El 25 de octubre, los uruguayos deberán decidir si incluyen, junto al voto de su preferencia política, una papeleta de color rosa que anule la ley de impunidad. Los ojos del continente tienen la mirada puesta en ese pequeño y querido país del sur. Como sostienen algunos teóricos: el antónimo de olvido no es memoria, sino justicia.
El 25 de octubre los ciudadanos uruguayos enfrentan una elección compleja en la que dirimirán paralelamente la posibilidad de un segundo gobierno del Frente Amplio, la obtención del voto en el exterior y, sobre todo, la decisión de anular –por la vía plebiscitaria– la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que fue aprobada a la salida de la dictadura cívico militar en diciembre de 1986.
Ésta ha constituido el marco jurídico de la impunidad y a su amparo han encontrado protección los “delitos cometidos hasta el primero de marzo de 1985 por funcionarios militares y policiales, equiparados y asimilados por móviles políticos o en ocasión del cumplimiento de sus funciones y de acciones ordenadas por los mandos que actuaron durante el periodo de facto” (artículo 1º). Este engendro jurídico eliminó el ejercicio de la coerción judicial sobre los uniformados, consagrando así la desigualdad de los uruguayos ante la ley, y destruyó la separación de poderes al obligar al juez, por su artículo 4º, a remitir a la presidencia de la república toda denuncia sobre personas desaparecidas así como de menores presuntamente secuestrados en similares condiciones, a fin de que éste califique la procedencia o improcedencia del acto denunciado.
Todos los presidentes inmediatamente posteriores al restablecimiento del orden civil ampararon con esta ley a los criminales de lesa humanidad. Centenares de denuncias promovidas por los familiares de los detenidos-desaparecidos regresaron a los juzgados con el sello del Ejecutivo que ordenaba al Poder Judicial considerar el caso amparado y con la indicación de archívese. Ni siquiera fueron exentados y sometidos a investigación los sumarios de los bebés secuestrados en el marco de la represión cuyo paradero investigaban los organismos de derechos humanos de ambas márgenes del Plata con objeto de restituirles su identidad y reintegrarlos a sus familias originarias. Así, por ejemplo, Simón Riquelo logró enterarse a los 26 años de edad que era hijo de Sara Méndez, de cuyos brazos fue arrebatado a los 22 días de vida, y no el vástago de un funcionario policial argentino, mientras Macarena Gelman, la nieta del poeta, consiguió recuperar su identidad y lo que quedaba de su familia originaria, no así los restos de su madre, desaparecidos en alguna unidad militar.
Este ciclo de impunidad plena se modificó, en alguna medida, cuando el gobierno frenteamplista, que asumió en 2005, logró manejarse entre los pequeños resquicios que dejó el funesto artículo 4º y desclasificó algunos casos importantes de los más de 200 detenidos desaparecidos en el curso de la represión dentro y fuera de las fronteras nacionales, en el marco de la Operación Cóndor. Una decena de militares han sido procesados, junto a dos civiles, no amparados por la ley. Me refiero a Juan María Bordaberry, el presidente constitucional que en alianza con las fuerzas armadas rompió el orden institucional, en 1973, y Juan Carlos Blanco, su ministro de Relaciones Exteriores.
Se constatan algunos avances, desde este momento, en materia de escudriñar la verdad y aplicar algo de justicia. El presidente Tabaré Vázquez, en acuerdo con la Universidad de la República, confió una investigación minuciosa sobre los detenidos desaparecidos a un connotado equipo de historiadores, e inició excavaciones a cargo de antropólogos forenses de la misma universidad. Los resultados de estas investigaciones fueron volcados en cinco grandes volúmenes que conjuntan más de 3 mil 600 páginas, y que constituyen la demostración fehaciente del terrorismo de Estado y de ninguna manera los excesos aislados de unos pocos elementos de las fuerzas armadas, como sostienen los mandos militares uruguayos, que solapan un pacto mafioso de silencio en torno a la ubicación de los cuerpos de los desaparecidos.
Aunque nula de origen, por contravenir tanto la normativa interna como los principios universales en materia de derechos humanos, la ley sigue rigiendo a pesar de los diversos apercibimientos que ha recibido el Estado uruguayo. En 1992, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomendó a Uruguay revertirla por ser violatoria del pacto interamericano en la materia. En el mismo sentido se han pronunciado el Comité de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas y otras instancias internacionales.
Esta ley, que garantizó más de 20 años de impunidad, no pudo ser derogada cuando fue sometida a referéndum, en abril de 1989, momento en que la presencia dictatorial era un fantasma que amagaba desde las sombras. Pese a la alta votación que obtuvo su derogación, fue insuficiente para reunir la mayoría. Un manto de olvido y complicidad trató de tender el sector político civil cómplice de la dictadura sobre los crímenes del pasado. Alguno de sus integrantes y no poco representativos, como el ex presidente Julio María Sanguinetti, sostenían que no había que mirar al pasado y tener los ojos en la nuca y que todo terminaría finalmente cuando, transcurrido el tiempo, murieran las partes involucradas. Ante estos propugnadores de la amnesia social, la Coordinadora Nacional por la Nulidad de la Ley de Caducidad, con el apoyo de diversos organismos sociales y políticos, entre ellos el Frente Amplio, impulsan la anulación de la ley; buscan arrancar la venda de los ojos que durante más de tres décadas ha impedido conocer la verdad y aplicar la justicia. Esa es la apuesta del 25 de octubre, momento en que los uruguayos deberán decidir si incluyen, junto al voto de su preferencia política, una papeleta de color rosa que anule la ley de impunidad. Los ojos del continente tienen la mirada puesta en ese pequeño y querido país del sur. Como sostienen algunos teóricos: el antónimo de olvido no es memoria, sino justicia.
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