Hay quienes piensan que el malestar con la democracia es un fenómeno argentino o latinoamericano, producto de una inveterada adicción por el «populismo». Se equivocan: la desilusión también campea en los países del mundo desarrollado.
Atilio Borón / Rebelion
La Cumbre de la Democracia 2023 convocada por el presidente Joe Biden entre el 28 y 30 de marzo pasó sin pena ni gloria. Los problemas de fondo que aquejan a las democracias fueron soslayados en un evento que si bien originalmente había sido planeado como una actividad presencial –una gran cumbre convocando a unos 120 líderes democráticos del mundo para coordinar su lucha contra las «autocracias»– terminó siendo una reunión casi por entero virtual, con escasas intervenciones de algunos representantes de la sociedad civil y apenas un puñado de jefes de Estado.
Ya antes, en diciembre del 2021, hubo una primera sesión de dicha cumbre y también tuvo que ser virtual, en buena medida por los efectos de la pandemia, y los resultados fueron igualmente decepcionantes. Había expectativa en Washington de que esta vez las cosas serían diferentes, pero la realidad propinó un duro golpe a los organizadores. El objetivo que estos tenían no era pasar revista a los graves problemas que aquejan a las democracias contemporáneas, un fenómeno que se da con ligeros matices en la gran mayoría de los países de todos los continentes.
Hay quienes piensan que el malestar con la democracia es un fenómeno argentino o latinoamericano, producto de una inveterada adicción por el «populismo». Se equivocan: la desilusión también campea en los países del mundo desarrollado. Una encuesta mundial realizada en 104 países caracterizados como «democráticos» por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA) demuestra que en 37 de esos países aquella se «está deteriorando moderadamente mientras que otras 11 evidencian un deterioro significativo». Otra agencia internacional, la Pew Institution de Estados Unidos, que realiza una encuesta mundial de actitudes, arroja resultados aún más preocupantes: en el Reino Unido, Bélgica, Polonia, Israel y Corea del Sur casi la mitad de la población se declara insatisfecha con el funcionamiento de la democracia en sus respectivos países. Ahora bien: en Francia esta proporción (medida a mediados del año pasado, antes de los actuales incidentes provocados por la reforma previsional de Macron) ascendía al 56%, 59% en Japón, 62% en Estados Unidos, 66% en Italia y Gracia y 68% por ciento en España.
En Latinoamérica, según la encuestadora Latinobarómetro, la satisfacción con la democracia en la región descendió desde un del 63% en 2010 al 49% en 2020. Al desglosar los datos por países, lo que aparece es estremecedor: solo el 21% se siente satisfecho en Chile, 17% en Colombia, 11% en Perú y un 10% en Ecuador. La excepción a la regla: Uruguay, con un sorprendente 68% satisfecho con el funcionamiento de la democracia en su país. Esta proporción desciende abruptamente en México y Nicaragua, 33% en ambos casos, y luego continúa el descenso hasta llegar al Ecuador de Lenín Moreno.
¿Cuáles son las raíces de esta generalizada desilusión, de este profundo desencanto democrático? Hay cuestiones de fondo y situaciones coyunturales o idiosincráticas.
Un ejemplo de estas es el golpe institucional que desalojó del Gobierno a Dilma Rousseff y la verdadera conspiración que primero eliminó de la competencia electoral a Lula en el año 2018, haciendo posible el ascenso de Jair Bolsonaro, que no dejó de atacar los principios democráticos a lo largo de cuatro años.
Pero lo cierto es que más allá de estas circunstancias hay factores fundamentales que explican esta desafección con la democracia: el principal, la incompatibilidad entre el capitalismo, y más concretamente, el Estado capitalista y los requisitos del proceso democrático. En efecto, tal como lo corrobora la historia y los problemas del presente, este no tiene condiciones de garantizar los bienes, materiales y espirituales inherentes al proyecto democrático.
La lógica del capitalismo impulsa una creciente polarización económica y social y el proceso de acumulación, comandado por la fracción financiera, es una fábrica incesante de generación de pobreza tanto en los países subdesarrollados como en las metrópolis. La arrolladora supremacía de los mercados, cada vez más omnipotentes frente a Estados debilitados por sus exorbitantes endeudamientos (en Estados Unidos, la deuda pública equivale a un 128% del PIB; ¡263% del PIB en Japón!, 178% en Grecia, 147% en Italia, 120% en Portugal, 116% en España, Argentina con el 81%, por ejemplo) o bien dirigidos por élites profundamente identificadas con el proyecto neoliberal y en muchos casos por ambas razones ata de pies y manos a la democracia y la priva de garantizar lo que constituye su razón de ser fundamental: la creación de una sociedad más justa, más igualitaria y con capacidad de ofrecer posibilidades de crecimiento y desarrollo material y espiritual a toda la población.
En síntesis, el desencanto con la democracia tiene raíces profundas y la única alternativa para mejorar la performance de los Gobiernos democráticos es controlar los efectos devastadores que el capitalismo ejerce sobre la sociedad, al concentrar exponencialmente la riqueza y los ingresos y destruir la integración social; y al depredar el medio ambiente, al considerarlo como una mercancía más que debe ser explotada hasta su agotamiento. Más democracia, en suma, significa menos capitalismo. Y más capitalismo, menos democracia. Esta irreconciliable contradicción está en la base del actual desencanto democrático, lo que abre el camino hacia la entronización de Gobiernos neofascistas o de una derecha radical, algo ya visible en muchos países del orbe.
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