Una civilización se basa en un sistema socioeconómico, como en el pasado antes del último sistema dominante, el capitalismo, lo fue el feudalismo. Cuando uno de sus componentes, sea el sistema económico o el sistema de valores culturales cambia, la civilización comienza a cambiar.
Jorge Majfud / Rebelion
El capitalismo, sobre todo el capitalismo anglosajón ha muerto. Su sistema y estructura de poderes no tienen nada que ver con los siglos en los que reinó con brutal fuerza. Si no lo vemos es porque todo lo vemos a través de un pasado reciente y porque, de hecho, el capitalismo persiste como un zombi, como persistió el feudalismo por la mayor parte del tiempo en que el capitalismo dominó como paradigma. Estamos en el mismo momento cuando el capitalismo nació en el siglo XVII. Dos sistemas conviviendo, uno en declive y el otro en ascenso.
Si bien en este momento de la agonía y muerte del capitalismo no se vislumbran aún con claridad las alternativas (¿acaso John Locke llamó capitalismo a la era que ya se había iniciado casi un siglo antes?), podemos observar que sólo el traslado del centro geopolítico y económico del mundo anglosajón a China y a otros centros secundarios implicará, más que un cambio económico de sistema, un cambio económico de distribución de poder geopolítico y, consecuentemente, un cambio de paradigma cultural que tendrá efectos en la psicología y en la filosofía dominante en otras regiones―incluida la región anglosajona. En este caso, la transferencia será desde el paradigma materialista, utilitario, individualista del capitalismo anglosajón probablemente a un modelo más próximo a la filosofía confuciana o budista. Es decir, menos consumista, lo cual es, precisamente, lo que el maltrecho sistema ecológico está necesitando desesperadamente. De esta forma, se continuará el desplazamiento del centro civilizatorio de Este a Oeste, siguiendo el recorrido del sol e iniciado miles de años atrás―solo que ahora el Oeste del otro lado del océano Pacífico es, otra vez, el Este.
Aparte de la propia crisis de Estados Unidos en el siglo XXI, el cambio de centro geopolítico operará de ejemplo de que “otro mundo, otras formas de pensar y de vivir son posibles”, lo que facilitará una revolución inevitable en la cultura y en el sistema socioeconómico dentro mismo de Estados Unidos. Algo que por más de dos siglos hubiese sido imposible de imaginar, ocurrirá en este siglo que vivimos. Golpeadas por la degradación social, por su pérdida de privilegios globales (desde el geopolítico, el económico, el financiero, el monetario en base al dólar), por el acoso de las deudas de las generaciones anteriores y por la insatisfacción de una vida dedicada a un objetivo de éxito material que se revelará como un fracaso, las nuevas generaciones operarán un cambio radical en su concepción de sociedad y, sobre todo, existencial. ¿Es la producción y la acumulación de riquezas el objetivo supremo de un individuo que morirá en unas pocas décadas? ¿Qué sentido tiene ser los “número uno” del mundo? ¿Qué sentido tiene que en 1845 el expresidente Andrew Jackson, agonizando por una diarrea que lo estaba llevando a la muerte, hasta su último suspiro estaba tan preocupado por robarle California a México…?
Preguntas que hasta hoy han sido tabúes, serán puestas sobre la mesa mañana. Y las respuestas no serán las que hoy da la abrumadora mayoría de los estadounidense, cegados por la propaganda corporativa de una elite financiera sino también por una mentalidad fanática que combina Jesús con Mammón como el café con leche. Una fiebre materialista, supremacista, de ganar a cualquier precio aunque para ello haya que matar a miles o millones y perder la vida en una empresa ciega que funciona como distracción neurótica.
Como dice un viejo refrán sobre las posibilidades vanas del optimismo de nuestro tiempo: “cuando pensamos que hay una luz al fondo del túnel, luego resulta que es otro tren”. Es cierto que en lo que se refiere a los seres humanos no hay muchas razones para ser optimistas, pero siempre hay, o debe haber espacio para imaginar un mundo mejor. Entonces, tal vez la esperanza, que a veces mata, a veces ayuda a vivir y hasta hace posible que sigamos luchando por una salida a nuestros problemas.
Por ejemplo, es posible que la nueva civilización cambie el paradigma de la guerra y la opresión del otro por un tiempo de mayor paz, de colaboración. Un cambio civilizatorio centrado en el individuo, en el egoísmo sobre todas las cosas como el resumido por Ayn Rand, por otro más asiático, más confuciano, más budista, más indígena americano centrado en valores comunitarios, menos materialistas, menos beligerantes en procura de un único absurdo llamado dinero―capitales, en el lenguaje de los poderosos de hoy.
Después de todo, después de tantos siglos de violenta historia, no estaría mal cambiar la filosofía del águila y del oso por la del panda―esa especie que parecería ser la más feliz del mundo. Sin idealizar, tanto la naturaleza como esos seres desprendidos de ella, los humanos, necesitamos de una nueva perspectiva, de un nuevo paradigma civilizatorio. No es una contradicción sino simplemente una paradoja que los nuevo necesita de lo viejo, como ser original significa ir al origen. Ese nuevo-antiguo son las filosofías orientales como el confusionismo. Algo que, como las mismas filosofías nativas del continente americano o de varias culturas africanas como el Ubuntu o la tradición pacifista del longevo reino de Nri, en el occidente post capitalista son demonizadas como socialistas o comunistas. En alguna medida lo son, pero ese nuevo-antiguo deberá crear una cultura y una civilización menos fanática, como lo ha sido la brutal civilización capitalista que, en su fanatismo, ha logrado colonizar hasta la misma idea de libertad, progreso a fuerza de opresión y miseria―económica y humana.
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