Consagrada por el Premio Nobel, reconocida a nivel internacional, editada en múltiples idiomas, homenajeada y honrada con cargos diplomáticos –es la primera mujer chilena en ejercerlos–, Gabriela Mistral sigue fiel a los principios que la llevaron, por intuición primero y por conocimientos después, a apoyar causas nobles y a denunciar injusticias.
Ximena Ortúzar / EL SEMANAL
El nombre de Gabriela Mistral se vuelve universalmente conocido el 12 de diciembre de 1945, fecha en que recibe el Premio Nobel de Literatura, el primero para América Latina. Cincuenta y seis años antes –el 7 de abril de 1889– había nacido en Vicuña, pequeño pueblo del norte de Chile. Fue hija de Juan Jerónimo Godoy y de Petronila Alcayaga, quienes la llamaron Lucila. Su niñez, marcada por situaciones adversas –su padre abandona el hogar cuando ella tiene tres años y sus estudios primarios son interrumpidos por una injusta acusación de robo–, no anulan su férrea decisión de estudiar: nada ni nadie le cerrará las puertas del conocimiento.
Autodidacta, lee cuanto llega a sus manos. A los trece años tiene acceso a la magnífica biblioteca personal de un periodista. Se acerca así a los novelistas rusos, a los pensadores franceses, a los filósofos universales y a los grandes poetas.
A los quince años comienza a dar clases como ayudante en una escuela rural del poblado de Montegrande, donde su hermana Emelina es maestra.
En periódicos de la zona publica cuentos, poemas y artículos, firmados a veces como Lucila Godoy y otras con los seudónimos de Alma, Alguien y Alejandra Fussler. A los dieciséis se inicia como maestra rural en una escuela primaria de la ciudad de La Serena. Está capacitada para hacerlo, pero quiere legitimar su labor y obtener el título. Solicita el ingreso a la Escuela Normal de esa ciudad, pero es rechazada porque, a juicio del capellán de esa escuela, las ideas contenidas en sus escritos son “ateas y revolucionarias, incompatibles con la misión de formar niños.” Sin título, sigue como educadora. Lea el artículo completo aquí…
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