Los familiares de víctimas de desaparición forzada durante la guerra en Guatemala reclaman el cese de la impunidad.
Alesia Martínez / www.periodismohumano.com
(Fotografía: Cientos de familiares de desaparecios acuden al cementerio de La Verbena durante el inicio de las exhumaciones)
En medio de la desolación del camposanto un agujero de unos 3 metros de diámetro y entre 20 a 30 de profundidad, perfora la tierra. Es una fosa, y está prácticamente llena. Junto con el montón de huesos sueltos, escombros y retazos de tela, algunos cráneos macheteados asoman entre las rejillas. Es La Verbena, uno de los principales cementerios de Guatemala. Son, cadáveres desmembrados de hijos, hermanas, padres, sobrinas y maridos, testigos mudos del horror de la guerra.
Durante los 36 años que duró el conflicto armado interno en este país (1960-1996), se estima que alrededor de 250.000 personas murieron a consecuencia del mismo y más de 45.000 fueron desaparecidas, según relata el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) de las Naciones Unidas.
Las investigaciones llevadas a cabo después de la Firma de los Acuerdos de Paz en el 96 establecieron que, en un 93% de los casos, la responsabilidad en las violaciones de derechos humanos acometidas principalmente por el ejército y los grupos paramilitares durante este periodo, recaía sobre el estado guatemalteco, que fue quien permitió que estos hechos sucedieran.
Pasados 14 años desde el cese de la guerra, decenas de familiares de desaparecidos acuden al cementerio capitalino, tristes y contentos a una vez, a presenciar el inicio de los trabajos de exhumación en La Verbena llevados a cabo por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), institución científica no gubernamental que colabora en la reconstrucción de la historia reciente y en la dignificación de las víctimas por medio del aporte de elementos probatorios al sistema de justicia.
Es éste un momento histórico, pero ni llueve ni brilla el sol. Un día gris, acorde con la mezcolanza de sentimientos encontrados que comparten los reunidos para la presente ocasión. “No estamos en una fiesta, – comenta Lucrecia Molina, hermana de uno de los desaparecidos -, estamos en un funeral que dura ya cuatro décadas y que para muchos de nosotros no va a tener fin. No obstante, es importante que la responsabilidad sea asumida socialmente. Los familiares no queremos venganza sino verdad, justicia y castigo para los responsables”.
El despertar de la conciencia urbana
Empleada sobretodo entre finales de los setenta y principios de los ochenta, la desaparición forzada fue uno de los métodos represivos más utilizados por la contrainsurgencia y se aplicó en la etapa más crítica del conflicto con preferencia a las ejecuciones arbitrarias. A diferencia de éstas últimas, que tienen un efecto inmediato sobre la población, el desconocimiento que provocaba la ocultación del paradero y del estado de las víctimas, paralizaba las acciones de respuesta por parte de las familias y de las comunidades de las que éstas formaban parte.
(Fotografía: Cientos de familiares de desaparecios acuden al cementerio de La Verbena durante el inicio de las exhumaciones)
En medio de la desolación del camposanto un agujero de unos 3 metros de diámetro y entre 20 a 30 de profundidad, perfora la tierra. Es una fosa, y está prácticamente llena. Junto con el montón de huesos sueltos, escombros y retazos de tela, algunos cráneos macheteados asoman entre las rejillas. Es La Verbena, uno de los principales cementerios de Guatemala. Son, cadáveres desmembrados de hijos, hermanas, padres, sobrinas y maridos, testigos mudos del horror de la guerra.
Durante los 36 años que duró el conflicto armado interno en este país (1960-1996), se estima que alrededor de 250.000 personas murieron a consecuencia del mismo y más de 45.000 fueron desaparecidas, según relata el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) de las Naciones Unidas.
Las investigaciones llevadas a cabo después de la Firma de los Acuerdos de Paz en el 96 establecieron que, en un 93% de los casos, la responsabilidad en las violaciones de derechos humanos acometidas principalmente por el ejército y los grupos paramilitares durante este periodo, recaía sobre el estado guatemalteco, que fue quien permitió que estos hechos sucedieran.
