Hay todo el derecho a disentir, pero no lo hay a hacer el juego a los poderosos de siempre. Ojalá las izquierdas fueran capaces de hacer en serio una estrategia propia, que las llevaran a tener más matices en sus relaciones con los gobiernos populares de nuestra región.
Roberto Follari / El Telégrafo (Ecuador)
Los actuales gobiernos populares de Latinoamérica (Chávez, Evo, Correa, Cristina de Kirchner, Rousseff) no son perfectos, ni mucho menos. No han abolido el capitalismo, ni podrían hacerlo.
Entre otras cosas porque no nacen de revoluciones sociales (las cuales, en la actual cultura posmoderna, están totalmente fuera de posibilidad histórica); y porque, ciertamente, hay que considerar que los gobiernos surgidos de revoluciones sociales tampoco han acabado con el capitalismo (ver China, Vietnam, Argelia, por dar unos pocos casos).
De tal modo, el ideologismo de izquierda que pretende que solo apoyarían a un gobierno que acabe de cuajo con el capitalismo, peca hoy de idealismo e inadecuación a las posibilidades que se dan en la realidad.
Siendo que las izquierdas dogmáticas no apoyan a gobiernos que han quitado buena parte del poder del Estado a las oligarquías tradicionales y burguesías ociosas y que han producido cierta redistribución importante del acceso a bienes y servicios, muy a menudo tales izquierdas actúan objetivamente al servicio de las derechas.
Esas derechas históricas saben bien lo que quieren: volver a disponer a voluntad del aparato del Estado. Hoy no lo tienen en Latinoamérica; al menos no lo tienen con la plenitud y comodidad que habitualmente han mantenido.
Por el contrario, es en este subcontinente donde peor les va a nivel mundial. Y mientras un neoliberalismo brutal se enseñorea terminando de empobrecer a Europa, por aquí crecemos a tasas chinas y disminuimos significativamente la brecha de la desigualdad social.
Las izquierdas siguen clamando que luchan por el socialismo, y se vuelven intransigentes con estos gobiernos. Generalmente, carecen de toda posibilidad de llegar al gobierno por sí mismas, de modo que coadyuvan objetivamente a preparar el terreno de la restauración de derechas, que algunos de ellos -torpemente- consideran conveniente, pues así “se agudizarían las contradicciones”.
Así vemos a cierta izquierda venezolana creer (o fingir creer) que el derechista proempresarial Capriles pueda seriamente... ¡ser un admirador de Lula! (según un invento publicitario para convencer incautos). Y va a votar a este candidato impulsado por el stablishment. Algunas organizaciones indígenas en el Ecuador se enfrentan sistemáticamente al gobierno, mientras en la Argentina grupos antimineros concitan sospechosamente la unidad de la derecha con la izquierda.
Hay todo el derecho a disentir, pero no lo hay a hacer el juego a los poderosos de siempre. Ojalá las izquierdas fueran capaces de hacer en serio una estrategia propia, que las llevaran a tener más matices en sus relaciones con estos gobiernos de nuestra región.
El castigo de no hacerlo -que lo sería no para las organizaciones de izquierda sino para nuestros pueblos, y sobre todo para los más pobres entre ellos- se daría por el eterno retorno del histórico bloque en el poder, en la vuelta al gobierno por parte del neoliberalismo más crudo y del capitalismo más concentrado y depredador.
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