Palabras de Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad de La Habana, durante el acto de develación de la tarja que identifica a la Casa de las Américas como Monumento Nacional, ocurrido este 28 de abril de 2010, día en que la institución cumplió 51 años.
Querido maestro Roberto [Fernández Retamar],
Margarita [Ruiz, presidenta de la Comisión Nacional de Patrimonio Cultural],
Nilson [Acosta]. Distinguidos amigos, compañeros de tantos años.
Queridos trabajadores de la Casa de las Américas.
Varias veces escuché, cuando algunos edificios históricos por causas tremendas se perdieron, que al restaurarlo la tarea no solo devolvía la forma, sino que consagraba un espacio donde habían ocurrido grandes cosas.
Así, por ejemplo, recuerdo, querido Roberto, que participamos juntos en aquellas jornadas de Venecia, y entre ellas asistimos a una maravillosa función del Ballet Nacional de Cuba en el Teatro La Fenice. Años después, La Fenice ardió absolutamente poniendo en riesgo todo aquel conjunto que ella ocupa no lejos de la gran Plaza de San Marcos. El mismo razonamiento lo escuché leyendo el elogio de Leonardo en la plaza frente a La Scala. Una bomba incendiaria había destruido el sitio, mas no la memoria. Exactamente igual en La Habana, cuando el Teatro Auditorium Amadeo Roldán fue destruido por el fuego.
Lo importante a veces no es el contenido, sino el continente. Lo importante a veces es el contenido.
En este caso, más que las bellezas arquitectónicas y más que la memoria de un edificio de La Habana, de por sí hermoso y emblemático, sin el cual no se podría hacer un retrato, un perfil de esta ciudad, lo trascendental, lo maravilloso es lo que ha ocurrido aquí.
Para los que tuvimos la fortuna de estar cerca de la Casa a través de muchos años, los rostros y los perfiles, las sombras y la luz de los que desarrollaron desde ella labores ingentes por la cultura de nuestra América, los que contribuyeron a cincelar el espíritu de la nación cubana siempre en el seno de la realidad latinoamericana, nuestra Casa es eso, la Casa, con sentido absoluto.
Hay muchas casas en la ciudad, infinitas moradas, pero la Casa tiene un poder grande: reúne en ella la memoria de lo trascendente. Bastaría sentar a los más jóvenes ante una visión panorámica de fotos e imágenes cinematográficas para percatarnos de lo que ha ocurrido aquí, y sobre todo de algunas personalidades que dejaron una huella indeleble y profunda no ya en la historia sino en nuestras almas.
En la resolución se invoca un nombre y se centra en él esa memoria social, cultural y política: el nombre de Haydee. Los que la conocimos, los que tuvimos el privilegio de recibir su apoyo, su protección, su extraña noción de la realidad, su amor por la cultura, su aprecio y alta estima por la dignidad humana y la rectitud de los principios, nos sentimos orgullosos de que esta tarde se pueda colocar un pedazo de bronce en estas piedras.
Sobre todo porque el mar pudo embravecido dañar documentos, colecciones, libros, pero nunca pudo deshacer el espíritu de la Casa de las Américas, que se proyecta desde hace tiempo y más desde ahora hacia el futuro.
Recuerdo aquel día en que se rompieron las paredes de la planta superior, hoy la sala Ernesto Che Guevara, para que entrase el Árbol de la Vida mayor que jamás se había construido. La colocación del árbol en la sala tenía símbolos múltiples. A la sombra de esa habitación larga y amplia —cuyos brazos se han abierto para el premio anual y para tantas ocasiones memorables— y en el hecho de evocarse en ella la memoria del Che —entrañable compañero de Haydee de sueños y utopías, y realidades que hicieron con la vida y con la muerte—, se plantaba una semilla y teníamos el privilegio de ver el árbol. A la sombra de ese árbol mágico, lleno de peces y de pájaros, y de frutas exóticas, de insólitas maravillas, hemos vivido y soñado a lo largo de más de medio siglo.
Por si fuese poco, nos acompaña para siempre junto a Haydee la memoria de todos los que contribuyeron a hacer de la Casa un nido, a hacer de la Casa un hogar en las nubes, a hacer de la Casa un templo de la cultura en la tierra.
Recuerdo que acudimos a ella muchas veces de fiesta y otras veces con tristezas e inquietudes. Los ojos de Haydee giraban en torno a nuestras angustias y, finalmente, en un gesto enérgico y magnífico, nos tomaba como suelen hacer los ángeles de Silvio [Rodríguez] en su canción, “por el pelo, sin abandonarnos”. Ella fue siempre un ángel oportuno y puntual. Por eso, más allá de la conmemoración de hoy, debemos precisamente acogernos al término y hacer memoria.
Cuando ya declina una generación y comienza otra, sepan que cualquiera puede fundar, pero que pocos perseveran y triunfan. La Casa perseveró desde sus cimientos y se edificó con su figura tan esbelta, iluminada por un alto faro, que de cuando en cuando se enciende para señalar que La Habana, la ciudad que es su sede, vive, habita y recibe por ella y por cosas como ella un dictado de inmortalidad.
A Roberto, depositario de la obra de los que le precedieron, amigo y hermano de Haydee, el poeta exquisito que hace pocas semanas o pocos meses nos hizo temblar de emoción cuando acompañado de Silvio recitó aquí con voz grave algunas de sus obras, le digo, más allá del tiempo y del olvido: Maestro, tienes el don que hace perseverar y salvarse las cosas.
Fue el extraño don de Haydee, el don de la poesía. Fue el don, inquieto de carácter, fuerte y ríspido, hermoso en la creación y en su luminosa visión de las mujeres, de los hombres, de los jóvenes, de las frutas de Cuba, todos confundidos en una fiesta inacabable, de Mariano. Es también el recuerdo de todas aquellas o aquellos que están o no están en la Casa. No son sombras, son rayos de luz que encienden nuestro espíritu.
Gracias.
28 de abril de 2010
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