La idea de socialismo, contrario a la difundida idea perversa y malintencionada que lo une a pobreza, se emparenta con desarrollo, creación de mucha riqueza, avance científico-técnico. Es ahí donde surge la pregunta: ¿cómo puede esa enorme masa humana cercana a la miseria construir alternativas socialistas?
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
A partir de la reversión de la revolución socialista en la Unión Soviética y del paso a mecanismos de libre mercado en la República Popular China, el aparato ideológico-cultural del capitalismo global dio por hecho que ese “cáncer” molesto del socialismo pasaba al baúl de los recuerdos. Ambos acontecimientos dejaron ver -para esa concepción capitalista de las cosas- que los ideales marxistas eran una pura fantasía irrealizable, una quimera imposible de apegarse a la verdadera esencia humana. Como ejemplo de esa lógica, un encendido antichavista de Venezuela, el cardenal Jorge Urosa Savino, dijo públicamente en la Universidad Católica Andrés Bello, sin la más mínima vergüenza, que “Los ricos nacieron para gobernar y los pobres para obedecerlos”.
En otros términos: la desigual estructura del mundo -ricos y pobres, poderosos y desposeídos, o mejor dicho aún: explotadores y explotados- sería natural, seguramente producto de designios divinos. Por tanto, no valen las protestas y los intentos de modificar esa realidad dada. El socialismo, en tal sentido, es un afiebrado sistema irrealizable. “Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales”, podría decirse desde esa visión ideológica, remedando al andaluz Rafael de León. Resuenan ahí las palabras de la Dama de Hierro inglesa, Margaret Thatcher: “el mundo siempre ha sido así, y seguirá siéndolo. No hay alternativas contra ello”.
Si dios lo quiso, así debe ser sin apelaciones. La voluntad divina debe respetarse. Faltaría agregar, solamente, que hablamos de un dios en particular, el de la tradición judeo-cristiana que rige desde hace dos milenios en lo que llamamos Occidente; pero se omiten ahí los alrededor de tres mil dioses que pueblan la historia humana, donde Jehová es uno más de tantos.
Esa idea de diferencias connaturales no es nueva, y recorre toda la historia de la humanidad desde que hay sociedades divididas en clases sociales. Dicho de otro modo: siempre han existido justificaciones para las injusticias, cualesquiera sean. “Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores”, pudo decir convencido de su afirmación un ministro francés del siglo XIX, Jules Ferry, “explicando” así la “conveniente necesidad” de una potencia imperialista expoliando a “salvajes” pueblos..., y civilizándolos. Con lo que se pudo llegar, extremando ya las cosas, a lo que un funcionario de la Unión Europea, Josep Borrell, externó, hablando de la “jungla” del planeta en comparación con el “jardín florido” que representaría el Viejo Mundo. O más aún, lo que el ex presidente de la superpotencia estadounidense Donald Trump -quien probablemente vuelva a ser su mandatario- expresó alguna vez, sin miramientos, dividiendo el mundo entre los países desarrollados (el suyo) y los “países de mierda” (obviamente, los otros, los que les envían “indeseables” migrantes). Esta es la ideología que puede generar el capitalismo. Véase que distinta esa ética a lo que puede decir un comunista como el presidente chino Xi Jinping: “Ninguna civilización es perfecta en el planeta. Tampoco está desprovista de méritos. Ninguna civilización puede juzgarse superior a otra”. El desciframiento del genoma humano dejó totalmente claro que todos los humanos somos iguales, más allá de circunstanciales diferencias superficiales pura adaptación al medio: color de la piel, del cabello o de los ojos.
Incluso el despampanante desarrollo que está teniendo hoy China con su peculiar “socialismo de mercado”, es explicado por ese pensamiento conservador como producto de haberse volcado al capitalismo. En realidad, no es así, pero en la ideología dominante no cabe la idea que pueda haber algo más allá del lucro, de la ganancia y el individualismo absoluto en que todo ello se apoya. El capitalismo se sostiene en estos pilares. Allí la solidaridad es una rara avis.
Sin dudas, y felizmente, son posibles otros pilares: el ser humano no tiene, por naturaleza, una condición de clase. Las diferencias económico-sociales que vienen marcando el ritmo de las sociedades desde que hubo excedente y alguien se lo apropió constituyéndose en el primer propietario hace unos 8.000 años con el advenimiento de la agricultura -nacimiento de la propiedad privada-, no están en nuestra carga genética. Son determinaciones históricas. Como bien lo expresó el anarquista Pierre-Joseph Proudhon: “La propiedad privada es el primer robo de la historia”.
Si algo nos enseña el materialismo dialéctico es que nada es eterno, que todo fluye, pasa, desaparece. También el capitalismo. Pero pareciera que esta estructura económico-social se resiste a terminar. Con sus ya largos siglos de existencia ha salido airoso de innumerables confrontaciones; sobrevivió a crisis de superproducción, crisis financieras, guerras mundiales, revoluciones socialistas, organizaciones contestatarias de la clase trabajadora, pandemias, etc. No hay dudas que está muy bien blindado, que se resiste a los cambios. Se ha dicho al respecto, un tanto pomposamente, que es más fácil que se termine el mundo, por la actual crisis ecológica que nos puede matar a todas y todos, o por la guerra termonuclear que destruiría todo vestigio humano, a que termine el capitalismo.
