Entre el 2 y 6 de septiembre (2024) se realizó en Nápoles, Italia, el XX Congreso de AHILA (Asociación de Historiadores Latinoamericanistas - www.ahila2024.it) , bajo el título general “Entre América y Mediterráneo: actores, ideas, circulaciones en los mundos ibéricos”. En ese marco se inscribió el simposio “La cuestión imperial en América Latina: crisis y transformación hegemónica en la Era de las Revoluciones (1776-1848)”. Mi ponencia trató el tema: “Imperios vs. Estados liberados: el nacimiento de América Latina”. Destaco algunos lineamientos.
Juan J. Paz-y-Miño Cepeda / www.historiaypresente.com
Es generalizada la división de la “Historia Universal” en cinco grandes períodos: Prehistoria y las Edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea; pero América no tiene la misma historia y mucho menos América Latina y el Caribe. La Época Aborigen atravesó varias fases y desembocó en los imperios Maya, Azteca e Inca. Europa había pasado por las Edades Antigua y Media. Con el “descubrimiento” europeo de América (1492) se inició la Edad Moderna, que significó mercantilismo para las potencias monárquicas y coloniaje en América. Esa relación sentó las bases del subdesarrollo latinoamericano y de la enorme brecha social entre élites ricas y propietarias, frente al conjunto de la población, mayoritariamente campesina e indígena.
Si bien la Revolución Francesa (1789) marca el inicio de la Edad Contemporánea, para América ésta se inicia con la independencia de los Estados Unidos (1776) e inmediatamente con los procesos independentistas en la región que hoy llamamos América Latina. Se trató de un proceso complejo y contradictorio, que duró por lo menos dos décadas. Arrancó con la Revolución e independencia de Haití (1804), un movimiento popular de esclavos y mulatos. En México la revolución de 1810 también fue popular, con campesinos e indígenas. Pero, finalmente, la clase criolla encabezó las luchas independentistas, expresadas inicialmente por las Juntas soberanas entre 1809-1812 (La Paz, Quito, Bogotá, Caracas, Buenos Aires, Santiago de Chile), que buscaban autonomía, al mismo tiempo que revistieron sus intereses con la proclama de fidelidad al rey. Pero Caracas proclamó su independencia (1811) y prosiguieron las distintas batallas hasta que, en Sudamérica, con las batallas de Pichincha, Junín y Ayacucho, se logró la independencia definitiva. En Brasil el proceso luce como lucha palaciega, pero finalmente se conseguirá un Estado Nacional. Exceptuando los temporales imperios en México (Iturbide y luego Maximiliano) y el largo en Brasil (Pedro II, 1822-1889), en todos los países latinoamericanos se instaurarán Estados nacionales y regímenes presidenciales basados en la tripartición de funciones. Las revoluciones independentistas de América Latina no fueron “burguesas” y tampoco se propusieron instalar un nuevo modo de producción, el capitalismo, sobre la derrota del feudalismo, que no existió en la región. Las independencias se ubican en la “Era de las Revoluciones” con su propio contenido: terminaron con el colonialismo. Se trata de un proceso de significación mundial en la era del capitalismo. Los países de Asia y África conquistarán sus respectivas independencias solo en el siglo XX.
Desde luego, en los procesos independentistas latinoamericanos se incrustan los intereses de los imperios europeos y los nacientes de los Estados Unidos. El Caribe se convirtió en la “frontera imperial”, pues allí disputaron siempre las potencias europeas que frenaron su plena libertad, como ocurrió en Cuba, que alcanzó la suya en 1898, para ser inmediatamente frustrada e intervenida por los EE.UU. En el conjunto de nuevos países latinoamericanos, la amenaza intervencionista de los imperios y monarquías europeas parecía impedirse con la Doctrina Monroe proclamada en 1823. Sin embargo, prosiguieron las intervenciones en distintos países, al mismo tiempo que los EE.UU. aseguraban su creciente expansionismo en el continente.
Esta situación fue determinante para que América Latina se transformara en región pionera en proclamar y exigir el respeto a la soberanía e independencia de los pueblos, claramente expresada por el célebre Benito Juárez (1858-1872). El ecuatoriano Eloy Alfaro retomó esos principios para convocar al Congreso Continental en 1896 que se realizó en México. El boicot de los EE.UU. impidió la asistencia de la mayoría de los países, aunque el Congreso aprobó un contundente documento que exigía la independencia de Cuba, reivindicaba los derechos de Venezuela sobre la Guayana Esequiva y, sobre todo, planteó la necesidad de sujetar la Doctrina Monroe a un Derecho Público acordado por todos los países del continente. Una posición desafiante que hasta hoy tampoco ha podido concretarse, pues la OEA pasó a ser un instrumento de ese mismo americanismo.
Las potencias imperiales pretendieron subordinar la América Latina libre a sus intereses, al mismo tiempo que entre ellas buscaban imponer la hegemonía. Por eso nuestra región ha debido afrontar intervencionismos e injerencias a lo largo de toda su vida republicana. Y no solo frente a las potencias europeas, sino ante los EE.UU., que como primera potencia mundial imperialista en el siglo XX también tiene larga historia de intervenciones en los países latinoamericanos y sigue buscando cómo imponer la Doctrina Monroe en el presente.
En la actualidad existe un fuerte proceso revisionista de la historia nacida en las potencias centrales. Particularmente el “hispanismo” de derechas (patrocinado por el partido VOX) ha buscado éxito en sus concepciones y ha extendido sus estudios y argumentos en los círculos académicos a los que llega. Desde su visión, América Latina no fue “conquistada”, ya que los conquistadores fueron “libertadores” de pueblos sometidos por Aztecas e Incas, a tal punto que al puñado de hombres que llegaron desde España se unieron miles de nativos deseosos de su “libertad”. La monarquía nunca estableció colonias, sino provincias pertenecientes a un solo Estado, administrado por la Corona a través de una serie de funcionarios en América. La “leyenda negra” sobre la conquista y la colonia fue obra de las potencias enemigas de España y particularmente de Gran Bretaña. España ejerció una misión civilizatoria y mantuvo tres siglos de paz. Las independencias fueron obra de agentes criollos relacionados con Gran Bretaña, Francia y la masonería. Líderes como Simón Bolívar, son traidores, que buscaban beneficios personales o grupales. Hay quienes tratan a Bolívar como “miserable y vil” y en su respaldo dicen que hasta Karl Marx se refirió así contra el “Libertador”, lo cual es cierto, pues Marx tiene una biografía de Bolívar que demuestra un aislado desconocimiento del tema, que no afecta la genialidad de su pensamiento y sus estudios sobre el capitalismo.
Por todos estos medios, a los latinoamericanos se nos trata de convencer que la conquista no fue tal, que la colonia es un invento pues no existió, que las independencias son el peor error cometido, que sus líderes eran canallas y perversos y que, a fin de cuentas, América Latina no tiene historia propia, sino que debe sujetarse a las interpretaciones y criterios que vienen de los países “civilizados” del Occidente. Son ideas que recuerdan a G.W.F. Hegel, para quien América no es más que “eco de vida ajena”. Pero felizmente las ciencias sociales latinoamericanas son sólidas y tienen un amplio desarrollo propio. A estas alturas conocemos bien la historia de la región, por lo cual los latinoamericanos consideramos a las independencias como el punto de nacimiento de lo que hoy es la América Latina libre, soberana e independiente. Desde luego, estos son principios que nos guían. Porque nuestra lucha por afirmarlos continúa, ya que las injerencias siguen tan activas como en el pasado.
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