Al destruir la memoria, el neoimperialismo deconstruye la percepción del tiempo que la humanidad ha venido construyendo durante milenios. Amputada la memoria, el tiempo se va reduciendo, poco a poco, a un ahora perpetuo que nos condena al eterno retorno.
Noel Alejandro Nápoles González* /Para Con Nuestra América
Desde La Habana, Cuba
“Que no son, aunque sean”
En los albores de la humanidad, cuando apenas nos erguíamos sobre el reino animal, el hombre vivía un ahora perpetuo. Por consiguiente, es muy probable que su percepción del tiempo se redujera al presente, a algo puntual.
Luego, gracias al trabajo, esta percepción se complejizó y el hombre sintió el tiempo como una línea que empezaba en el pasado, proseguía en el presente y culminaba en el futuro.[2] Había, efectivamente, algo antes, durante y después del trabajo.
Más tarde, ambas visiones se combinaron y el tiempo se apreció como un círculo. “Se puede comparar el tiempo –dice Schopenhauer- a una circunferencia que gira sin cesar: la mitad descendente sería lo pasado, la ascendente lo porvenir, y en la cima, en el punto indivisible que toca la tangente, estaría lo presente, que no tiene dimensiones…”[3]
Pero se ha olvidado que, desde que apareció la palabra escrita en Súmer, surgió la memoria histórica[4] y, con ella, el tiempo o, mejor dicho, su percepción se complejizó aún más hasta convertirse en algo así como un juego de matrioshkas. Tiempo complejo es tiempo esférico, en el que el futuro contiene al presente y este al pasado, que, a su vez, los contiene a ambos en potencia, como si fuese un fractal.
A un final, el ser no es más que la envoltura del tiempo. En esa misma línea y continuando nuestro argumento, la prehistoria y la historia de la humanidad constituyen un proceso de dimensionamiento de la percepción del tiempo: de punto a línea, de línea a círculo y de círculo a esfera.
Si esta suposición es correcta, vale decir que, en la medida en que daña la memoria histórica, el neoimperialismo deshilacha el tejido temporal transformando —sutilmente o de un cañonazo— la esfera en círculo, el círculo en línea y la línea en punto. Y es a la luz de este presupuesto que debemos calibrar el efecto cultural de la invasión norteamericana de Irak en 2003.[5] La pregunta es: ¿por qué las tropas de los Estados Unidos saquearon y destruyeron bibliotecas, sitios arqueológicos y museos en Bagdad? Por supuesto, que cabe el simple afán de lucro o “la banalidad del mal”. Pero también cabe algo más.
Al destruir la memoria, el neoimperialismo deconstruye la percepción del tiempo que la humanidad ha venido construyendo durante milenios. Amputada la memoria, el tiempo se va reduciendo, poco a poco, a un ahora perpetuo que nos condena al eterno retorno. Y ya que el ser no es otra cosa que la envoltura del tiempo, al vaciarle el tiempo al hombre moderno, el neoimperialismo no hace otra cosa sino arrebatarle su ser. He ahí la clave de tanta crisis existencial: cual Parca cruel, el neoimperialismo corta el hilo que nos une a la realidad histórica para que nos vayamos a bolina. A nombre de la civilización, nos retrotrae al hombre primitivo. Léase: neoimperialismo; entiéndase: antihumanidad.
Siempre me he preguntado quién tenía razón: Kierkegaard, quien dio a entender en uno de sus ensayos que la angustia brota de no poder ser uno mismo, o Silvio, quien afirmó en una canción que “la angustia es el precio de ser uno mismo”. La respuesta, quizás, sea un tanto más sutil: la angustia es el dolor que sentimos cuando nos amputan el tiempo.
En su libro Momo, el alemán Michael Ende insiste en que “el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón”, metáfora que expresa una profunda verdad, y en Historia sin fin vuelve a la carga con la noción de que la Nada está devorando el Reino de Fantasía —así, sin tilde. Ende llegó a criticar claramente ese sistema de vida que todo lo cuenta, todo lo mide, todo lo pesa.
En el otro polo tenemos la tesis de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia”, tan de moda en los 90 del siglo XX, que para muchos marcaba el inicio de la histeria de un capitalismo que se vanagloriaba de sí mismo, ante el colapso del socialismo europeo, y se consideraba, como en su tiempo Hegel hizo con el Estado prusiano, el tope de la evolución social. El verdadero significado del “fin de la historia”, visto al cabo de tres décadas, es el inicio de la desmemoria.
La disyuntiva es clara: ¿“fin de la historia” o Historia sin fin? ¿Fukuyama o Ende? Yo, voto por Ende, quien llamándose “Fin”, en alemán, optó por la historia. Mi único cuestionamiento es que, en verdad, la oligarquía global que encabeza el neoimperialismo no hace que la nada nos devore: nos convierte en nada, que es peor. Para ella, somos nadies.
OK. Lo asumimos: somos nadies. Pero cuídate de nosotros, Polifemo.
La Habana, 13 de marzo de 2023
*El autor es especialista en relaciones internacionales, editor e investigador. Escribe ensayo sobre filosofía, artes visuales, economía y literatura.
[1] Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, “Los nadies”.
[2] Así lo considera el checo Karel Kosík, en Dialéctica de lo concreto.
[3] El mundo como voluntad y representación, §54.
[4] Cf. Samuel Noah Kramer, La historia empieza en Súmer.
[5] En este sentido es sumamente reveladora la denuncia del periodista venezolano Fernando Báez en el libro La destrucción cultural de Irak.
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