Pero el capitalismo no es eterno. Ya hay sobradas pruebas de que pueden construirse alternativas a su modelo, hoy día casi hegemónico a nivel global. Las sociedades socialistas que existieron logrando innegables avances civilizatorios, o las que existen hoy día (no hay que olvidar que el gigantesco progreso chino se hace en nombre de ideales socialistas, no capitalistas), las experiencias de fábricas recuperadas con control obrero en diversas partes del mundo que pueden producir exitosamente, movimientos de democracia de base real y no la farsa de las democracias representativas (como, por ejemplo, las heroicas Comunidades de Población en Resistencia -CPR- en Guatemala que se erigieron y mantuvieron en medio de la más cruenta guerra interna) o, si se quiere, sin representar una alternativa socialista pero sí un desafío al consumismo capitalista como las comunidades hippies de décadas pasadas, todo ello muestra que hay algo más allá del capitalismo. La cuestión es cómo construir hoy esa alternativa.
El sistema capitalista aprendió mucho con el tiempo. Distinto a la clase trabajadora mundial, a la enorme masa de empobrecidos por el actual modelo que, como dijera el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, “no tiene nada que perder más que sus cadenas”, los beneficiarios de esa colosal acumulación de riqueza que es la clase propietaria (banqueros, industriales, terratenientes, diversos empresarios, todos igualmente explotadores) sí tienen mucho que perder con un eventual cambio. Es por eso que cuidan tan meticulosamente lo obtenido. Y lo cuidan con los más variados métodos, siempre en constante mejoramiento, que van desde la lucha ideológica (todo el monumental andamiaje mediático-cultural que se ha ido desarrollando) hasta las más despiadas formas de represión policíaco-militar, con torturas, desaparición forzada de personas, cachiporras, tanques de guerra cuando es necesario, neuroarmas, armas de destrucción masiva o cuanto arsenal pueda ser útil para defender sus privilegios, llegando a la locura de guerras nucleares limitadas con misiles tácticos.
“Las condiciones objetivas de la revolución proletaria no solo están maduras, sino que han empezado a descomponerse. Sin revolución social en un próximo período histórico, la civilización humana está bajo amenaza de ser arrasada por una catástrofe”, decía León Trotsky en 1938, cuando redactaba el Programa de Transición durante su exilio en Coyoacán, México. La descomposición del sistema capitalista podía sentirse inminente, un año antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, aun padeciéndose los efectos de la Gran Depresión del 29/30. Pero el sistema sobrevivió. Si durante la primera mitad del siglo XX y algunas décadas más las luchas de la clase trabajadora iban indicando el camino del mundo, con Rusia, China, luego Cuba y Vietnam, edificando sus alternativas anticapitalistas, con numerosos movimientos populares que crecían, con guerrillas marxistas en muchas partes del mundo que buscaban salidas revolucionarias como Cuba en su momento, con una mística guevarista que ganaba terreno y hasta una giro de la Iglesia Católica con su Teología de la Liberación y su opción preferencial por los pobres, todo lo cual podía hacer pensar en la cercanía de un gran polo socialista -para la década de los 70 del siglo XX una cuarta parte de la humanidad vivía, con las diferencias del caso, en ámbitos que podían llamarse socialistas-, para los 70/80 el sistema reaccionó, y en 1979, en Nicaragua, se produjo la última revolución con un ideario socialista. A partir de ahí, y luego con el derrumbe de los socialismos reales de Europa, la sociedad global pareció olvidarse de las nociones marxistas.
En Latinoamérica a partir de sangrientas dictaduras capitaneadas por militares preparados en la Escuela de las Américas, y en otros puntos del globo con otras características, pero todas con un común denominador, los planes neoliberales que fueron implementándose -el Chile del dictador Pinochet fue el laboratorio inicial-, el sistema se encargó muy bien de ir sepultando todas las ideas de transformación.
Lo avanzado en heroicas luchas desde los primeros sindicatos obreros en Europa a inicios del siglo XIX, o las rebeliones de pueblos originarios en América Latina o África, se detuvieron con esas políticas de shock implementadas por los organismos crediticios de Breton Woods -Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial-, que son, en realidad, brazos operativos de la gran banca privada internacional. Sobre montañas interminables de cadáveres y ríos de sangre, la guerra de clases nunca se detuvo. Con la caída de los ideales sociales hacia fines del siglo XX el proyecto de la derecha quiso enterrar en forma definitiva los ánimos transformadores. No lo logró, pero los sacó de escena en forma sangrienta, tapándoles la boca. Se pasó entonces de Marx, con x, a Marc’s: Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos. Ahora bien: ¿de verdad se podrán resolver los conflictos de clase con intercambios en una mesa de negociación? Los cambios reales en la historia siempre van acompañados de violencia; quien detenta el poder, no lo suelta amigablemente. La hoy día clase dominante, la burguesía, obtuvo su hegemonía política con la sangrienta Revolución Francesa de 1789 cortando la cabeza -nada amigablemente- a cientos de aristócratas feudales. “La violencia es la partera de la historia”, dijo Marx; no hay que olvidarlo nunca.
