No queda claro en absoluto por qué un mundo ya no unipolar sino multipolar, pero siempre capitalista, sería deseable para el campo popular, para quienes vivimos de nuestro trabajo: asalariados varios, obreros industriales, campesinos, sub-ocupados, amas de casa, empleados, trabajadores independientes, trabajadoras sexuales.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Algunos años atrás se podía creer que el mundo marchaba hacia el socialismo. Para la década de los 70 del pasado siglo, aproximadamente un cuarto de la humanidad vivía en países que, cada uno a su modo, se decían socialistas: desde la Unión Soviética a la República Popular China, desde Vietnam a Cuba, de los socialismos africanos o árabes al este europeo signatario del Pacto de Varsovia, desde Nicaragua a Norcorea. En cuatro de los cinco continentes se intentaban trazar caminos nuevos superadores del capitalismo. Hoy, tercera década del siglo XXI, el socialismo parece estancado. Esas experiencias sufrieron tremendos deterioros, y la construcción de la sociedad nueva debió continuar en espera. ¿Es eso un problema del marxismo? ¿Podríamos quedarnos con la idea que el mismo, como visión global de la historia y las relaciones interhumanas, sigue siendo válido y lo que falló fue su implementación? ¿Tiene vigencia hoy? ¿Es posible un mundo post capitalista?
¡El socialismo no ha muerto! Para expresarlo con la frase de Juan Ruiz de Alarcón: “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. El marxismo no sólo goza de buena salud sino que, si queremos dar batalla con posibilidades de éxito en la lucha por un mundo con mayor justicia superando al capitalismo, nos sigue siendo imprescindible. El marxismo no es una caprichosa filosofía adecuada a un determinado momento histórico, una moda intelectual pasajera. Es, más allá de las puestas al día que pueda necesitar más de un siglo y medio después de su formulación original, una forma de entender y de actuar sobre la realidad que no caduca con el tiempo. El socialismo no “falló”; dio grandes resultados positivos a quienes lo transitaron. Sin embargo, la dinámica del capitalismo global impidió que siga avanzando.
Pero algo sucedió que hoy la derecha capitalista puede mostrar ese “fracaso”. “¡Miren la dictadura de Ortega en Nicaragua! ¡Eso es el socialismo!”, vocifera victoriosa. No olvidar que Nicaragua es un país tan capitalista como Canadá, Bélgica o Qatar (medios de producción en manos privadas con un Estado que defiende esa situación). Hoy, con excepción de Cuba que resiste como puede, al socialismo hay que buscarlo con lupa. China está construyendo algo raro, confuso: “socialismo a la china”. Si ese proyecto sirve a la gran masa de población china, es una cosa. Al resto del mundo, está por verse.
Lo cierto es que a partir de la desintegración del campo socialista europeo el capitalismo global se sintió hipertriunfador. Estados Unidos salió como el máximo vencedor, estableciendo un mundo unipolar -manejado por su dólar y sus fuerzas armadas- como no se había dado siquiera durante la Guerra Fría. Algo sucedió, sin embargo, hacia inicios del presente siglo. La Federación Rusa, desintegrada la URSS y convertida al capitalismo, comenzó a renacer como superpotencia militar, y China, contrariamente a lo que esperaba la derecha mundial con su pase a mecanismos de mercado, siguió la senda socialista, convirtiéndose en la segunda economía global, desafiando a Estados Unidos. La arquitectura del mundo está cambiando: el llamado Occidente colectivo (Europa Occidental y su líder: USA, con un 40% del PBI mundial) está comenzando a perder su hegemonía. Quienes lideran las acciones que están precipitando su caída son Rusia y China.
En el Foro Económico de San Petersburgo, en junio de 2022, el presidente ruso Vladimir Putin expresó: “Creen que la hegemonía mundial y económica de Occidente es eterna, pero no, nada lo es. Estados Unidos, tras proclamarse victorioso en la Guerra Fría, se ha declarado mensajero de Dios en el mundo. Dice que no tiene obligaciones sino solo intereses, y estos intereses, según ellos, son sagrados. Es como si no se dieran cuenta de que en las últimas décadas se han formado en el planeta nuevos y poderosos centros de poder que cada vez se hacen sentir más fuerte”. En sintonía con esa declaración, Qing Gang, canciller chino, en febrero pasado publicó el documento “La hegemonía de Estados Unidos y sus peligros”, donde afirma: “China se opone a todas las formas de hegemonismo y política de poder, y rechaza la injerencia en los asuntos internos de otros países. Estados Unidos debe efectuar un serio examen de conciencia. Debe examinar críticamente lo que ha hecho, dejar de lado su arrogancia y prejuicio, y abandonar sus prácticas hegemónicas, dominantes y de intimidación”.
