A más de tres años de que el país fue sumido en la guerra contra la delincuencia y cuando el saldo de ésta supera los 20 mil muertos, lo menos que puede pedirse al gobierno federal es un balance honesto, transparente y autocrítico, y una recuperación de la soberanía que es particularmente irrenunciable en los ámbitos de la seguridad pública y la seguridad nacional.
(Ilustración de Hernández, LA JORNADA)
En medio del debate bipartidista por la dimensión y los alcances que tendrá el despliegue militar decidido por el gobierno de Washington en la frontera con México, la Casa Blanca envió ayer al Capitolio una propuesta para realizar modificaciones de fondo a la Iniciativa Mérida; de acuerdo con la propuesta, se reasignaría a acciones contra la corrupción y de defensa de los derechos humanos los recursos originalmente previstos para la dotación de helicópteros y aviones a las corporaciones mexicanas de seguridad. Tal iniciativa tiene como contexto el viraje emprendido por la administración de Barack Obama en materia de combate al narcotráfico y las adicciones, y que apunta a privilegiar la reducción de las segundas y a abandonar el enfoque militarista impuesto por anteriores gobiernos estadunidenses.
Como ya se ha señalado en este espacio, tales ajustes en la política de Washington contra las drogas apuntan en la dirección correcta, por más que resultan insuficientes y tardíos, en la medida en que dejan intocada la circunstancia central que da origen al narcotráfico –la prohibición legal de ciertas sustancias– y que se presentan después de que la guerra contra las drogas ha causado un daño social e institucional inconmensurable en diversos países, empezando por México, y ha carecido de resultados significativos en el ámbito de las adicciones.
Sin dejar de lado el aspecto positivo de esto que parece configurar un golpe de timón, es extremadamente preocupante que las autoridades mexicanas hoy acepten, con una actitud parecida a la docilidad, enfoques y puntos de vista que, cuando fueron expresados por sectores de la sociedad nacional, resultaron rechazados y descalificados de manera terminante por la administración que encabeza Felipe Calderón.
Con una mirada retrospectiva, no deja de sorprender que, con la misma disposición con la que el gobierno mexicano firmó, en junio de 2008, la Iniciativa Mérida –un acuerdo internacional concebido por la presidencia de George W. Bush y que unció a nuestro país y a las naciones centroamericanas a las tradicionales directrices belicistas de Washington en el combate a las drogas–, hoy se acate el reajuste de ese instrumento para adecuarlo a la orientación que propugna Barack Obama.
La obsecuencia mostrada en este punto por las autoridades nacionales da argumentos a quienes sostienen que el gobierno mexicano carece de una estrategia propia contra el fenómeno de la delincuencia organizada, una apreciación que no se limita a sectores críticos en México sino que comparte la secretaria de Estado del país vecino, Hillary Clinton. Más grave aún, los hechos mencionados fortalecen el señalamiento de que las políticas y las acciones oficiales de nuestro país en materia de combate al narcotráfico y a la delincuencia organizada no se definen aquí, sino en Washington.
Hace dos días, el empresario Eugenio Clariond Reyes Retana expresó que el designio gubernamental de encarar a los cárteles de la droga por medio de las fuerzas armadas ha desembocado en una guerra perdida. La reformulación de estrategias que tiene lugar en la Casa Blanca reconoce de manera explícita que las fórmulas de fuerza no han funcionado. Por lo que hace a las autoridades mexicanas, existe un discurso ambiguo en el que lo mismo caben las advertencias contra el menor cambio de rumbo que rectificaciones a trasmano, como la reciente salida de Ciudad Juárez del Ejército y, más recientemente, la aprobación externada por diversos funcionarios al viraje de Washington. A más de tres años de que el país fue sumido en la guerra contra la delincuencia y cuando el saldo de ésta supera los 20 mil muertos, lo menos que puede pedirse al gobierno federal es un balance honesto, transparente y autocrítico, y una recuperación de la soberanía que es particularmente irrenunciable en los ámbitos de la seguridad pública y la seguridad nacional.
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