De todos modos, aunque sin referentes claros ni espejos donde la clase trabajadora mundial pueda reflejarse, la lucha de clases -que más bien es una guerra de clases- continuó activa, al rojo vivo. Después de Nicaragua no hubo nuevas revoluciones, pero sí numerosos alzamientos contra las penurias que esos planes de capitalismo salvaje trajeron, tanto en el eternamente empobrecido y expoliado Sur global, como en los países centrales, donde el capitalismo -quizá menos grosero- no es menos explotador. El sistema fue ideando los más diversos métodos para detener la protesta social, para aguarla, quitarle peso revolucionario. Las tibias reformas socialdemócratas fueron lo máximo que permitió. La manipulación de las masas alcanzó -y sigue superándose día a día- niveles inconcebibles. Solo a título de ejemplo, considérese lo dicho por un ideólogo estadounidense de la línea más dura, Zbigniew Brzezinsky: “En la sociedad tecnotrónica, el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos descoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón.” Manipular las emociones y controlar la razón; ese es el trabajo que el sistema se encarga de hacer a cada instante. Los mecanismos ideológico-culturales del capitalismo llevan a esa falsa conciencia del pueblo trabajador, que “inocentemente” puede terminar apoyando a su enemigo de clase. El ideario socialista no ha podido seguir creciendo -porque lo impidieron a sangre y fuego las élites- y, por el contrario, los discursos conservadores van siendo la norma. Tanto y a tal punto que muchas veces los empobrecidos, los pueblos oprimidos y apaleados, terminan votando en las amañadas elecciones democrático-burguesas a sus propios verdugos. De “trabajadores”, esa pérfida clase nos quiere convertir en “colaboradores”.
II
Como bloque hegemónico, la clase dominante -ya concebida a escala planetaria- solo va dejando pequeños espacios para que, con un talante gatopardista -cambiar algo superficial para que no cambie nada en lo profundo- se pudieran implementar algunas modificaciones, en sí mismas sumamente importantes, sin ningún lugar a dudas (un cuestionamiento del patriarcado, por ejemplo, o el retiro de la anatematización a la diversidad sexual, el apoyo a las reivindicaciones étnicas o, si se quiere, el lenguaje inclusivo que se viene imponiendo) pero omitiendo el núcleo de la cuestión: la lucha de clases.
Ese nudo gordiano salió de escena o, al menos, el discurso dominante trata de invisibilizarlo, de intentar hacerlo desaparecer. Perverso accionar, pues mientras se lo ignora en el ámbito académico-mediático-cultural, es decir: lo que le llega al grueso de la población como corriente dominante en el pensar y sentir, en la realidad concreta, en la cotidianeidad material del desenvolvimiento histórico, sigue siendo el poderoso motor de las relaciones humanas. Tanto, que uno de los grandes magnates del sistema, el financista estadounidense Warren Buffett, poseedor de una de las fortunas más grandes del planeta, pudo decir: “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”.
El socialismo es posible porque, definitivamente, no está escrito en piedra que estas infames diferencias que estructuran el paisaje social actual sean eternas. Si fueran tan “naturales” como pide la ideología dominante, expresado sin vergüenza por aquel prelado venezolano -“La ideología dominante es siempre la ideología de la clase dominante”, alertaban Marx y Engels casi dos siglos atrás, y eso no ha variado-, el sistema no necesitaría armarse hasta los dientes para defenderse. Lo expresado por ese archimillonario de Wall Street recién mencionado lo permite ver de modo patente: estamos en una despiadada guerra de clases, y la clase explotadora no está dispuesta a ceder ni un milímetro en sus prebendas. Las conquistas que las masas van obteniendo -jornada laboral de ocho horas, seguros de salud, jubilaciones, voto femenino, derechos específicos como el aborto o la licencia por maternidad, etc.- se consiguen solo con enconadas luchas, con sufrimiento, con tremendos sacrificios, muchas veces coronados con derramamiento de sangre. El capitalismo no cae solo, por propia maduración; hay que hacerlo caer. Pero cada vez el sistema se protege más a sí mismo. Por cierto, lo sabe hacer muy bien, por eso puede existir esa sensación de imbatible, inexpugnable.