Pasados 14 años desde el cese de la guerra, decenas de familiares de desaparecidos acuden al cementerio capitalino, tristes y contentos a una vez, a presenciar el inicio de los trabajos de exhumación en La Verbena llevados a cabo por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), institución científica no gubernamental que colabora en la reconstrucción de la historia reciente y en la dignificación de las víctimas por medio del aporte de elementos probatorios al sistema de justicia.
Es éste un momento histórico, pero ni llueve ni brilla el sol. Un día gris, acorde con la mezcolanza de sentimientos encontrados que comparten los reunidos para la presente ocasión. “No estamos en una fiesta, – comenta Lucrecia Molina, hermana de uno de los desaparecidos -, estamos en un funeral que dura ya cuatro décadas y que para muchos de nosotros no va a tener fin. No obstante, es importante que la responsabilidad sea asumida socialmente. Los familiares no queremos venganza sino verdad, justicia y castigo para los responsables”.
El despertar de la conciencia urbana
Empleada sobretodo entre finales de los setenta y principios de los ochenta, la desaparición forzada fue uno de los métodos represivos más utilizados por la contrainsurgencia y se aplicó en la etapa más crítica del conflicto con preferencia a las ejecuciones arbitrarias. A diferencia de éstas últimas, que tienen un efecto inmediato sobre la población, el desconocimiento que provocaba la ocultación del paradero y del estado de las víctimas, paralizaba las acciones de respuesta por parte de las familias y de las comunidades de las que éstas formaban parte.
Esto permitía, además, que los autores responsables de estos crímenes se mantuvieran más tiempo en el anonimato, al no haberse mostrado directamente. El elevado número de desaparecidos, de hecho, sitúa a Guatemala en un triste primer lugar con respecto al resto de países latinoamericanos.
Mujeres, hombres y niños de todos los estratos sociales. La represión afectó independientemente a obreros, religiosos, políticos, profesionales, estudiantes, académicos y campesinos, en su mayoría, de origen maya. “En el área rural a nosotros hace tiempo que nos tocó agarrar las piochas y excavar la tierra para desenterrar a nuestros muertos, pero la realidad es que no solo el campo se llenó de cementerios clandestinos, también la ciudad, y por eso es importante empezar a despertar, por fin, la conciencia urbana”, comenta Rosalina Tuyuc en representación de la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala.
Entre 1978 y 1983, se sabe, fueron registrados como “XX” en este cementerio 3171 cuerpos sin identificar, 889 de los cuales pertenecen a víctimas de desaparición forzada. “Me da vergüenza admitir –asegura Fredy Pecerelli, Director ejecutivo de la FAFG – que después de tantos años trabajando esta problemática en el interior, no nos habíamos preguntado qué había pasado en la capital, cuando la evidencia la hemos tenido siempre aquí mismo, bajo nuestros pies”.
Es consciente, sin embargo, que averiguar quienes son las víctimas no va a ser fácil pues, junto con los desaparecidos, en el osario general se encuentran mezclados otros cadáveres sin nombre y los de aquellos que fueron trasladados por no pagar las cuotas del cementerio, hecho que dificulta sobremanera el trabajo a realizar. Por eso, añade, es tan importante concienciar a la sociedad guatemalteca en su conjunto para que colabore en la conformación del banco de ADN.
La finalidad de esta herramienta, que ha sido también implementada en otros países como España, es lograr crear una base de datos con la que, a partir de las donaciones de muestras de saliva de parientes vivos y la toma de muestras óseas de los cadáveres recuperados, pueda contrastarse comparativamente el perfil genético de los familiares donantes con el de las víctimas fallecidas, confirmando (o descartando) de este modo su, hasta entonces, supuesta identidad.
Los otros “desaparecidos” de la jornada
Con los trajes perfectamente planchados y las espaldas bien rectas, como establece el protocolo, los miembros del cuerpo diplomático, junto con los representantes de la cooperación internacional, acudieron a la presentación de inicio de los trabajos.
No en vano sus países – Suiza, Países Bajos, Estados Unidos, Suecia – son los principales financiadores de este proyecto.
Paradójicamente los desaparecidos de la jornada son, una vez más, los altos cargos oficiales del gobierno guatemalteco.
A María Elena, que siempre se acompaña de un retrato de su hermano Emil Bustamente, desaparecido en el 82, colgado sobre su pecho, ya no se extraña.
