desarrollar un camino autóctono y más eficiente para la Revolución Cubana. Se promovió en los distintos sectores del país la discusión crítica y autocrítica para la corrección de deficiencias y revisión de métodos, se implementaron cambios para mejorar la gestión económica y reducir la dependencia y, en el plano ideológico, se cuestionaron los estereotipos antes difundidos.
Como sabemos, al desplomarse la URSS y el llamado “campo socialista” del este europeo, Cuba quedó aislada y perdió abruptamente la abrumadora mayor parte de sus fuentes de abastecimiento y sus mercados. En esas circunstancias, la política estadunidense endureció el bloqueo económico. En la Isla fue necesario instrumentar el llamado Período Especial, que obligó a adoptar múltiples formas de medidas de emergencia para poder subsistir. Eso impidió continuar hasta sus últimas consecuencias el proceso de rectificación de errores hasta originar un nuevo modelo cubano.
Pasado lo peor, en el año 2005, durante un debate con estudiantes de la Universidad de La Habana, Fidel sentenció: “Una conclusión que he sacado al cabo de muchos años entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante error era creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía de cómo se construye el socialismo”. Lo cual implicaba estudiar y debatir el tema en Cuba, entre cubanos, para producir conclusiones propias acerca de qué entender por socialismo y modo de vida socialista y, a partir de las realidades y las limitaciones cubanas, y cómo al liderazgo y a la sociedad cubana les tocaría desarrollarse en esa dirección.
No obstante, en las condiciones de plaza sitiada, aislamiento y escasez material, esa discusión aún no ha fructificado en Cuba, donde esta larga situación ha sobreimpuesto la prioridad de las decisiones de ensayo y error para la supervivencia inmediata. Sin embargo, tal situación en el largo plazo puede generar un régimen socialmente insostenible pues, amén de resistir al bloqueo estadunidense, sostenerlo también exige expandir la productividad tanto para satisfacer las necesidades diarias como las expectativas de la población, así como renovar la confianza, el ánimo y el respaldo de los diversos sectores sociales en el liderazgo del país.[9]
Esta experiencia, cuyas alternativas aún siguen sin dilucidar, inevitablemente incide sobre lo que en América Latina actualmente pueda entenderse como el sentido, la factibilidad y la subsistencia de cualquier proyecto progresista o tendiente a cuál socialismo.
Desde la difusión del pensamiento anticolonial de José Martí y en particular tras la Revolución mexicana de 1910, la amplia convocatoria popular del nacionalismo revolucionaria latinoamericano ha hecho vastas contribuciones a la desintegración del sistema colonial y neocolonial.
Pero hace largo tiempo en nuestro Continente no se plantea una próxima posibilidad efectiva de emprender una revolución –en el sentido clásico del concepto–. Aún así, hasta hace pocos años el debate ideológico latinoamericano siguió preso de la disyuntiva entre reforma o revolución, lo cual a su vez conlleva preguntarse por qué, a mediados del siglo pasado, en Cuba un movimiento democrático progresista, tras vencer a la dictadura se convirtió en uno de liberación nacional que en breve se vio transformado en una Revolución con vocaciones socialistas de amplísima repercusión continental.
Aquello ocurrió al concurrir dos condiciones:
1. el Ejército Rebelde campesino y la insurrección urbana, conducidas por un conglomerado de jóvenes intelectuales de clase media, remataron el proceso desbandando a la institucionalidad que sustentaba al sistema política anterior –el ejército, la policía, la “clase” política y jurídica y sus partidos, los mayores medios de comunicación y sus respetivas aureolas de autoridad– (situación que enseguida desató amenazadoras reacciones del imperialismo norteamericano);
2. en medio de ese momento de la Guerra Fría, tras el deshielo postestalinista, el liderazgo de Nikita Jruschov creyó oportuna la coyuntura para hacer ver que una Revolución en el traspatio estadunidense tendría el respaldo soviético –causando gran expectativa mundial–, lo que fue providencial para el pueblo cubano y sus noveles líderes, que no habían tenido antes relación alguna con el campo del socialismo “real” ni sus filiales políticas transcontinentales (un desplante moscovita que, sin embargo, en pocos años menguaría).
Desde hace muchas décadas semejante conjunción de ambas condiciones ––o alineamiento de astros– no ha vuelto a ocurrir. Esto ha hecho tanto menos factibles otros proyectos revolucionarios, empezando por los alentados tras la Segunda Declaración de La Habana y sus generosas y heroicas realizaciones[10] y martirologios.