Después de la Revolución Sandinista en Nicaragua, en 1979, el sistema no permitió más ninguna “salida de control”. Obviamente siguió habiendo luchas, muchas, numerosas, continuó habiendo profundos malestares en la población planetaria, porque las políticas neoliberales llevaron a un grado supremo las penurias de los más, beneficiando escandalosamente a minorías cada vez más restringidas. “Los pobres comemos mierda. Pero… ¡no alcanza para todos!”, pudo leerse en alguna muy expresiva pintada callejera en algún país latinoamericano. Ese empobrecimiento generalizado de las grandes masas, tanto en el Norte como en el Sur, junto a la precariedad laboral que se extendió por doquier (aumento imparable de contratos-basura, contrataciones por períodos limitados sin beneficios sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las patronales, incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral (en el 2020, según la Organización Internacional del Trabajo -OIT-, hubo más muertos por esa causa que por la pandemia de COVID-19), sobreexplotación de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo), sumado al aterrorizador fantasma de la desocupación que en forma creciente se esparce sobre la masa trabajadora mundial, han logrado sofrenar las luchas. O, si bien no las detuvo, toda la dinámica general, despolitización mediante, permite que no se encuentren proyectos claros que puedan transformar ese monumental descontento en proyectos revolucionarios de impacto. Dicho de otro modo: el sistema capitalista sabe lo que hace. Si es cierto que en las izquierdas cunden los eternos divisionismos, la clase dominante, “la clase rica, que está haciendo la guerra, y la está ganando”, como se ufanaba el citado Buffet, se une monolíticamente para defenderse, más allá de circunstanciales diferencias que, por supuesto, puedan tener. Esa clase sí tiene mucho que perder: sus fabulosos beneficios.
Es por eso, porque la arquitectura global del capitalismo sigue siendo tremendamente injusta, que el socialismo se avizora como una alternativa. ¡Por supuesto que, al lado del desastre monumental de esta sociedad que condena a la miseria a tantos seres humanos mientras reboza riqueza y lujos irritantes, el socialismo continúa siendo una esperanza.
Sin embargo, ante esa cerrazón que se advierte hoy en las luchas transformadoras, no encontrándose un proyecto claro que movilice a la gente -moviliza más un pastor evangélico o un cantante de moda que una consigna revolucionaria- puede abrirse la pregunta respecto a si ese ideario socialista sigue siendo vigente. La cuestión es: ¿por qué no lo sería? Las causas que dieron lugar a las primeras manifestaciones anticapitalistas en la naciente industria europea -el anarquismo de fines del siglo XVIII- llevando luego a los primeros planteos de socialismo utópico -Robert Owen, Charles Fourier, Henri de Saint-Simon, Flora Tristán- y posteriormente al socialismo científico de Marx y Engels, con modificaciones dado los cambios habidos en estos dos siglos, no cambiaron en lo sustancial. El mundo sigue girando en torno a esos dos polos enfrentados: propietarios de los medios de producción y trabajadores asalariados. A ello se articulan todas las otras contradicciones: patriarcado, racismo, imperialismo, colonialismo, heteronormatividad, ecocidio. El socialismo ha sido, y sigue siendo, un grito de guerra para establecer una nueva sociedad, en la cual se podrían eliminar conjuntamente todas esas injusticias.
Sucede que el capitalismo que inspiró las más profundas reflexiones por parte de sus grandes teóricos en la segunda mitad del siglo XIX, hoy, entrado el XXI, abre interrogantes. Su esquema básico de explotación se mantiene: extracción de plusvalía a la clase trabajadora y acumulación siempre creciente del capital. Pero en todos estos años transcurridos, con lo que el sistema ha aprendido y se ha fortalecido, se presentan nuevos retos al intentar demolerlo para edificar algo superador. El capitalismo actual obliga a reformularnos nuevas preguntas, porque estamos ante nuevos problemas.
¿Quién constituye hoy el sujeto de la posible revolución? La visión clásica nos presenta una clase obrera industrial, de suyo urbana, enfrentadas a empresarios industriales. Eso ha ido cambiando. El mismo Marx, ya en su senectud, consideró que existían otros sujetos con potencial revolucionario, tales como los movimientos campesinos. De ahí que, con gran intuición, comenzó a seguir los acontecimientos de la Rusia zarista de las últimas décadas del siglo XIX -y estudió en forma autodidacta la lengua rusa, para poder leer de primera mano materiales que presentaban la situación-. De hecho no se equivocó, porque justamente allí, en un país eminentemente agrario, mucho más atrasado comparativamente con la Inglaterra decimonónica, ya gran potencia industrial, tuvo lugar la primera revolución socialista de la historia.
Más aún: todos los procesos revolucionarios ocurridos en el siglo XX tuvieron lugar en países poco o casi nada desarrollados industrialmente, con gran presencia campesina: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Corea, Laos, Nicaragua. Junto a ello, el actual desenvolvimiento del capitalismo hace que buena parte de lo que se ha dado en llamar Tercer Mundo, presente países con poca industria, a veces con altas tasas de desempleo, con composiciones sociales donde lo rural tiene un destacado peso. Todo ello lleva a reconsiderar cómo trabajar políticamente con miras a propiciar la revolución socialista, ante lo cual Fidel Castro se preguntaba: “¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?”