Sin embargo no desaprovecha la oportunidad. Con los ojos llorosos por el recuerdo no duda en interceptar el paso de Stephen McFarland, embajador de EEUU, y, sin importarle las miradas acechantes de los guardaespaldas, le agarra fuerte del brazo para decirle: “Señor embajador, nos hemos hecho viejas en el camino, por favor le ruego que interceda para que y que aportarían información muy valiosa para la búsqueda de nuestros desaparecidos y para la condena de los culpables”.
Como buen diplomático él le contesta, sereno y educado: “No dude que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para ayudarle, pero no puedo prometerle nada”. Quizás no sirva de mucho, pero como otra mujer dice por lo bajo: “A veces pareciera que nuestra lucha es estéril pero si no fuera por nuestra terquedad, parecería que ellos – nuestros familiares- jamás hubieran existido”.
Mujeres, hombres y niños de todos los estratos sociales. La represión afectó independientemente a obreros, religiosos, políticos, profesionales, estudiantes, académicos y campesinos, en su mayoría, de origen maya. “En el área rural a nosotros hace tiempo que nos tocó agarrar las piochas y excavar la tierra para desenterrar a nuestros muertos, pero la realidad es que no solo el campo se llenó de cementerios clandestinos, también la ciudad, y por eso es importante empezar a despertar, por fin, la conciencia urbana”, comenta Rosalina Tuyuc en representación de la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala.
Entre 1978 y 1983, se sabe, fueron registrados como “XX” en este cementerio 3171 cuerpos sin identificar, 889 de los cuales pertenecen a víctimas de desaparición forzada. “Me da vergüenza admitir –asegura Fredy Pecerelli, Director ejecutivo de la FAFG – que después de tantos años trabajando esta problemática en el interior, no nos habíamos preguntado qué había pasado en la capital, cuando la evidencia la hemos tenido siempre aquí mismo, bajo nuestros pies”.
Es consciente, sin embargo, que averiguar quienes son las víctimas no va a ser fácil pues, junto con los desaparecidos, en el osario general se encuentran mezclados otros cadáveres sin nombre y los de aquellos que fueron trasladados por no pagar las cuotas del cementerio, hecho que dificulta sobremanera el trabajo a realizar. Por eso, añade, es tan importante concienciar a la sociedad guatemalteca en su conjunto para que colabore en la conformación del banco de ADN.
La finalidad de esta herramienta, que ha sido también implementada en otros países como España, es lograr crear una base de datos con la que, a partir de las donaciones de muestras de saliva de parientes vivos y la toma de muestras óseas de los cadáveres recuperados, pueda contrastarse comparativamente el perfil genético de los familiares donantes con el de las víctimas fallecidas, confirmando (o descartando) de este modo su, hasta entonces, supuesta identidad.
Los otros “desaparecidos” de la jornada
Con los trajes perfectamente planchados y las espaldas bien rectas, como establece el protocolo, los miembros del cuerpo diplomático, junto con los representantes de la cooperación internacional, acudieron a la presentación de inicio de los trabajos.
No en vano sus países – Suiza, Países Bajos, Estados Unidos, Suecia – son los principales financiadores de este proyecto.
Paradójicamente los desaparecidos de la jornada son, una vez más, los altos cargos oficiales del gobierno guatemalteco.
A María Elena, que siempre se acompaña de un retrato de su hermano Emil Bustamente, desaparecido en el 82, colgado sobre su pecho, ya no se extraña.
Sin embargo no desaprovecha la oportunidad. Con los ojos llorosos por el recuerdo no duda en interceptar el paso de Stephen McFarland, embajador de EEUU, y, sin importarle las miradas acechantes de los guardaespaldas, le agarra fuerte del brazo para decirle: “Señor embajador, nos hemos hecho viejas en el camino, por favor le ruego que interceda para que y que aportarían información muy valiosa para la búsqueda de nuestros desaparecidos y para la condena de los culpables”.
Como buen diplomático él le contesta, sereno y educado: “No dude que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para ayudarle, pero no puedo prometerle nada”. Quizás no sirva de mucho, pero como otra mujer dice por lo bajo: “A veces pareciera que nuestra lucha es estéril pero si no fuera por nuestra terquedad, parecería que ellos – nuestros familiares- jamás hubieran existido”.
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