Mientras Estados Unidos se opone a la despenalización de las drogas, pero no a la guerra contra el narcotráfico, que se libra fuera de sus fronteras y con armamento vendido por ellos, mueve los hilos diplomáticos y pone en conflicto a los gobiernos centroamericanos.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
(Fotografía: la presidenta Laura Chinchilla, de Costa Rica, y los presidentes Otto Pérez Molina, de Guatemala, y Ricardo Martinelli, de Panamá, fueron los únicos asistentes a la fracasada cumbre sobre narcotráfico en Guatemala).
La semana que termina está teñida en Centroamérica de dimes y diretes, equívocos y aclaraciones, acusaciones y respuestas. Es la culminación de varias semanas de viajes, llamadas telefónicas y visitas de cónsules y procónsules norteamericanos, después que el flamante presidente de Guatemala propusiera legalizar el tráfico y consumo de drogas en la región.
El tema no es nuevo; ya el año pasado, en reunión en Costa Rica entre el entonces presidente de Guatemala, Álvaro Colom, y la presidenta costarricense, Laura Chinchilla, ambos había declarado su rechazo a la legalización de drogas suaves como la marihuana. El tema había sido servido por la Comisión Global de Políticas sobre Drogas en la que, con la participación protagónica de los expresidentes Ernesto Zedillo de México, César Gaviria de Colombia y Fernando Henrique Cardoso de Brasil, se había recomendado esta medida.
Es puesto nuevamente en el tapete cuando se aproxima la Cumbre de las Américas en Colombia en donde, como dijera el Secretario Ejecutivo de la OEA en Panamá, “aunque el tema es económico, seguramente se planteará alguna alternativa de lucha contra el narcotráfico como la despenalización de las drogas” y, como se sabe, cuando el río suena piedras trae.
A la despenalización de las drogas los Estados Unidos se oponen terminantemente. Su política en ese sentido es clara: guerra contra el narcotráfico; eso sí, fuera de sus fronteras y con armamento vendido por ellos. Los norteamericanos apenas han reconocido, durante la visita de Obama a México inmediatamente después de asumir su mandato, que ellos deben arrogarse su responsabilidad como el mayor consumidor de estupefacientes del mundo; pero de ahí no han avanzado más. La extrema derecha norteamericana ha llegado a proponer enviar a al ejercito de ese país al sur del Río Bravo, partiendo del criterio que México es un estado fallido que no puede encarar el problema. Es decir, aquí no es la bomba atómica la excusa, ni las armas de destrucción masiva, ni la presencia de lo talibanes; es la droga.
Ante la inminencia de la Cumbre de las Américas, el presidente de Guatemala convocó a sus pares centroamericanos para llevar una posición conjunta sobre el tema. Pero, aunque todos habían confirmado su presencia, inclusive los presidentes de México y Colombia, solo llegaron los presidentes de Panamá y Costa Rica. Fracaso rotundo. Y aquí empiezan los dimes y diretes: Guatemala acusa a los Estados Unidos de presionar a El Salvador para que no asistiera. El Salvador acusa a Guatemala de querer imponer su agenda al resto de Centroamérica, y su presidente acepta que llamó a los presidentes de Honduras y Nicaragua y se pusieron de acuerdo en no asistir. Es decir, un lío de barrio hecho y derecho.
El lío de barrio es entre los centroamericanos, pero el que mueve los hilos y dispone el tinglado es el Tío Sam, que tiene más de un siglo de experiencia en estos menesteres en la región. Antes de la reunión en Guatemala, la Jefa de Seguridad de la Casa Blanca, Janet Napolitano, realizó una gira dejando en claro que su país no estaba de acuerdo con la despenalización de la droga. Casi simultáneamente otro funcionario, esta vez el subsecretario de Estado adjunto para la lucha antinarcóticos, William Brownfield, el zar antidrogas de los Estados Unidos, realizó un reforzamiento del viaje de Napolitano. Más claro ni el agua.
Un país como El Salvador, que tiene al 23% de su población en los Estados Unidos, que el 17% de su PIB lo constituyen las remesas enviadas desde ahí, y que depende, en mucho, de la voluntad norteamericana de no deportar a muchos de esos salvadoreños que están en su territorio, es un país sumamente voluble (por decir lo menos) a las ideas que le haya transmitido cualquiera de estos funcionarios.
Situación paradójica esta: un general retirado, que participó en la primera línea de fuego en la “guerra contra el comunismo” en los años 80, denuncia por ceder a las presiones norteamericanas a un presidente electo por las otrora fuerzas insurgentes.
Una vez más queda demostrado que, para los Estados Unidos, no hay amigos, solo intereses.
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