Actualmente no hay Revoluciones en curso ni revolucionarios ocupados en preverlas y organizarlas. No están dadas las condiciones externas ni internas que posibiliten emprenderlas con éxito[11]. No lo están ahora, ni en el corto ni el mediano plazo que puedan preverse. Así las cosas, las organizaciones de la izquierda revolucionaria (la que lo es o la que dice serlo), no pueden hacer ahora la Revolución, ni se ocupan en prepararla.
Antes bien, desde que el chavismo asumió el gobierno de Venezuela en 1999 a la fecha, hemos tenido izquierdas que promueven e impulsan los movimientos que llamamos progresistas, a los cuales otra izquierda los critica y descalifica aduciendo que esa conducta no es ni será verdaderamente revolucionaria, pues no lucha por remplazar al capitalismo por un socialismo. Sin embargo, estos críticos tampoco emprenden ni preparan una Revolución.
En la práctica –si es que ella es el criterio de la verdad– lo que caracteriza al panorama actual y el previsible en nuestra América son las posibilidades, alcances, potencial y falencias del progresismo.
Eso no hace que hoy por hoy las transformaciones revolucionarias sean menos necesarias. Los tiempos neoliberales y posneoliberales son pródigos en desigualdades y pobrezas, como en abusos y humillaciones neocoloniales. Si, como observaba Fidel, las causas objetivas –explotación y miseria– son a su vez el factor motivador del desarrollo de causas subjetivas de los sentimientos y la conciencia revolucionarios, se evidencia que las izquierdas hoy no son menos sino más necesarias para el pensamiento, la motivación política, el accionar y la producción de historia latinoamericana.
Pero, en estas circunstancias, si las personas, corrientes y organizaciones de las izquierdas llamadas revolucionarias, hoy no están dedicadas a preparar ni en hacer una Revolución, entonces ¿de qué otra cosa se ocupan?
Desde luego, de denunciar los abusos, inequidades e injusticias consustanciales al capitalismo y al sistema imperialista y neocolonial, y de luchar contra las más acuciantes de sus manifestaciones concretas. Y es la continuidad y reiteración de múltiples formas de luchas concretas por móviles de justicia y solidaridad lo que mejor propicia la formación de desarrollo político popular –la producción de contracultura popular–. Al decir del propio Fidel, las vicisitudes y el desarrollo de las experiencias propias de lucha contra las vilezas del sistema generan más conciencia revolucionaria que la prédica de manuales doctrinarios.
En esto no difieren sino que concurren quienes hace poco aún segregábamos y oponíamos como real o supuestamente reformistas vs. revolucionarios, disyuntiva hipotética que hasta hace poco servía para dividirnos en sectas, antes que para fortalecer las campañas que deben ser comunes a todas las izquierdas.
Por supuesto, en el plano político e ideológico siempre habrá unos individuos, corrientes y agrupaciones menos o más decididas, audaces y radicales –y con mayor o menor visión estratégica del largo plazo–. De hecho, las auténticas izquierdas nunca serán ejércitos uniformes (son los conservadores quienes más tienden a la uniformidad, mientras que la innovación y la exploración de alternativas es lo propio de las izquierdas). Pero eso no es óbice para detectar y desarrollar franjas e iniciativas de acción conjunta; la unidad se produce a lo largo del actuar juntos, de cooperar.
En este contexto, ¿en qué consiste a mediano plazo la diferenciación entre “revolucionarios” y “reformistas”? Ahora y en el mediano plazo previsible, en la sucesión de las posibilidades progresistas y sus alcances efectivos, la práctica ha eliminado barreras y unos y otros pueden y deben trabajar juntos.
Unos aspirarán a que esas posibilidades tengan desarrollos de mayor alcance. Un progresismo con aspiración o perspectiva socialista, y otro sin pensar en eso. Su diferencia estará en el horizonte teórico de sus convicciones:mejorar la vida popular que existe ahora, o aspirar a cumplir el supuesto teórico de que en un momento habrá oportunidad de dar el eventual salto del sistema capitalista a uno “socialista”, cuando ello pueda emprenderse con el amplio y fuerte apoyo popular que lo haga factible y sostenible.
Pero en la lucha real actual eso no tiene por qué separarnos. En la práctica lo que tenemos son dos desafíos. Por un lado, asumir la vasta experiencia generada luego de la asunción de Chávez y la ola progresista que le siguió en varias latitudes de este Continente, con su acumulado de altas y bajas, aciertos, errores y potencialidades desaprovechadas, de movimientos y gobiernos progresistas (mejores o peores, sostenibles y repetibles o no, susceptibles de convertirse el algo superior o no, o de llegar a ser el anticipo de algo mayor o no).
