Lo curioso es que el tema no se aborda en esa perspectiva de problema sanitario. Las medidas que se toman no están a la altura de la gravedad de los acontecimientos, por lo que la visión a futuro en este ámbito no se muestra muy prometedora. Solo con medios de transporte público rápidos, eficientes y seguros se podrá pensar en soluciones. Lo que está en discusión es el primado del automóvil particular, símbolo de la opulencia económica, marca de prestancia social, de triunfo, y destructor del planeta como muy pocas otras cosas.
Cualquier epidemia rápidamente pone en marcha medidas que tienden a evitar su propagación. En el caso de los accidentes de tránsito significativamente no ocurre eso. Es obvio que hay intereses creados para que ello no suceda. La industria del automóvil, y la del petróleo que va coligada, son dos sectores industriales de los más grandes en el mundo moderno. La tendencia en marcha busca su ampliación continua. De esa cuenta el desastre sanitario en juego no encuentra una verdadera contención, sino solo remiendos cosméticos.
Los combustibles fósiles demostraron ser altamente contaminantes. Se los está reemplazando por otros derivados de biomasa, los llamados biocombustibles (a base de maíz, caña de azúcar o palma africana), tanto o más desquiciantes en términos de sustentabilidad planetaria que la utilización del petróleo (para producir un galón de biocombustible se necesita una hectárea de maíz). Pero las nuevas fuentes energéticas no auguran un cambio sustancial en la cultura del vehículo propio. Se siguen vendiendo autos que, en la gran mayoría de casos, transportan a una sola persona, o a una sola familia.
La gran industria de la fabricación de vehículos automotores para uso individual ha transformado la cultura del siglo XX; tener auto propio es sinónimo de progreso –aunque haya “epidemia” de accidentes y contaminación a niveles demenciales–. El mercadeo de estos productos ha alcanzado ribetes por demás de sutiles, logrando hacer del consumo del automóvil privado una necesidad casi de primer orden. Para los primeros veinte años del siglo en curso las grandes corporaciones de fabricantes de automóviles habían estimado vender cantidades fabulosas de vehículos en un nicho de mercado aún bastante poco explotado: los países pobres del Sur, gracias a campañas publicitarias agresivas y planes crediticios favorables. Como consecuencia de esa política global de mercadeo, más las unidades que siguen vendiéndose en el Norte, para el 2020 la agencia de marketing digital Hedges & Company, colaboradora de Google, informó que existen 1,446 millones de automóviles circulando. Vehículos, obviamente, que habrá que alimentar, con petróleo (por lo que se produjeron muchas de las guerras del siglo XX), o con las nuevas fuentes energéticas, básicamente baterías eléctricas (que incorporan litio entre sus componentes. ¿Por eso serán las futuras guerras?)
En tanto haya cada vez más automóviles circulando, no hay real solución a la problemática de los accidentes: la epidemia –o pandemia, más precisamente– no puede ceder. Y no puede hacerlo por varios motivos inmodificables:
1) la cantidad de vehículos en movimiento es tan grande que torna matemáticamente imposible evitar un porcentaje de colisiones entre tantos móviles. Al respecto no hay medidas técnicas que puedan evitarlo: ni nuevos sistemas de frenos, ni mecanismos de guiado automatizado que minimicen al máximo el error humano. Mientras haya cuerpos en movimiento, necesariamente habrá colisión entre algunos de ellos.
2) Los conductores de esos aparatos son seres humanos, y los seres humanos somos falibles. Por otro lado –ahí está la llave del negocio justamente– de lo que se trata es que cada vez más gente disponga de su auto privado, que lo maneje, que lo renueve cada tanto, o que compre repuestos (por cada unidad nueva que se vende, se venden dos más en forma de autopartes, de repuestos). Quienes los manejamos somos ciudadanos comunes muy precariamente capacitados para ese oficio, y no pilotos profesionales (como sucede con otros medios de transporte: aéreos, acuáticos); por tanto, el grado de impericia conductual es imposible de ser reducido. Conclusión: no hay modo alguno, con esa tendencia, que pueda reducirse el número de accidentes.
3) Psicológicamente considerado, todo conductor de automóvil dispone de un medio que le permite dejar aflorar legalmente su violencia. La agresividad humana se manifiesta de las más variadas formas: el conducir es una de ellas, y quizá de las más sutilmente horrendas. Disponer de un automóvil es disponer de un arma –los peatones atropellados (30% de las víctimas de accidentes de tráfico) pueden testimoniarlo de modo fehaciente. Este tenor agresivo que nos surge tras un volante, valga aclararlo, no es en modo alguno patológico; es lo más común y esperable que pueda suceder. Ahí está la contaminación sonora de toda gran urbe para evidenciarlo.