La idea de socialismo, contrario a la difundida idea perversa y malintencionada que lo une a pobreza, se emparenta con desarrollo, creación de mucha riqueza, avance científico-técnico. Es ahí donde surge la pregunta: ¿cómo puede esa enorme masa humana cercana a la miseria construir alternativas socialistas? Atilio Borón, refiriéndose a la experiencia latinoamericana, refiere que [el esquema capitalista neoliberal] “precipitó el surgimiento de nuevos actores sociales que modificaron de manera notable el paisaje sociopolítico en varios países. Es el caso de los piqueteros en Argentina; los pequeños agricultores endeudados en México, organizados en el movimiento “El campo no aguanta más”; el fortalecimiento de los sectores indígenas en Bolivia y Ecuador. Habría que añadir a los jóvenes privados de futuro por un modelo económico que los condena a su suerte. En fin, el neoliberalismo dio paso a la aparición de un voluminoso subproletariado que Frei Betto ha denominado “pobretariado” del cual hacen parte desempleados, subempleados y trabajadores precarizados e informales.” La respuesta sería: ¿y por qué no podría? Pero ahí surge el problema: las poblaciones están cada vez más golpeadas por el sistema, y por tanto desorganizadas, violentadas, atemorizadas. Cabe entonces, con corrección, la propuesta denominación de “pobretariado”. De todos modos, nada de esta pobreza y atraso comparativo con las islas de esplendor capitalista indica taxativamente que de esa situación de postración no pueda surgir una alternativa socialista. ¿No fue acaso eso lo que sucedió en todas las experiencias socialistas ya mencionadas, incluyendo ahí además los procesos africanos (Angola, Benín, Mozambique, Etiopía, Congo, Somalia, Madagascar) o árabes (Iraq, Libia, Egipto, Argelia, Yemen del Sur)?
Aun partiendo de esas condiciones de precariedad, el socialismo es posible. ¿Por qué no? Hay que afirmarlo rotundamente, incluso para darnos ánimos a nosotros mismos, porque nada indica que con una planificación económica socialista y un verdadero Estado basado en la democracia directa de poder popular, aun partiendo desde muy abajo, no se pueda construir una sociedad más justa. Cuba, al momento de la revolución, era una paradisíaca isla caribeña convertida en el casino y lupanar para estadounidenses. Con décadas de revolución socialista, pese a lo que pueda malinformar la prensa capitalista (la gente “huye” de la dictadura de la isla, mientras que de los empobrecidos países latinoamericanos “migra”), la nación socialista tiene excelentes índices socioeconómicos, en muchos casos iguales o superiores a potencias imperialistas, siendo el único país del Sur global que pudo desarrollar una vacuna contra el COVID-19.
El socialismo sin dudas es posible; es decir, una organización social no basada en el lucro empresarial sino en la auténtica equidad distributiva de la riqueza generada por el trabajo. Socialismo no es sinónimo de paraíso; el único paraíso posible es el paraíso perdido, porque las relaciones humanas nunca están libres de tensiones, de conflictos y desavenencias. Pero una organización más horizontal sin odiosas jerarquías sí es factible. ¿No fue eso lo que se logró con todas las experiencias socialistas conocidas? Cierto es -de ahí la necesidad imperiosa de su revisión crítica (constructiva)- que las jerarquías volvieron, y en todas las experiencias socialistas volvemos a encontrarnos con estratificaciones sociales: Nomenklatura versus pueblo llano. ¿Es un destino ineluctable, o qué pasa allí?
III
Naturalizar las diferencias económico-sociales no es más que una expresión ideológica. Pero ¿cómo? ¿No es que las ideologías habían muerto, según gritó eufórico Fukuyama? Parece que no. Las ideologías siguen vivas, en guerra, marcando el paso de la historia. Esa “naturalización” no deja de ser una expresión totalmente cuestionable.
Si miramos objetivamente la historia se nos abren preguntas difíciles de responder: ¿por qué, una vez que hubo excedente cuando se pasó a la vida sedentaria con la agricultura y la ganadería, alguien se constituyó en el propietario del mismo? ¿Qué hizo que surgiera un amo? ¿Por qué ese excedente no se repartió en forma equitativa entre todos los miembros de la comunidad? Eso lleva a pensar que anida en el ser humano esta tendencia “natural” al individualismo, y de ahí a la subyugación (sumisión, opresión) del otro. En verdad, es imposible aseverar eso.
No hay dudas que existe una intrincada dialéctica entre amo y esclavo en las relaciones humanas, lo que marca lo problemático del asunto. Habíamos dicho que esas relaciones nunca están exentas de conflicto, de tensiones; pues bien, diversos autores, en diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han expresado esta verdad. “El individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su «ser-para-otro». No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una «lucha a vida o muerte» entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el «amo» y el otro es el «esclavo»”, dirá Herbert Marcuse en su obra “Razón y Revolución”, sintetizando la dialéctica del amo y del esclavo (capítulo IV) de la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel, la cual permitió a Marx entender el sentido de la historia humana.
