El presidente electo abanderó un amplio frente progresista al que se sumaron fuerzas de centro y centroderecha. A pesar de que el resultado fue bastante reñido, marcó un giro radical. Se trata de recuperar la democracia y de remontar el retroceso sufrido en estos años por el país más grande y poderoso de Latinoamérica.
Lula, ex dirigente sindical y fundador del PT, gobernó a Brasil entre 2003 y 2010. Durante ese período hubo avances notorios. Sacó a más de 30 millones de personas de la pobreza y multiplicó la inversión pública en alimentación, educación y salud, en campos y ciudades. Por supuesto que esto no fue suficiente, pero sí estableció una tendencia.
En los inicios de este siglo, Lula lideró, junto con Hugo Chávez, la primera ola de gobiernos alternativos de la región. El rechazo y saboteo, abierto o encubierto por parte de Washington, fue evidente. La llamada guerra contra el terrorismo ocupaba todos los espacios.
La defensa de los principios de soberanía y autodeterminación nacional, la búsqueda de un mundo multipolar y el impulso a relaciones diplomáticas y económicas más equitativas con el mundo entero, guiaron a estos gobiernos.
Sin embargo, durante la segunda década, con la crisis económica global sobrevino la caída de los precios de las materias primas, fundamentales para el sostenimiento de su proyecto.
Sin duda, también cometieron errores serios, algunos inevitables. En algunos países, pero en especial en Brasil, se relajaron las medidas contra la corrupción. No se trabajó suficientemente en la organización popular para presionar y respaldar al gobierno. Son lecciones aprendidas.
La extrema derecha aprovechó para recuperar el terreno perdido y desatar su ofensiva. Dilma Rousseff fue destituida en 2016, después de un juicio amañado, adelantado en el Congreso por sus enemigos políticos.
Se generaliza desde entonces el lawfare, es decir, la utilización de la ley como estrategia política en contra de estos mandatarios. Lula debió pagar 20 meses de cárcel y finalmente fue absuelto de todos los cargos.
Entretanto, en 2018 se produjo el triunfo electoral del “Mesías” Bolsonaro, precisamente cuando resurge el neofascismo en el mundo, auspiciado por Trump desde la Casa Blanca. Es también un período de afianzamiento del poder de las Iglesias cristianas, en especial las evangélicas.
Lo demás es parte de la historia. Bolsonaro, al igual que su ídolo, llevó al país al desastre económico, social y sanitario y al aislamiento internacional. Mostró los peores rasgos de una sociedad patriarcal y decadente: concentración del ingreso, menosprecio de la ley y de las instituciones, rechazo a la ciencia y negación del cambio climático, desprecio por los pobres y por las víctimas de la pandemia, misoginia, homofobia, racismo. Los negocios familiares y las armas como prioridad.
Tanto las elecciones anteriores como las pasadas pusieron en evidencia el enorme poder de manipulación de la opinión pública por parte del presidente y la extrema derecha. Si en Colombia el uribismo llamó a la gente a votar “emberracada” en contra de la paz en 2016, en Brasil esta estrategia se multiplicó.
Las “fake news” y el whatsapp, marcaron una campaña electoral llena de odio. La utilización sistemática de la maquinaria del Estado para mentir y propalar noticias que se convirtieron en delirio colectivo. El sentimiento antes que la razón. Contó con el apoyo de los militares y de la poderosísima Iglesia evangélica, en todas sus expresiones. Sus pastores se expresaron profusamente por las redes.
Fueron varias las noticias. Que Lula cerraría las iglesias. Al mejor estilo de Bannon, y Trump, se insistió en que el sistema electoral no era confiable, que habría fraude en su contra. Que el expresidente era satánico e impondría la ideología de género. Y la utilización del nacionalismo: se apropió de la “canarinha”, con el respaldo de algunas de sus estrellas.
Por ello, el triunfo de Lula es crucial. Es un golpe para la extrema derecha neofascista en el mundo entero. La de Vox en España y Giorgia Meloni en Italia. La de Uribe en Colombia.
Un punto central para el mundo es la defensa de la Amazonia, el 60 % de la cual está en Brasil. Bolsonaro se propuso destruirla y en los últimos años se incrementó mucho la deforestación. La explotación ilegal y tráfico de madera, es un gigantesco agronegocio que representa el 27 % del PIB del país. Hay además una relación entre violencia, deforestación y narcotráfico. Los ríos amazónicos son rutas de transporte de la cocaína.
Otro punto central para América Latina, es el fortalecimiento de la integración regional, que quedó suspendida con la desaparición de Unasur. La pandemia y la crisis económica mostraron la falta que hace.
Para Lula no será fácil. La perspectiva mundial es de recesión global y de guerra. Hay que superar el desastre de Bolsonaro y la derecha controla el Congreso. Pero América Latina cambió de color.
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