A lo anterior se suma el caos del tránsito vehicular creciente de cualquier ciudad de mediana hacia arriba. Los automóviles ocupan lugar, y millones y millones de automóviles en circulación ocupan, naturalmente, más lugar. Circular en las ciudades modernas de más de un millón de habitantes ya ha pasado a ser una tragedia en cualquier parte del mundo. Todo esto es sabido por los planificadores sociales, así como la degradación medioambiental que producen cantidades enormes de motores de combustión interna expeliendo gases tóxicos a la atmósfera. Hoy día se marcha hacia motores no contaminantes, pero los problemas derivados de las cantidades monumentales de automóviles en circulación no terminan.
Con las armas ligeras en manos de civiles, con el tabaco más recientemente, al ver su potencialidad mortífera, al ver su grado de incidencia nociva en tanto epidemia, se tomaron severas medidas correctivas: campañas de despistolización y regulación de la tenencia de armas, propaganda anti-cigarrillo, etc. Pero con la industria del automóvil ello no sucede. Y el reemplazo parcial de los derivados del petróleo por biocombustibles no es ninguna solución de fondo sino, por el contrario, una mayor cuota de sacrificio para los habitantes del Sur –el lugar donde se produce la materia prima para esos carburantes–, que por esta vía se verán condenados a una menor disponibilidad de alimentos para favorecer la circulación de autos en el Norte. Las baterías de litio tampoco son solución a mediano y largo plazo, porque ese elemento escasea. ¿Energía solar quizá? Pero la tasa de accidentes no baja.
Apelar a la educación vial –la experiencia lo confirma– definitivamente no basta para modificar la situación de tragedia accidentológica. Puede ayudar, sin dudas, pero no disminuye en forma drástica el porcentaje de víctimas. La mejora técnica en las condiciones de seguridad de los vehículos tampoco aporta soluciones de fondo: la prueba está en que el grado de accidentalidad, en vez de reducir, sigue aumentando. Considerando entonces que de las tres causas más arriba apuntadas las dos últimas no pueden cambiarse, queda por actuar sólo con la primera: para reducir el número de muertos y heridos por accidentes de tránsito no hay otra posibilidad que reducir el número de vehículos en circulación.
Es ésta una verdadera opción práctica, concreta y posible a este fenómeno de la accidentalidad vial. Claro que ello implica una disputa contra factores de poder del más alto rango. ¿Quién y de qué manera le pone hoy el cascabel al gato? Modestamente podríamos empezar por un cambio de actitud personal: pese a la avalancha de propaganda consumista en sentido contrario, también se puede vivir sin automóvil privado. Podemos luchar por medios de transporte público de óptima calidad que, combinado con la decisión de no seguir consumiendo automóviles individuales, pueden constituir un interesante camino alternativo y una respuesta eficiente a esta enfermedad mortal.
El automóvil individual es, como pocos, símbolo del éxito del sistema capitalista, la representación de su prosperidad y su llamado a un consumo interminable donde la “superación” y el “avance” personales se miden en función del nuevo modelo de automóvil de que se dispone. Dentro de esos marcos, pensar en reemplazarlo se muestra una tarea titánica, muy difícil en principio, quizá imposible. La catástrofe ecológica ya en curso puede sensibilizar a más de algún consumidor, a muchos quizá quienes reemplazarán su auto por la bicicleta quizá, pero la oferta de vehículos no cesa. Y en tanto las grandes multinacionales productoras de autos sigan existiendo, la tentación estará siempre puesta ahí, al alcance de cualquiera, para “mostrar su nivel”. Todo lo cual demuestra que, lo quiera o no, el sistema capitalista no tiene en el largo plazo sino el futuro de seguir hundiendo a la humanidad, o a buena parte de ella.
Si una sana conciencia ecológica y sanitarista pudiese imponerse dentro del capitalismo, una de las primeras medidas sería reemplazar esta cantidad infernal de vehículos particulares por transportes públicos, más eficientes, menos traumatizantes, más amigables con el ambiente. Así lo hizo, por ejemplo, la ciudad de Oslo, en Noruega, que desde el 2019 ya no tiene automóviles circulando. Pero eso es una isla. El sistema, como globalidad, no puede permitirse tanta “civilización”. Es entonces ahí donde cobran cabal sentido las palabras de una socialista ya histórica, la polaco-alemana Rosa Luxemburgo: “civilización o barbarie”. Es decir: o reemplazamos esto que lo único que puede hacer es brindar felicidad a unos pocos sobre la base de la miseria de muchos y destruyendo nuestra casa común, o nos morimos todos cocinados en este mismo caldo de la barbarie consumista.
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