Juan Manuel Santos, candidato a la presidencia que se consagraría el domingo que viene (20 de junio), fue el Ministro de la Defensa en la época de las ejecuciones ilegales de campesinos presentados como guerrilleros de las FARC caídos en combate.
Desde Medellín, Colombia
Álvaro Uribe fue elegido en 2002 con la promesa de acabar el conflicto colombiano con la mano dura, expresada en la Política de Seguridad Democrática, después del fracaso del Proceso de Paz con las FARC en el año 2001.
Su manera de gobernar y la de la mayoría política que lo rodeó llevó a satanizar a quienes estaban en contra de sus políticas, aplicando el principio de quién no está conmigo está contra mí.
Ocho años después, tras dos gobiernos consecutivos, aparecen y se recopilan las pruebas de la Guerra Sucia. Agentes del DAS denunciaron cómo se infiltraron en las Altas Cortes de Justicia, cómo esa información fue utilizada para provocar choques entre las cortes y su desprestigio por ejercer control judicial sobre el Gobierno.
Durante esos años, las Cortes adelantaron los procesos de la llamada parapolítica, que llevó a 40% del Senado a la cárcel, destituyó gobernadores y alcaldes, en su gran mayoría políticos regionales que apoyaron la Política de Seguridad de Álvaro Uribe y que fueron los voceros de los paramilitares en negociaciones con el Gobierno. Igualmente llevó el proceso de la yidispolítica, que implicó a varios congresistas y a un par de ministros en la compra de votos para que el referendo reeleccionista fuese aprobado por el Congreso, y Uribe se pudiera reelegir. Yidis Medina, la protagonista del escándalo, en la cárcel actualmente, reconoció las denuncias de cambio de voto a última hora por nombramientos en cargos públicos y denunció amenazas en su contra.
Como con los magistrados de la corte, la Guerra Sucia se declaró contra periodistas, líderes de oposición, defensores de los derechos humanos, indígenas, campesinos, familiares de los desaparecidos y testigos.
Las filtraciones del DAS en la Justicia fueron acompañadas de interceptaciones ilegales y amenazas a un grupo de más de 600 personas entre políticos y periodistas. Entre las pruebas encontradas por la Fiscalía, está un manual de cómo amenazar a menores de edad y utilizar el temor de amenazas de tortura y muerte en sus hijos, como es el caso de la premiada periodista Claudia Julieta Duque, hoy exiliada.
Se encontraron también fichas de cómo desprestigiar a figuras opositoras creando nexos con armados y difundiendo rumores. A políticos del Polo, partido de izquierda, la estrategia fue relacionarlos con las FARC. A dirigentes de la oposición se les desprestigió con nexos con los paramilitares. Al hoy candidato Rafael Pardo, del Partido Liberal, el propio Juan Manuel Santos difundió un rumor ante las cámaras de televisión diciendo que él “había escuchado informaciones de un complot que en conversaciones previas tendrían Pardo y las FARC”; Santos reconoció después que era un rumor y pidió disculpas públicas. Aunque la prensa y los partidos políticos no creyeron lo dicho, el daño ya estaba hecho.
El último informe de la FLIP, Fundación para la Libertad de Prensa, resaltó que las violaciones al ejercicio periodístico se incrementaron por cuenta de funcionarios del Gobierno superando a Paramilitares y FARC.
El mismo Presidente de la República se refirió a los periodistas y opositores como “terroristas vestidos de civil”, y abiertamente arremetió contra los mismos acusándolos de ser cómplices de las FARC. El caso más recordado es el de Hollman Morris, director de Contravía, un programa independiente que cubre el conflicto armado.
Pero la jugada magistral de la administración Uribe fue sacar del juego a los líderes de los Ejércitos Paramilitares que después de negociar la desmovilización con el Presidente fueron perdonados con mínimas penas, y tras probarse que delinquieron desde la cárcel manejando el rentable negocio de tráfico de drogas, el Gobierno Nacional los extraditó a Estados Unidos justo cuando declararon a la Justicia colombiana la responsabilidad de Presidente, Vicepresidente, políticos, industriales, comerciantes y multinacionales en masacres en Urabá y Córdoba. El caso más sonado fue el de la bananera Chiquita Brands que financió a grupos paramilitares. El testigo clave en la responsabilidad presidencial, alias “Tasmania”, fue asesinado en la cárcel.
Los Falsos Positivos fueron el eufemismo con el cual la Gran Prensa tradicional y el Ejército llamaron a una política de ejecuciones ilegales contra campesinos y jóvenes de barrio.
Aunque ya se conocían denuncias de desapariciones a manos del Ejército Nacional, el escándalo se destapó a finales del año 2008 cuando 19 jóvenes de Soacha y Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá, fueron asesinados por militares y trasladados al departamento de Norte de Santander, fronterizo con Venezuela, dónde fueron entregados como guerrilleros dados de baja. Las madres de estos presionaron al gobierno para que se investigara el caso. Algunos cálculos del mismo Estado hablan de 2000 personas en la misma situación pero no hay una cifra creíble.
Los asesinatos de civiles inocentes a manos de militares se conocen en el Derecho Penal Internacional como Ejecuciones Extrajudiciales y constituye una transgresión a los derechos humanos.
La responsabilidad del Gobierno Nacional se hace manifiesta en la política de premiar los positivos. Esto se refiere a la Resolución 029 del Ministerio de Defensa que consistió en ofrecer sumas de dinero y beneficios a quienes obtuvieran éxitos dentro de sus filas. Estos beneficios fueron conocidos como positivos y publicitados en los medios de comunicación como éxitos de la Seguridad Democrática.
Al final de la era Uribe, ocho años de Mano Dura revelan que el Gobierno emprendió métodos ilegales para lograr sus objetivos. El éxito de la Política de Seguridad Democrática no consistió en la solución del conflicto por las armas ni en la disminución del narcotráfico, sino en la sensación de éxitos sucesivos, aunque a veces falsos, del Ejército Nacional, y en el uso del terror contra oposición y prensa para poder derrotar al “terrorismo”.
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