Ahora, la tierra arrasada implica que los herederos políticos de quienes implementaron esa estrategia militar la aplican en la vida política “en democracia”.
Preparándose para la contienda política, la derecha asume la estrategia que ya puso en práctica durante la guerra interna que asoló al país durante más de treinta años: la de tierra arrasada.
Entonces, la tierra arrasada implicaba que el ejército no dejaba a ningún “enemigo” vivo ni huellas de su paso por el mundo. El enemigo era población civil que simpatizaba con el movimiento guerrillero. Aldeas enteras, cultivos, caminos y gente eran desaparecidas de la faz de la tierra, no sin antes hacerla pasar por horrores indescriptibles.
Ahora, la tierra arrasada implica que los herederos políticos de quienes implementaron esa estrategia militar la aplican en la vida política “en democracia”.
Es difícil catalogar de democrático al régimen político que se ha construido en Centroamérica, en Guatemala en particular, en los años de posguerra, es decir, en lo que llevamos del siglo XXI.
El sociólogo Edelberto Torres Rivas la llamó democracia mala, y la socióloga argentina Laura Sala “contrasubversiva” o “procedimental”. Una democracia que no fue la restauración de una tradición interrumpida (como pudo haber sucedido en Uruguay o Chile) sino una instauración que ocurrió en circunstancias especiales.
Se trataría de un régimen que, según Jennifer Schirmer, más que un régimen militar al descubierto que se basa en medidas de emergencia, juntas y golpes -instrumentos de poder que han perdido legitimidad a nivel internacional-, es la apropiación de la imagen del estado de derecho y de los mecanismos y de los procedimientos electorales inherentes a la democracia.
Es decir, se trata de una democracia tutelada, de democracia en un “sentido restringido”, a la sombra de los cuarteles. Se trataría, entonces de una situación en la que las instituciones formales, especialmente las normas relativas a la sucesión electoral, responden a la normativa mínima de una democracia política, pero las instituciones informales, y dentro de estas la cultura política, responden más a valores y visiones de mundo de corte autoritario.
A esas limitaciones estructurales del régimen político guatemalteco debe agregarse las estrategias utilizadas por la derecha mundial, que instrumentaliza las instituciones estatales, especialmente el aparato judicial, para perseguir a sus oponentes apartándolos de la vida política. El caso de Luiz Inacio Lula da Silva, que desembocó en el triunfo electoral de Jair Bolsonaro en Brasil, es paradigmático en este sentido.
Es decir, que a las condiciones internas del país se suman otras externas, que apoyan y ofrecen legitimidad a acciones fraudulentas que criminalizan a todo aquel que ofrezca algún obstáculo para la afirmación de la derecha a través de acciones políticas amparadas en un simulacro de vida democrática.
En esta coyuntura electoral, la derecha guatemalteca ha implementado una estrategia que la deja sola en la contienda: ningún partido medianamente progresista ha podido inscribirse para participar en las elecciones. Los justificantes son ridículos, y quien haga públicas las trampas y los ardides sufrirá el rigor de la persecución, como le ha sucedido al director del diario elPeriódico, Rubén Zamora, quien se encuentra en prisión desde hace más de seis meses acusado de lavado de dinero.
Asimismo, juez o jueza, fiscal o fiscala que se atreva a investigar o juzgar a los malhechores responsables de corrupción rampante, o crímenes de lesa humanidad del tiempo de guerra, será sometido a persecución inclemente para obligarlos a salir al exilio.
Ese es el caso del juez Miguel Ángel Gálvez, quien tenía bajo su potestad judicial el caso del llamado Diario Militar, que ha sido el último de una larga lista de funcionarios judiciales que ha tenido que salir al exilio.
En estas circunstancias, la derecha tiene el campo despejado. Quien precariamente adelanta en las encuestas es la hija del general genocida Efraín Ríos Montt, quien por su condición tiene prohibido participar en la justa electoral, pero que en estas circunstancias ya se encuentra debidamente inscrita; una mujer que se describe a sí misma como pro vida, pero que justifica rampantemente los crímenes cometidos por su padre que dejaron cientos de miles de muertos, desaparecidos y desarraigados en la década de los ochenta.
Que nadie se llame a engaño, entonces, de lo que se viene en Guatemala: se trata de una farsa más de una de las democracias malas de Centroamérica, una democracia de pacotilla que permitirá que los de siempre sigan haciendo de las suyas.
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