La inédita Gran Depresión, desencadenada en 1929 con el crac de la bolsa de valores de New York, tuvo graves repercusiones, durante una década, sobre la economía capitalista mundial. También afectó a Latinoamérica, incidiendo en la caída de sus exportaciones, encareciendo las importaciones, volviendo impagables las deudas externas, con estrangulación a los ingresos estatales y freno a las inversiones públicas y privadas. Si en los Estados Unidos crecieron el desempleo y la miseria, en América Latina estas consecuencias sociales se agigantaron, además de ocasionar inestabilidades políticas e institucionales.
Bajo el marco de la crisis mundial, en Europa, la trilogía fascismo, nazismo y falangismofue la respuesta política ante el avance de los partidos comunistas y los radicales movimientos de los trabajadores en Italia, Alemania y España, respectivamente. Pero una vez concluida la II Guerra Mundial (1939-1945), en los países europeos se extendió el modelo de economía social de mercado, como base de sus Estados de bienestar. En esencia, igualmente rompiendo con la ortodoxia liberal, se implantó la activa participación del Estado en la economía, con generalización de la seguridad social pública, amplias garantías a los derechos de los trabajadores y fuertes impuestos.
La posibilidad de crear economías de tipo social y con Estados de bienestar en otros países latinoamericanos también rondaron en las décadas de 1920 y 1930. Uruguay, por ejemplo, inició ese camino en 1925, Costa Rica igual y Ecuador a partir de la Revolución Juliana y sus gobiernos entre 1925-1931. Pero es en las décadas de 1960 y 1970, con el despegue del desarrollismo como modelo industrial y de fuerte intervencionismo estatal, cuando propiamente se logró superar los regímenes oligárquicos e impulsar el definitivo desarrollo capitalista de la mayoría de los países latinoamericanos. En varios de ellos, como ocurrió en Ecuador, incluso favoreció el programa Alianza para el Progreso impulsado por EE.UU., que las oligarquías tradicionales resistieron y tildaron de “comunista”.
A pesar de los recurrentes procesos históricos para implantar economías sociales, comparables con las de Europa o Canadá e incluso con los EE.UU. de antes de la “reforma neoliberal” inaugurada por el presidente Ronald Reagan (1981-1989), quien abandonó el modelo rooseveltiano e implantó el neoliberalismo, en América Latina no lograron mantenerse ni consolidarse economías de bienestar. Permanentemente existió el freno de las oligarquías tradicionales y de las nuevas burguesías, porque su acumulación de riqueza dependió siempre de disminuir capacidades a los Estados, recortar impuestos a sus rentabilidades y negocios, pero sobre todo, explotar la fuerza de trabajo, en lo que existe una larga historia que bien puede remontarse a la época colonial.
El neoliberalismo introducido en la región en las décadas finales del siglo XX liquidó todo proyecto de economía social. Fue un retorno al capitalismo de “libre competencia”, con las consignas de reducir capacidades estatales, privatizar bienes y servicios públicos, suprimir impuestos, pero, sobre todo, flexibilizar las relaciones laborales, arrasando los derechos de los trabajadores. Las nefastas consecuencias de ese modelo se hallan en cualquier país latinoamericano. De manera que fueron los gobiernos del primer ciclo progresista en la primera década del siglo XXI, los que retomaron la construcción de economías sociales, bajo circunstancias históricas distintas a las del pasado. Lograron recuperar las capacidades del Estado, hacer amplias inversiones públicas, fortalecer y extender los servicios públicos, imponer sistemas redistributivos de la riqueza, así como garantizar derechos sociales, laborales y ambientales, al mismo tiempo que conducir políticas internacionales basadas en principios soberanistas, nacionalistas y latinoamericanistas.
Tras ese ciclo llegaron restauraciones conservadoras que revivieron la vía neoliberal. Sin embargo, en el segundo ciclo progresista, nuevamente se intenta restaurar economías sociales. En México, el presidente Manuel López Obrador alteró el pasado, inaugurando el nuevo rumbo. En apenas seis meses el presidente Lula da Silva retomó las reformas con significativo mejoramiento de las condiciones sociales en Brasil. En Colombia avanza el presidente Gustavo Petro, al mismo tiempo que encara la consolidación de la paz. En Argentina, el presidente Alberto Fernández es otro ejemplo del camino progresista. Pero en todos los países despiertan las furibundas resistencias de las elites económicas del poder. No están dispuestas a que se derrote al neoliberalismo con economías sociales a las que ahora bautizan de “comunistas”. Y en este juego de fuerzas opuestas, las elecciones presidenciales de Ecuador del próximo 20 de agosto reflejan las mismas circunstancias históricas que vive Latinoamérica: amplios sectores progresistas que ansían el bienestar, contrapuestos a elites privadas que solo se interesan por asegurar los buenos negocios, en las mejores condiciones de rentabilidad, sin propuestas sociales.
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