¿Y qué país puede gozar de libertad y paz colonizado por otro? ¿De qué manera se enfrenta la guerra cultural, y se preserva la soberanía? Tal parece que las obras martianas a partir de 1889, sea cual sea su naturaleza, responden a esas interrogantes.
En las complejidades del mundo contemporáneo la guerra cultural, antigua como la propia Humanidad, ha adquirido tintes nunca antes vistos, y las tentativas y el ejercicio del dominio abarcan, desde los territorios, hasta la espiritualidad de los individuos. Ante ese panorama de agresividad, enfrentamientos armados, escaladas de violencia, despojos, desigualdades cada vez más profundas, urge cimentar en nuestros pueblos la cultura de paz y el espíritu descolonizador.
En esa labor de mejoramiento humano, de afianzamiento de los pilares del amor y la unidad, en aras de robustecer la identidad cultural y la autoestima de naciones y seres humanos, el pensamiento de José Martí es de una valía indiscutible.
Desde muy temprano, entendió que la libertad del individuo y de las naciones estaba estrechamente ligada a la cultura y a la capacidad creativa. Para él, la imitación de los modelos foráneos, por tentadores que parecieran, nunca fue una opción, y este criterio lo acompañó desde su primera juventud hasta un texto de madurez y síntesis como el ensayo Nuestra América. En un artículo temprano, Maestros ambulantes, se refiere así a este asunto: «Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre. Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno».
Esta frase ha sido manipulada, recortada, descontextualizada, pero es conveniente verla en toda su magnitud. Alude a cuestiones medulares, como la necesidad de alfabetizar y garantizar el acceso y la participación cultural y ciudadana a toda la población de nuestros países, de manera que se echaran por tierra las ataduras mentales que dejó tras de sí la colonia. Implicaba el fortalecimiento espiritual, de modo tal que se le diera a lo material la importancia real, de sostén de la vida, y no la prioridad que ha llegado a tener a merced de los dictados del mercado.
La batalla más ardua no era la que cortó el vínculo político y económico con la antigua metrópoli. La independencia no se había conseguido totalmente en tiempos de Martí.
El espíritu de todo un continente, situado al sur del río Bravo, debía levantarse contra nuevas formas de dominación, que ya se avizoraban, y que el cubano veía alarmado y decidido a prevenir. En una de sus crónicas sobre la Conferencia panamericana o Congreso de Washington escribió, que había llegado para la América Española la hora de proclamar su segunda independencia.
No se trataba solo de eludir con sabiduría los tratados comerciales leoninos con que se pretendía atar a nuestros pueblos al nuevo amo disimulado, so capa de colaboración desinteresada. Había que prever, al mismo tiempo, con preparación oportuna e inteligente, otros peligros de igual magnitud como el deslumbramiento ante la prosperidad y la democracia representativa norteñas. Ese mismo deslumbramiento era –y es– el conducente a otras actitudes perniciosas, como el menosprecio de lo propio cuando se le compara con lo foráneo. Ese fatalismo es el denominador común de las actitudes lacayunas, de la imitación servil, de la ausencia de creatividad y de confianza en las propias fuerzas. Esas son las vías iniciales para llegar a la colonización mental, y a posteriori, al anexionismo más ortodoxo. Bajo esas condiciones, se le está abriendo la puerta al colonizador, que no vacilará en someter por la fuerza si es preciso, después de haber penetrado en la casa bajo engaño y seducción.
¿Y qué país puede gozar de libertad y paz colonizado por otro? ¿De qué manera se enfrenta la guerra cultural, y se preserva la soberanía? Tal parece que las obras martianas a partir de 1889, sea cual sea su naturaleza, responden a esas interrogantes.
De ese mismo año es su artículo Un paseo por la tierra de los anamitas, publicado en La Edad de Oro. Es notable el texto por la mirada alejada de todo racismo o folclorismo, acerca de un territorio del que se tenía poca información y la que hubiese, casi siempre, estaba tamizada por una perspectiva distorsionada o exótica. El cubano, en cambio, ofrece un retrato totalmente diferente.
