La fuerza de una profecía no radica en prever el futuro, sino en dar forma a los avatares del presente. Si tan sólo la historia cuando se repite lo hiciera, en efecto, primero como tragedia y, después, como farsa (Marx dixit), Europa debería dormir sin sobresaltos.
Ilán Semo / LA JORNADA
Hace poco tiempo, sus franjas de ultraderecha aparecían como una suerte de rincón de delirantes, otra escaramuza histriónica del pasado. ¿Qué representaba Vox en España si no la incontinencia del deslave posfranquista? En 2023, Fratelli d’Italia no había logrado más que (de)mostrar la inviabilidad del “Estado orgánico”. La catástrofe económica inglesa –acelerada por el Brexit– devino la advertencia más eficiente para quienes dudaban de su permanencia en la unión. Y la supuesta amenaza de Marine Le Pen, en Francia, representaba tan sólo el blasón favorito del centro político para arrebatar votos a la izquierda de Mélenchon, acaso la más articulada del continente.
Y, sin embargo, la banalidad de este espectáculo circundó toda medida. En 2024, la farsa devino tan sólo un juego de máscaras. Y por detrás de ellas, la otra Europa, la profunda y a veces atroz. Agrupación Nacional se reveló como una formación capaz de ganar comicios nacionales y derrotar a Macron en la primera vuelta. Giorgia Meloni se fotografía del brazo de Ursula von der Leyen en el Parlamento Europeo como si fueran por el té a las 4 de la tarde. Y, por primera vez después de 1945, un partido neofascista sin reservas, Alternativa para Alemania (AfD), obtiene el triunfo en unas elecciones regionales.
Es evidente que la historia no enseña nada a nadie. Y tampoco hay quien aprende de ella, porque sólo representa una condición de posibilidad. En ello yace, precisamente, la posibilidad de que una cultura abrace sin condiciones su parte más ominosa. Desde el triunfo de AfD en Leipzig, celebrado al ritmo del Candor en el jardín (la tonada preferida de Himmler), la prensa europea no deja de preguntarse: ¿cómo se llegó hasta aquí?
En primer lugar, el rechazo ya masivo a la emigración proveniente de África y Medio Oriente. Se trata de una intensificación de las narrativas racistas, ahora convertidas en política de Estado; porque nadie protesta contra los refugiados que provienen de Ucrania y Europa del Este.
Por el contrario, el Bundestag aprobó recientemente la prohibición de la repatriación de refugiados ucranios –¡en el momento en que las tropas de Zelensky se quedan sin reclutas!–. En una encuesta europea reciente, la mayoría de los entrevistados exigen la “expulsión de los musulmanes”. Antes eran los judíos, ahora el Islam. Europa nunca elaboró la experiencia del fascismo; sólo la negó. Y bien, ¿cómo podrá el Viejo Continente ponerse al día en la competencia digital sin técnicos de India y Asia? ¿Quién habrá de trabajar en sus calles por menos del salario mínimo?
En segundo lugar, la inverosímil paradoja de que la ultraderecha –siempre cercana a Putin– es la que exige detener la guerra en Ucrania. De facto, hay un subtexto en esta exigencia: un ascenso del antiamericanismo, que todavía nadie se atreve a blandir en público. El cierre de los recursos energéticos de Rusia impuesto por EU ha provocado alzas en los precios de 80 hasta 150 por ciento. Ninguna economía europea puede competir globalmente bajo estas condiciones.
El dilema es que el centro político europeo ya no puede desligarse de la codependencia con Washington. No es casual que en la mayoría de los países enfrente un colapso electoral.
En tercer lugar, los partidos de centro, que hasta ahora habían fincado su consenso en un cerco a la ultraderecha, están cambiando en dirección opuesta. Ahora se enfilan hacia una alianza que impida el crecimiento de una izquierda cada día más ascendente –como en Francia o la Liga Sara Wagenrecht, en Alemania–.
En cuarto lugar, en el “esquema neoliberal”, Estados Unidos muestra un déficit en sus exportaciones. Pero los capitales europeos que resultan de ello son depositados en Wall Street. No hay semana que no se escuche a un gobierno local lamentarse de la falta de inversiones. Europa se está desindustrializando. No es casual que amplios sectores del empresariado apoyen la emergencia neofascista.
Hay algo en la historia de los años 30 que se olvida con frecuencia. A partir de 1919 –y hasta 1931– las grandes potencias occidentales se obstinaron en imponer a Alemania los saldos del Tratado de Versalles. Un joven John Maynard Keynes advirtió que se trataba de una estrategia para desmantelar Alemania.
Durante la República de Weimar, ninguna fuerza representada en el Parlamento logró impedir este declive. Y fue la alianza entre los nazis y el empresariado la que lo enfrentó con una guerra mundial. El neonacionalismo del empresariado europeo es una de las señales más explosivas y peligrosas de la situación actual.
¿Insistirá Estados Unidos en conducir a Europa, una vez más, a este abismo?
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