¿Acaso entonces estamos condenados a esta diferencia, a este menoscabo (sumisión, opresión) del otro? ¿Por qué, al menos en las experiencias conocidas hasta ahora de socialismo real, asistimos a una burocracia dominante y un pueblo trabajador sin las mismas prerrogativas? La historia de la humanidad nos confronta continuamente con esta dinámica. Las sociedades de clase lo evidencian de modo patético: en todo lugar, más allá de diferencias culturales, desde que hay excedente en la producción y se sale de la fase de recolectores-cazadores primarios, se establece esa dialéctica, llámese faraón / emperador / sumo sacerdote / rey / principal / empresario o algún etcétera versus esclavo / siervo / súbdito / vasallo / dependiente / asalariado o como se le llame (¿habrá que incluir ahí burócrata de la Nomenklatura versus camarada trabajador/a?). Sin dudas las formas de dominación han cambiado a través de los distintos modos de producción basados en la propiedad privada de los medios de producción (esclavismo, despótico-tributario, feudalismo, capitalismo), pero el núcleo central se mantiene: un poseedor versus un desposeído, un explotador versus un explotado. ¿Se puede ir más allá de esto, superadoramente, o la idea de un mundo de pares, de “productores libres asociados”, como decía Marx, no pasa de quimérica ensoñación?
Los desarrollos del Psicoanálisis nos han enseñado que esa tendencia que, para un pensamiento conservador, pasaría por “natural” (o peor aún: por mandato de las deidades), no estriba en la herencia genética sino en la forma en que el ser humano se humaniza, se hace un sujeto social. Esa presunta agresividad innata radica en la forma en que nos convertimos en seres sociales, en uno más de la serie, sujetos históricos pertenecientes a un código simbólico que nos construye y que no elegimos sino que, en todo caso, nos elige a nosotros. “Eres la cosita más linda del mundo” le dice la madre al hijo; nos lo creemos y ahí empieza el drama humano. “Basta decirle a alguien que no tiene razón, que no es quien cree, mostrarle un punto donde se limita la aseveración de sí [en otros términos: indicarle que no es la cosita más linda del mundo, porque no hay tal cosita máxima, salvo para su madre] para que surja la agresividad” (Bleichmar), y el otro se convierte inmediatamente en enemigo. El otro no puede faltar en esta dinámica, porque es con él, a partir de él, en una dialéctica infaltable, como nos convertimos en humanos, en uno más -ni el más lindo ni el mejor-, un elemento más de la interminable cadena que forma la humanidad. “En la vida anímica individual aparece integrado siempre «el otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario”, explicita Sigmund Freud. Es decir: puede haber solidaridad -a veces-, pero también competencia. Por eso, en estas sociedades que vienen dándose desde hace ya varios milenios -el capitalismo es una más de ellas, basadas todas en la propiedad privada de los medios productivos- la dialéctica de la que nos habla Hegel se exterioriza siempre de un modo violento.
La moderna civilización burguesa surgida hace unos pocos siglos -que se llena la boca hablando de la violencia de los comunistas- es despiadadamente violenta, no olvidarlo. “Marchemos, marchemos. ¡Que una sangre impura empape nuestros surcos!” reza la Marsellesa, himno por excelencia de la modernidad capitalista. El socialismo pretende otra cosa.
No hay “condena fatal” que establezca en manera definitiva la forma de ser del humano. Hoy, el sujeto que conocemos y que viene siendo el centro de todas estas sociedades clasistas, está vertebrado en torno a esa forma de constituirnos: “lucha a vida o muerte entre individuos esencialmente desiguales”. Pero no hay un destino ineluctable que indique que esto es la “esencia” humana, ahistórica, inmodificable. En todo caso, la única “esencia” del ser humano es el trabajo: “Su esencia probatoria”, dice Marx retomando a Hegel. Por eso el socialismo, que entroniza el trabajo y no la acumulación suntuaria, continúa siendo una esperanza. El propio Freud, conocedor como ninguno de estas sutilezas humanas, en su momento vio con buenos ojos la revolución rusa, razonando que, de un contexto social nuevo, de un mundo estructurado con otros valores y otro proyecto antropológico, podría surgir un ser humano distinto, quizá no tan “enfermizo” como el que conocemos. Esa es la apuesta que se nos abre.
Existen grupos humanos que al día de hoy, con un capitalismo hiper desarrollado estructurado básicamente en torno al consumo y la acumulación, aún viven en estadios pre-agrarios sin estratificaciones sociales, sin amos y esclavos (aborígenes de Australia, esquimales de regiones árticas, algunas etnias amazónicas). He ahí lo que se llama “comunismo primitivo”. El reto está dado en edificar un nuevo comunismo sobre la base del espectacular desarrollo de las fuerzas productivas sociales que hoy ha alcanzado la humanidad.