«Y así son los hombres, que cada uno cree que sólo lo que él piensa y ve es la verdad, y dice en verso y en prosa que no se debe creer sino lo que él cree (…) cuando lo que se ha de hacer es estudiar con cariño lo que los hombres han pensado y hecho, y eso da un gusto grande, que es ver que todos los hombres tienen las mismas penas, y la historia igual, y el mismo amor, y que el mundo es un templo hermoso, donde caben en paz los hombres todos de la tierra, porque todos han querido conocer la verdad, y han escrito en sus libros que es útil ser bueno, y han padecido y peleado por ser libres, libres en su tierra, libres en el pensamiento».
Concebir al planeta como ese lugar ideal, feliz, de paz perdurable, enrumba el sentido del texto por caminos muy diversos a lo que está sucediendo efectivamente en esa época y aún en la nuestra. Es como si desde la palabra se pretendiera cimentar los presupuestos teóricos de una realidad distante, pero posible, en la que las diferencias se resuelvan de modo amigable, buscando los puntos comunes de diálogo y respeto, y no las divergencias inconciliables.
En el discurso Madre América, argumenta en paralelo para combatir el deslumbramiento de los que ven en el Norte la tierra de promisión, y se sienten como inferiores por ser originarios de la América hispana. Devela así la diferencia de orígenes histórico-culturales de ambas regiones, lo cual explica el desarrollo desigual y desmiente la supuesta inferioridad.
A los pueblos pequeños volverá reiteradamente. En 1891, cuando la Conferencia Monetaria, en la que participó como delegado por Uruguay, escribió: «Si dos naciones no tienen intereses comunes, no pueden juntarse. Si se juntan, chocan. Los pueblos menores, que están aún en los vuelcos de la gestación, no pueden unirse sin peligro con los que buscan un remedio al exceso de productos de una población compacta y agresiva, y un desagüe a sus turbas inquietas, en la unión con los pueblos menores. (…). Cuando un pueblo es invitado a unión por otro, podrá hacerlo con prisa el estadista ignorante y deslumbrado (…) pero el que vigila y prevé, ha de inquirir y ha de decir qué elementos componen el carácter del pueblo que convida y el del convidado (…) Y el que resuelva sin investigar, o desee la unión sin conocer, o la recomiende por mera frase y deslumbramiento, o la defienda por la poquedad del alma aldeana, hará mal a América».
Este es un problema no superado hoy. Continúan las argucias, engaños, y es cada vez más frecuente la agresión directa cuando las artimañas no dan el resultado apetecido.
Toca a los pueblos de nuestra América buscar formas viables de protección de la memoria histórica y de las identidades nacionales. Hay que plantearse seriamente estrategias de renovación de la enseñanza de nuestra Historia y Literatura con vocación universal, pero desde nuestras propias verdades, adecuadas a las inquietudes y hábitos actuales de los niños y jóvenes, en los cuales es preciso considerar el impacto de las nuevas tecnologías de la información; el cuestionamiento y la búsqueda de soluciones desde las diferentes disciplinas de las ciencias sociales, para definir qué podemos aportar desde este lado del Atlántico a la construcción de un mundo mejor, más justo y equitativo, donde la violencia deje de ser el camino más corto para llegar a determinados destinos.
La lección martiana de coherencia absoluta entre pensamiento y acción, entre el decir y el hacer, nos debe servir de ejemplo hoy para continuar en el camino de la descolonización cultural y la cimentación de una cultura de paz. Dar continuidad a ese legado no es solo un deber que dicta la gratitud: es tener conciencia de que contribuiremos, desde nuestra humilde condición de ciudadanos responsables, a salvar a la humanidad, y a la patria.
*Directora del Centro de Estudios Martianos
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