Por el otro, y en íntima relación con el anterior, la necesidad de evaluar a la Nueva Derecha y al Neofascismo criollo como réplicas reaccionarias y como antagonistas del progresismo. Ambas tareas son imprescindibles para encarar la disputa por el control y canalización de las nuevas expresiones de la insatisfacción y el descontento populares.
En otras palabras, tenemos la necesidad y el reto de estudiar y sistematizar las experiencias de los progresismos de esta primer mitad del siglo XXI y sus perspectivas. ¿Qué los pone en movimiento? ¿Qué logran? ¿Por qué avanzan o se derrumban? ¿Qué aprendizajes dejan? La necesidad de desarrollar el examen sistemático del tema ya es imperiosa. ¿Pueden ser las experiencias progresistas el camino para llenar la brecha que capacite a las masas populares para mejorar su actual situación, y para abrir camino de esta realidad a otras aún mejores?
Porque, parafraseando la cita fidelista, este es, hoy por hoy, el máximo programa social y revolucionario que en estos momentos nuestros pueblos pueden plantearse.
Lo que no implica desde ya mismo proponer una teoría de los progresismos latinoamericanos, sino de legitimar la discusión del tema. Se trata de la necesidad de plantearse un campo de discusión del progresismo, que permita atender el requerimiento de proponer una teoría del progresismo latinoamericano, y de la necesidad de despejar la hoja de ruta latinoamericana para un socialismo por cuenta propia.
[1]. El Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias de la URSS organizaba un encuentro anual de dirigentes políticos latinoamericanos con latinoamericanistas soviéticos, mediante un acuerdo con la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPPAL), de la cual yo era secretario ejecutivo. Ese año el encuentro –el último– coincidió con la celebración del aniversario de la Revolución de Octubre, la parada militar y el coctel en el Kremlin. Se programó un encuentro de 8 minutos con Gorbachov, con el visible fin de legitimar la perestroika. Dado que aún el ejército estadunidense ocupaba Panamá, el grupo latinoamericano me designó su vocero. Al plantearle el tema, el diálogo concluyó ásperamente, sin que se llegase a escuchar el proyecto de Gorbachov.
[2]. Ver “El derrumbe de la URSS y su impacto en América Latina”, en Cubadebate, Revista del Domingo, del 21 de julio de 2012.
[3]. De hecho, tras las luchas de la revolución rusa por sobrevivir al acoso y las intervenciones extranjeras, el modelo “universal” estalinista de partido y revolución fue el que se adecuaba a la tarea fundamental de defender el Estado soviético como bunker de la Revolución en general, más que a la tarea de hacer la revolución en cada otro país. Lo que en la práctica condujo a los partidos comunistas a ser órganos indefinidamente destinados a “acumular fuerzas” a vez que, de hecho, a posponer el emprendimiento de la revolución en sus respectivas naciones.
[4]. “Versos sencillos” III, de 1891.
[5]. En “Nuestra América”, ensayo publicado en 1891.
[6]. Ver Marilys Sánchez Pupo: “El concepto martiano de pueblo”, en Radio Rebelde, el 23 de junio de 2003. Puede consultarse en www.radioreblede.cu/noticias/comentarios/comentarios1-230608html
[7]. Fidel Castro, el 18 de noviembre de 1971. Ver Conversación con los estudiantes de la Universidad de Concepción, Chile, en Fidel soldado de las ideas (fidelcastro.cu). Frase final puesta en cursivas por N.C.
[8]. En palabras de Fidel Castro: “a nadie debe caberle la menor duda de que existiera o no la URSS y el campo socialista, nosotros habríamos atacado el Moncada, habríamos desembarcado en el Granma, habríamos alcanzado el Primero de Enero y habríamos luchado en Girón”. Ver discurso pronunciado el 26 de Julio de 1966, en www.cuba.cu/gobierno/discursos/esp/f260795e.html
[9]. La sostenibilidad no depende apenas de la legitimidad de la administración existente, sino más de su eficiencia para satisfacer las expectativas del pueblo que debe aportar la voluntad de mantenerla. Se trata de un situación de real gravedad, allí donde ya más de una vez la Revolución se ha ido a bolina, como en 1898 y en 1930.
[10]. Más allá de la implantación de varias dictaduras contrainsurgentes, a la postre las guerrillas latinoamericanas tuvieron importantes consecuencias para la redemocratización liberal del Continente.
[11]. Como en tiempos de Enrico Berlinguer, con Italia bajo el control militar estadunidense de toda Europa Occidental, y con el pueblo italiano sin voluntad de volver a emprender otra guerra junto a sus partisanos, el Eurocomunismo pasó a ser una opción más revolucionaria que tanto a la unción a la égida inmovilista soviética como a la socialdemocracia.
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