El presidente Obama todavía puede volver sobre sus pasos y acercarse a América Latina en serio, con respeto, tolerancia y apertura intelectual. De eso dependerá que la posibilidad de un segundo mandato sea, también, la oportunidad de rectificar y ganarse un lugar destacado en la historia de las relaciones interamericanas, y no el triste rumbo del olvido por el que ahora transita.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
En abril del año 2009, un recién llegado a la Casa Blanca en Washington, el todavía reluciente Barack Obama, publicó en varios diarios latinoamericanos un artículo titulado “Escogiendo un futuro mejor para las Américas”, con el que preparaba el terreno de su primera cita oficial con los presidentes y jefes de Estado de todo el continente, menos Cuba: castigada por sus terribles pecados de dignidad y soberanía, y su tozuda resistencia al imperio.
Haciendo gala de una bien cultivada retórica, el presidente Obama proclamaba entonces un voto de buenas intenciones: “Mi gobierno se ha comprometido con la promesa de un nuevo día. Renovaremos y mantendremos relaciones más extensas entre Estados Unidos y el hemisferio, por el bien de nuestra prosperidad común y nuestra seguridad común”.
Una nueva “Sociedad de las Américas” -con la reserva del derecho de admisión al arbitrio de la potencia imperial- era lo que ofrecía el carismático pero poco informado mandatario, a un continente que, especialmente en el Sur, llevaba casi una década de movilización social y conquistas democráticas, de signo progresista y nacional-popular, que derribaron prácticamente en su totalidad el sistema de alianzas neoliberales tejido por Washington desde los años 1990.
Obama también decía a los gobiernos americanos: “Demasiadas personas en nuestro hemisferio se ven forzadas a vivir con temor. Es por eso que Estados Unidos respaldará firmemente el respeto por el estado de derecho, la mejor observancia de la ley y la mayor solidez de las instituciones judiciales”. Hablaba entonces sin el peso terrible de las ambigüedades de su posicionamiento frente al golpe de Estado en Honduras en 2009 y la hoy inocultable vinculación de funcionarios norteamericanos con aquel atentado contra la institucionalidad y la débil democracia centroamericana; hablaba sin cargos de conciencia por las más de 60 mil muertes que en México y Centroamérica ha provocado la estrategia imperial de guerra al narcotráfico; hablaba sin el peso moral del inmerecido premio Nobel de la Paz que le otorgaron (y aceptó sin reparos), y todavía sin las manchas de sangre de las aventuras imperiales que autorizó en Libia -y que ahora avanzan hacia Siria e Irán.
En aquel texto de abril, el presidente Obama le aseguraba al continente que “Estados Unidos está trabajando para promover la prosperidad en el hemisferio impulsando su propia recuperación. Al hacerlo, ayudaremos a estimular el comercio, la inversión, las remesas y el turismo que le dan una base más amplia a la prosperidad del hemisferio”.
La realidad, al cabo del cuatro años, es otra muy distinta, y quienes depositaron en el joven presidente las ilusiones del cambio y la esperanza de un reverdecer del sueño americano, hoy conviven con una pesadilla. Tal y como lo explicó recientemente David Brooks ,el corresponsal de La Jornada en Estados Unidos:
“El sueño aquí fue cancelado con las mismas políticas neoliberales aplicadas a países del “tercer mundo”, ahora implementadas en el “primer mundo”. Los resultados, en el contexto de cada país, son los mismos: desmantelamiento del estado de bienestar, privatización de funciones públicas (incluidas las guerras), ataque frontal para destruir organizaciones sociales, sobre todo sindicatos, intentos por revertir conquistas sociales (derechos laborales, de mujeres, de minorías, de educación, etcétera), mayor represión (este país ha enjaulado a más de 2 millones de sus habitantes –más que cualquier otro en el mundo– en sus prisiones), y concentración extrema de la riqueza”.
Frente a ese cúmulo de promesas incumplidas, de falsas invitaciones que niegan el diálogo respetuoso entre iguales, y ante la doble moral de un imperio que no renuncia a ninguno de sus instrumentos de poder –político, militar, económico-, nuestra América ha elegido un futuro distinto: el de la refundación de la democracia a partir de una vigorosa participación popular; el de la diversidad cultural y étnica contra el racismo y la exclusión; el de la paz antes que la guerra; el de las alternativas posneoliberales en lugar del dogmatismo privatizador y mercadocéntrico; el futurode la unidad y la integración, en el que tanto se ha logrado avanzar desde las múltiples y diversas iniciativas del ALBA, UNASUR o la CELAC. En definitiva, un futuro que se resume en la fórmula martiana: “con todos y por el bien de todos”. Y eso incluye a Cuba, aunque Washington siga en este punto no salga todavía del siglo XX.
Obama todavía puede volver sobre sus pasos y acercarse a América Latina en serio, con respeto, tolerancia y apertura intelectual. No se puede pedir menos a un hombre con su formación académica y política. De eso dependerá que la posibilidad de un segundo mandato sea, también, la oportunidad de rectificar y ganarse un lugar destacado en la historia de las relaciones interamericanas, y no el triste rumbo del olvido por el que ahora transita.
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