IV
Observando la realidad actual, con prácticamente todo el planeta tocado por este esquema capitalista donde nacemos y nos criamos a partir de una madre que nos construye como “lo más lindo del mundo”, donde la idea de poder (ser “más” que el otro) moldea nuestras vidas y donde el “tener” pasa a ser la esencia dominante -“tanto tienes, tanto vales”-, es fácil terminar repitiendo el mensaje ideológico-cultural en que se cimenta todo lo anterior. En ese sentido, pareciera que nos hallamos ante una “esencia” individualista, egocéntrica, donde la búsqueda de poder nos define. Seamos claros en esto: el ser humano que conocemos se vertebra en torno al poder, como aquello que nos permite -ilusoriamente- vernos plenos, completos, sin que nada falte. Es decir: el ejercicio del poder nos hace sentir dioses, seres absolutos. Por eso fascina tanto. Y el poder -a esta altura de todo lo acontecido- es más que obvio que no es privativo de la derecha: es una dinámica humana. ¿O acaso en la izquierda no hay juegos de poder?
La visión clásica de lo humano presenta una cierta “malicia” connatural -homo homini lupus, el hombre es el lobo del hombre-, por lo que anidaría en esa supuesta esencia una condición básica, ahistórica. Para ello parecieran sobrar los ejemplos: las leyes de oferta y demanda, ¿son leyes del mercado o de la psicología humana? ¿Por qué hay acaparadores que van contra las necesidades de la comunidad? Cuando hubo plus-producto con la agricultura, excedente social, ¿por qué no se repartió equitativamente y alguien se lo apropió? La explotación que ejerce la clase dominante (cualquiera de ella) ¿es una dimensión sistémica o es producto de esa connatural condición? ¿Por qué los cuadros comunistas de la ex Unión Soviética tan fácilmente pasaron a ser empresarios explotadores y mafiosos cuando cayó el socialismo? En la pasada pandemia de COVID-19 ¿por qué hubo países del Norte que acumularon hasta cinco veces más de lo necesario las vacunas contra el SARS-CoV-2, mientras en el Sur faltaban dosis?
Ante todo ello la expectativa es poder crear una nueva matriz donde esa cría humana se humanice de otra forma: no para la competencia sino para la solidaridad. Lo cual llevará a pensar en un nuevo orden familiar, distinto al que conocemos hoy día, y del que ya hay esbozos (en la Unión Soviética se empezaron a concebir: los hijos son de la comunidad, creándose un esquema nuevo). La familia, como instancia histórica, es una institución, una más de tantas, y por tanto, también pasible de cambios. Ya lo vemos hoy día, cómo el matrimonio heterosexual, monogámico y patriarcal-supuestamente modelo de “normalidad”- no está en crecimiento sino denotando una crisis, mostrando quizá su lenta retirada (divorcios cada vez más frecuentes, matrimonios igualitarios, familias monoparentales, parejas abiertas. ¿Se llegará pronto a la clonación en laboratorio?). En ese sentido, con la educación en nuevos valores, en una nueva ideología y una nueva práctica social, es que el socialismo continúa siendo una esperanza, porque de allí puede surgir ese mundo menos sanguinario que pensaron los clásicos: “Productores libres asociados” donde regiría la máxima de “De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad”.
Aunque la experiencia de los primeros pasos socialistas abre preguntas -que hay que responder autocríticamente- nada indica que una sociedad distinta a la capitalista no sea posible. Que el monumental bombardeo mediático nos haga creer que lo actual es inevitable, único, vencedor absoluto y la expresión máxima del desarrollo humano, los números fríos que no mienten nos muestran otra cosa: el capitalismo es penuria para las grandes mayorías. Unos cuantos centros comerciales abarrotados de productos no significan “el triunfo” de la humanidad. Significan, lisa y llanamente, el triunfo del consumismo inducido por el capital, no más que eso. Por supuesto, podemos y debemos ir más allá de eso. Un mundo basado en el petróleo y en la obsolescencia programada, defendido con armas letales de destrucción masiva, no puede ser “el fin de la historia”. El capitalismo es eso; lo dijo sin empacho un representante de esta ideología de derecha que se siente dueña del planeta: “Así como los gobiernos de los Estados Unidos [y otras potencias capitalistas] necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”.
Ese capitalismo “exitoso” tiene más de 1.000 bases militares alrededor del globo terráqueo custodiando la “libertad” y la “democracia”; o, dicho de otro modo: los negocios que la clase dominante a nivel planetario no está en absoluto dispuesta a perder. 851 instalaciones de Estados Unidos (país que ha participado en prácticamente todas las guerras durante el siglo XX), 145 de la monarquía medieval que continúa manejando el Reino Unido y de Francia, que sigue poseyendo “territorios de ultra mar”, es decir: colonias (¡en pleno siglo XXI y hablando de democracia!). Todo esto nunca debe olvidarse: si desde la corporación mediática capitalista se dice que el socialismo fracasó porque no muestra esos shopping centers repletos de mercaderías, recordar entonces que la pretendida victoria capitalista, hoy habiendo tomado la forma de la cultura dominante de su principal potencia, el llamado american way of life, se mantiene solo a base de brutal represión y poder militar. Para que un 15% de la humanidad goce los resultados del desarrollo, el otro 85% se mantiene hundido, y ante los intentos de cambiar las cosas, la fuerza bruta de los dominadores se impone. “El rol de las fuerzas armadas de Estados Unidos será mantener la seguridad del mundo para nuestra economía y que se mantenga abierta a nuestro ataque cultural. Con esos objetivos, mataremos una cantidad considerable de gente”, expresó Ralph Peters, alto mando del ejército norteamericano. ¿Dónde está el triunfo?
