El mal no duró cien años. Aunque la propaganda enfatice en que fue el mejor de los gobiernos hasta ahora conocido en Colombia, el de Uribe será recordado como uno de los más nefastos para el país.
Carlos Gutiérrez / Le Monde Diplomatique Colombia
Estos ocho años de Álvaro Uribe al frente de los destinos de Colombia son para nunca olvidar. El doble período dejó un expediente abierto y un sello indeleble en buena parte de los connacionales. Sello imposible de borrar sin una terapia de reconciliación y un tratamiento que recorra el camino de la justicia, la soberanía; el fin de la pobreza extrema, el desempleo estructural y la ‘flexibilización’ laboral; la revisión de la gran propiedad rural y urbana, la inclusión social y la paz. Ojalá como tareas diarias de un gabinete de transición democrática.
Para no olvidar jamás. Bajo la marca comercial de ‘seguridad democrática’, desde el primer momento de su gestión, con su pregón y sus órdenes de guerra –secretas o públicas, ilegales o legales–, y el discurso de la derrota del contrario como requisito para resguardar los privilegios del establecimiento y de los dueños y testaferros de la tierra, Uribe Vélez puso sus cartas sobre la mesa: vinculación de la población civil al conflicto, como trasvase; y extensión ‘institucionalización’ o legitimación del dispositivo paramilitar de las auc. Aumento del pie de fuerza, de los soldados profesionales, y del aparato y su maquinaria militar. Sindicaciones y señalamientos a miles de personas. Todo bajo las premisas de orden, autoridad, tradición y un presidencialismo anticonstitucional. El archivo de nuestra soberanía, bajo la alianza incondicional con los Estados Unidos, y en forma creciente con las acciones encubiertas y de inteligencia con empresas de mercenarios y del Estado y el ejército israelíes que traspasan las fronteras.
En este contexto de sociedad en pie de guerra que Uribe ofreció, y que en una pasajera o más dilatada coyuntura cuenta todavía con montones de adherentes, una de sus primeras propuestas –avalada por su experiencia directa en las cooperativas Convivir– fue la de integrar un millón de ciudadanos armados e intercomunicados al servicio del Ejército, para lo cual actuó a través de diferentes mecanismos: soldados campesinos y guardabosques, taxistas en red comunicados a través de Avantel, hasta llegar a los estudiantes delatores. Y mucho más hizo a la par.
También, entrelazada y construida con dineros oficiales, mediante un entramado de organizaciones sociales afines al establecimiento, articuló una extensa red social con pretensiones corporativas y de prolongación del poder: empujada en la juventud, entre los indígenas, en el mundo sindical y en la política electoral. Asimismo, como parte de un modelo de guerra política, puso en acción un intenso modelo comunicativo y de mensajes y titulares desinformativos que no les dio descanso a los ojos y los oídos de los colombianos. Uribe quiso tapar la deuda del poder y su injusticia, que en su expresión de partidos liberal y conservador, hoy, tras las derrotas de blancos y colorados en Paraguay y del PRI en México, es la más vieja y desueta del continente.
Apenas se posesionó, anunció que al rendir el informe de sus primeros cien días daría cuenta del rescate vivos o muertos del gobernador de Antioquia y del ex ministro de Defensa Gilberto Echeverri, y de la baja al menos de alguna cabeza reconocida de la guerrilla. Como se recordará, en ese informe no pudo satisfacer la promesa de campaña y la pretensión de una guerra rápida y triunfal en su primera Presidencia. El desafortunado rescate de los plagiados vendría después.
Transcurridos algunos meses, reafirmó ante todo el país su decisión de guerra a cualquier costo. En enero de 2003, llamó a los Estados Unidos a desembarcar sus tropas en el Amazonas, “antes de hacerlo en el territorio de Iraq”. Sin fórmula alguna de solución política –distinta de un irrealizable desarme de la insurgencia con origen campesino–, siete años después hizo realidad otro paso en su proyecto de “tierra arrasada”: entregó el territorio nacional –siete bases que en realidad son 10– para que opere la potencia del Norte con su ejército, potencia con la cual, en embriaguez antipatriótica y de afectación a los vecinos de la región y el continente, se identifica sin ambigüedades. Tanto, que en 2004, al apoyar públicamente la invasión de un tercer país dijo: “[Apoyamos] el uso de la fuerza en Iraq para desarmar dicho régimen y evitar que sus armas de destrucción masiva continúen como una amenaza contra la humanidad”.
Proyecto de orden, control y disciplina que pese a disponer por ocho años initerrumpidos del mayor presupuesto para las FF.AA. y de los apoyos internacionales y militares con burla del debate en el Congreso, aún no logra que la sociedad se pliegue a la propuesta de derecha e inmoralidad financiera que se propone conservar el poder y la Casa de Nariño. LEER MÁS...
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