En la batalla que se libra en Honduras, se dirime la posibilidad de revertir la oprobiosa dominación de las élites oligárquicas sobre las grandes mayorías de trabajadores, campesinos y pueblos indígenas y afrocaribeños: una condición ineludible para avanzar en la construcción de una sociedad realmente democrática.
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“La historia de Honduras” –dice un doloroso verso del poeta Roberto Sosa- “puede escribirse en un fusil, sobre un balazo, o mejor, dentro de una gota de sangre”. Así fue, en general, el siglo XX hondureño. Pero esa historia, que sufrió su pueblo y que explica sus desgarramientos sociales y pobrezas contemporáneas, se pensó y escribió desde otro lugar, para alcanzar espurios intereses.
En 1920, H.V. Rolston, socio de Sam Zemurray en el negocio de la plantación bananera y de lo que, años después, sería la Cuyamel Fruit Company, remitió una carta[1] a su abogado en Honduras, Luis Melara, en la que delineó las intenciones del capitalismo monopólico estadounidense para este país: devorar tierras, acaparar riquezas, obtener concesiones sin límites y “erigirnos una situación privilegiada, a fin de imponer nuestra filosofía comercial y nuestra defensa económica”.
En su misiva, Rolston expresa el desprecio cultural del imperialismo hacia nuestros pueblos, en particular el hondureño, y su estrategia para conquistar a las oligarquías y dirigencias políticas a favor de sus planes: “La observación y estudio cuidadoso, nos permite asegurar que este pueblo envilecido por el alcohol, es asimilable para lo que se le necesite y destine; es en nuestro interés preocuparnos porque se dobleguen a nuestra voluntad, esta clase privilegiada, que necesitaremos a nuestro exclusivo beneficio; generalmente, estos como aquellos, no tienen convicciones, carácter y menos patriotismo; y sólo ansían cargos y dignidades, que una vez en ellos, nosotros se los haríamos más apetitosos”.
Esa clase privilegiada, tan dócil para doblegarse a los intereses extranjeros, según la describe Rolston, es la misma que protagonizó y prolonga el golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya: la rancia oligarquía, los militares apátridas, las cámaras de empresarios, los dueños de medios de comunicación y las jerarquías eclesiásticas -católicas y protestantes-, empeñados todos en que el siglo XXI hondureño sea, cada vez más, un retrato fiel de la historia de la banana republic del siglo XX.
La naturaleza del “pensamiento” de esta clase privilegiada, que no ve más allá del horizonte de su propio beneficio económico y de la ampliación de su poder, quedó ilustrada en las recientes declaraciones del empresario Adolfo Facussé (La Jornada, 30-09-2009), uno de los autores intelectuales del golpe, y en las que propone su “solución” a la crisis hondureña: la intervención de una fuerza militar extranjera compuesta por soldados de tres países amigos de Estados Unidos (la intervención imperial); la impunidad para Micheletti (“que se vaya para su casa”, “aquí tenemos un verdadero patriota”, dijo el empresario) y, al mejor estilo de la justicia del terror en las novelas de Kafka, el sometimiento del presidente Zelaya a un proceso judicial “por todos los crímenes que cometió”.
Es decir, Zelaya, la víctima del golpe de Estado y del secuestro por parte de los militares, y que ninguna responsabilidad tiene en las casi dos decenas de muertes registradas, ni en las más de 4000 detenciones irregulares ordenadas por la dictadura de Micheletti, resulta ser ahora el criminal más peligroso y el enemigo público de los hondureños.
Demasiado cinismo, demasiada desvergüenza. Pero esto revela, al fin y al cabo, el grado de desesperación que cunde en las filas de la derecha. Porque, ni la heroica resistencia del pueblo hondureño, estimulada por el “sorpresivo” regreso de Zelaya a Tegucigalpa, ni la aparición de Brasil en el tablero geopolítico centroamericano, junto a la condena –casi- universal del golpe de Estado por parte de la Asamblea General de Naciones Unidas, entraban en los cálculos de esos privilegiados usurpadores.
El pueblo hondureño, que resiste diariamente la represión, tiene ante sí un desafío de proporciones mayúsculas, con eventuales repercusiones positivas a nivel nacional y regional. No se trata solamente de restablecer en el poder al presidente constitucional, para que dé cumplimiento a su mandato popular, sino de algo más profundo y decisivo.
En la batalla que se libra en Honduras, se dirime la posibilidad de revertir la oprobiosa dominación de las élites oligárquicas sobre las grandes mayorías de trabajadores, campesinos y pueblos indígenas y afrocaribeños: una condición ineludible para avanzar en la construcción de una sociedad realmente democrática. Algo que, demostrado está, no ha existido nunca en ese país. Y Micheletti, Facussé y compañía, pretenden que las cosas sigan así.
El posible desenlace de la crisis no se vislumbra con claridad todavía. Pero en Honduras ya se escribe una historia nueva: la de una tierra de mujeres y hombres dignos y libres, capaces de soñar y dispuestos a forjar otro país posible. Una historia que nunca más deberá ser escrita en una gota de sangre.
Nota
[1] Alcides Hernández, economista e investigador hondureño, recupera este documento histórico en su libro de 1994: “La integración de Centroamérica. Desde la Federación hasta nuestros días”, publicado en San José de Costa Rica por la Editorial del Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI).
[1] Alcides Hernández, economista e investigador hondureño, recupera este documento histórico en su libro de 1994: “La integración de Centroamérica. Desde la Federación hasta nuestros días”, publicado en San José de Costa Rica por la Editorial del Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI).
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