Aunque las primeras experiencias socialistas sufrieron reveses -hoy, como se dijo más arriba, hablar de “socialismo” no es lo habitual-, y aunque la maquinaria mediático-cultural-ideológica del capitalismo dominante intente mostrar la imposibilidad de ese “afiebrado e irrealizable” sueño de una sociedad de iguales, el socialismo sigue siendo una esperanza. Existió, lo cual muestra que sí es posible, y sigue existiendo. El ideario socialista sin dudas continúa vigente, porque las causas que lo originaron se mantienen absolutamente vigentes. Decir que esas primeras y balbuceantes experiencias fracasaron es, como mínimo, una falta de respeto -o, más precisamente, un enorme error de apreciación-. O peor aún: un vómito ideológico. Lograron avances fabulosos. Como un mínimo ejemplo -se podrán dar muchos más- solo baste con ver lo que sucedió en el primer Estado obrero y campesino de la historia, la Rusia bolchevique: de un país feudal pasó a ser la segunda potencia mundial (económica, científico-técnica, militar, cultural) en solo unas décadas. Por supuesto que hay logros, fabulosos, aunque la propaganda capitalista los minimice: salario mínimo y digno para toda la clase trabajadora, descanso semanal remunerado, vacaciones pagas, licencia por maternidad, transporte público de alta calidad subvencionado (el metro de Moscú se considera una gran obra de arte, única en su tipo), calefacción hogareña subvencionada, vivienda digna asegurada para toda la población, electrificación de todo el país y un enorme parque industrial, granjas agrícolo-ganaderas comunitarias de muy alta productividad, educación gratuita, laica y obligatoria para toda la población, alfabetización del 100% de sus habitantes, universidades e institutos de investigación del más alto prestigio a nivel mundial, salud de alta calidad gratuita para toda la población, completa erradicación de la desnutrición, plena igualdad de derechos para hombres y mujeres, voto femenino, derecho de aborto (primer país del mundo en tenerlo), divorcio legalizado, derogación de la normativa zarista que prohibía la homosexualidad, avances científico-técnicos portentosos (primer satélite artificial de la historia, primer ser humano en el espacio, desarrollo de la energía nuclear civil, tecnologías metalúrgicas de avanzada, grandes logros en biotecnología, caucho sintético, telefonía móvil), poder popular real a través del desarrollo de democracia directa con implementación de los soviets (consejos obrero-campesinos y de soldados), fabuloso fomento del arte y la cultura (cine, teatro, música, literatura, ballet, arquitectura), derrota de la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial (avanzada militar azuzada por las potencias capitalistas de la época para destruir la Revolución).
La pregunta que se abre es por qué esa experiencia cayó; por qué, luego de esos grandes avances, entró en un período de burocratización, generándose nuevamente una virtual división de clases, y la población no salió a defender sus derechos cuando el golpe de Estado restaurador del capitalismo de 1991. De China, el otro gran país que produjo su revolución socialista, también hay logros fundamentales. Es incuestionable que, de ser un país semifeudal en el momento de la revolución en 1949, pudo sacar de la pobreza rural crónica a 500 millones de personas, constituyéndose en poco tiempo en una superpotencia en todos los órdenes, con un nivel de vida de su población sumamente satisfactorio.
Sin dudas, el socialismo es posible, aunque las fuerzas del capital hagan todo lo imaginable para impedirlo. De todos modos hoy, al momento de escribirse este opúsculo, la marcha del mundo pareciera indicar que la posibilidad de una revolución anticapitalista va saliendo de circulación. “El gran problema estratégico radica en que muchos pensadores consideran que la izquierda debe centrarse en la construcción de un modelo de capitalismo posliberal. Esta idea obstruye los procesos de radicalización. Supone que ser de izquierda es ser posliberal, que ser de izquierda es bregar por un capitalismo organizado, humano, productivo. Esta idea socava a la izquierda desde hace varios años, porque ser de izquierda es luchar contra el capitalismo. Me parece que es el abecé. Ser socialista es bregar por un mundo comunista”, afirma con razón Claudio Katz.
Ese mundo comunista ¿por qué no sería posible? No solo es posible, sino imperiosamente necesario. Analizar las experiencias socialistas realmente existentes surgidas en el siglo XX puede darnos pistas de cómo seguir luchando para conseguir ese horizonte post capitalista. En el socialismo real hubo inmensos, inconmensurables errores. Pero no olvidar que esas experiencias nunca pasaron de algunas décadas; el capitalismo lleva siete siglos de acumulación. Por otro lado, ¿qué se esperaba de las revoluciones socialistas: paraísos?
Sin dudas, hay que seguir profundizando todo esto. La historia, distintamente a lo proclamado por el grito triunfal de Fukuyama ante la caída del Muro de Berlín, no está terminada.
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