Como todos los imperios, también Estados Unidos -y el supremacismo europeo- pasan. El mundo unipolar de hace apenas unos años se está reemplazando por una multipolaridad, donde el dólar está dejando de ser la moneda fuerte. La Organización de Cooperación de Shangai -OCS-, fundada en 2001 concentrando casi la mitad de la población mundial y el 25% del PIB global, nuclea 8 Estados miembros (China, India, Kazajstán, Kirguistán, Rusia, Pakistán, Tayikistán y Uzbekistán), 4 observadores interesados en adherirse como miembros de pleno derecho (Afganistán, Bielorrusia, Irán y Mongolia) y 6 “Asociados en el Diálogo” (Armenia, Azerbaiyán, Camboya, Nepal, Sri Lanka y Turquía). Ello se articula con la aparición de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), economías emergentes que igualmente intentan desmarcarse de los capitales occidentales para establecer una nueva área no regida por la divisa estadounidense. De hecho, se ha fundado el Nuevo Banco de Desarrollo, con sede en Shangai, organismo crediticio que abre un nuevo capítulo, intentando dejar atrás a los capitales occidentales asentados en Bretton Woods. A los cinco BRICS originales quieren unirse Argentina, Argelia, Egipto, Irán, México, Baréin, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Corea del Sur. Sin dudas, la composición económico-social y política de estos países es muy diversa, pero todos tienen en común dos características: 1) buscan alejarse de la hegemonía de los capitales occidentales liderados por Estados Unidos y vinculados al FMI y Banco Mundial, y 2) son capitalistas. Salvo China, que claramente es dirigida con un ideario socialista y el control férreo del Partido Comunista, todos los otros son economías de mercado, donde conviven “democracias a la occidental”, como México o Argentina, con monarquías patriarcales hereditarias y altamente violadoras de derechos humanos, como Arabia Saudita o Baréin. ¿Qué los une? Solo intereses económicos de las élites, no precisamente para beneficio popular, barnizados con un discurso “progre”.
¿Qué significado tiene este nuevo diseño planetario que se está dando? Alguna gente en la izquierda ve con buenos ojos estos realineamientos. Puede entenderse que después de la gran paliza sufrida con la caída del primer Estado obrero-campesino y las políticas neoliberales que detuvieron tanto el avance popular, cualquier atisbo de “cambio” puede saludarse jubilosamente. Los progresismos de Latinoamérica, en esa óptica, son vistos casi como triunfos. Pero ¡cuidado! Si el capitalismo no se deja atrás, sigue siendo lo de siempre, aunque se lo disfrace con planes asistenciales con “rostro humano”, y no se termine con la explotación.
Se dice que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Con esta nueva recomposición no-occidental liderada por China y Rusia, seguramente mucha gente puede celebrar contenta, porque el imperialismo yanki está encontrando una contención. Pero nada indica que el mundo multipolar que está despertando sea, necesariamente, el “amigo” del campo popular global. Rusia es un país tan capitalista como Canadá, Bélgica o Qatar; o también Nicaragua, donde una clase dominante usufructúa (se apropia, roba) la riqueza producida por la gran masa trabajadora. China, que se abrió a elementos capitalistas con Deng Xiaoping, explota trabajo asalariado y tiene un amplio sector de economía privada, aunque el Partido Comunista dirige los destinos del país, con proyectos supuestamente socialistas. Si ese proyecto es un paso adelante para la revolución mundial, si eso contribuye a la liberación de los pueblos y nos marca un camino, aún no está claro.
Que el “enemigo” del feroz y deleznable imperio yanki sean estas dos superpotencias puede ser una relativa buena noticia: el Tío Sam (más exactamente: el proyecto geohegemónico de su clase dominante) también puede vérselas mal, acorralado por nuevos poderes, en decadencia. Pero eso no significa un verdadero avance para el socialismo. Con un mundo multipolar la lucha de clases sigue presente (¿por qué habría de desaparecer?) Es decir: las injusticias estructurales del sistema, el choque entre los que poseen los medios de producción y entre quienes trabajan para acrecentar esas fortunas. No queda claro en absoluto por qué un mundo ya no unipolar sino multipolar, pero siempre capitalista, sería deseable para el campo popular, para quienes vivimos de nuestro trabajo: asalariados varios, obreros industriales, campesinos, sub-ocupados, amas de casa, empleados, trabajadores independientes, trabajadoras sexuales. ¿Importa mucho, decide nuestras vidas si quien nos explota es rubio de ojos celestes, o negro, de ojos rasgados, con turbante, con falda y tacones o con saco y corbata, bisexual, heterosexual, con alto grado académico o semianalfabeto, de Qatar, Bélgica, Rusia, de Nicaragua, de Myanmar, Escocia o de Estados Unidos? Debemos tener cuidado con el engaño de la multipolaridad como avance social. El socialismo es otra cosa.
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