Nos han repetido hasta el cansancio que la pobreza es cosa del destino; que más importante que rebelarse contra ella, es llevarla con dignidad. Inculcaron en el imaginario colectivo -a fuerza de sermones de púlpito- la idea de la resignación ante los designios divinos, como si la miseria y la explotación fueran pruebas anticipadas para merecer el paraíso. Nos dieron una versión edulcorada de la Historia de nuestros países en la cual dominaron las nuevas aristocracias criollas que, unidas en consenso, crearon a su medida las normas que regirían a partir de entonces y, de común acuerdo, se repartieron todos los privilegios.
El colonialismo de entonces se fue sofisticando a lo largo de los años y su enorme poder, desde el dominio de la economía hasta la injerencia en las decisiones y la conformación de los poderes de los nuevos Estados, ha logrado mantener no solo la estructura social sino también una actitud de aceptación de este sistema depredador, alejado del propósito de construir auténticas naciones independientes y soberanas. Sin embargo, en este escenario solemos pasar por alto a otros protagonistas de nuestra historia: las organizaciones criminales.
Premunidas de un poder difícil de medir, las organizaciones dedicadas al narcotráfico, a la trata de personas, al secuestro, al contrabando de los tesoros nacionales, al lavado de activos y a la manipulación de las leyes se han infiltrado con pasmosa habilidad en casi todas las instituciones de nuestros Estados -con especial énfasis en los partidos políticos- manteniendo así su capacidad de maniobra y la impunidad sobre sus operaciones. Esta es una realidad ante la cual los estamentos encargados de resguardar la paz social y la independencia de los poderes, son impotentes o han sido ya dominados y vencidos.
La independencia, sin perjuicio de lo que significa la inmensa presión de potencias extranjeras sobre nuestros gobernantes, es un mito cada vez más débil. Las celebraciones, tan esperadas por nuestros pueblos, llevan en sí el sello del silencio ante los abusos de las castas privilegiadas y sus instrumentos de represión. El concepto mismo de independencia -el cual se acepta como una realidad, sin la menor resistencia- requiere de una revisión profunda; y, como resultado, de un ejercicio colectivo de reflexión sobre los conceptos e ideas, inculcados desde la niñez, sobre los cuales se apoya este viejo mito.
La verdadera independencia descansa sobre un sistema auténticamente democrático, justo e igualitario. En tanto existan pueblos explotados, grupos sociales discriminados y criminales al mando, las celebraciones de independencia constituyen una enorme mentira y una cara distracción que pone en suspenso, por unos días, esa importante tarea pendiente.
El crimen organizado se ha infiltrado profundamente en nuestros Estados.
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