Superar el esquema panamericanista de la OEA, para forjar en su lugar una nueva arquitectura regional, de profundo carácter latinoamericanista, es una necesidad y un desafío impostergable en las actuales condiciones que vive la región.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Fotografía: la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, en la reunión de la OEA en Lima)
La sesión número 40 de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), celebrada en Lima en días pasados, no podía ser más reveladora del estado de situación de las relaciones interamericanas y de los cambios y tensiones en el ajedrez político latinoamericano.
Hace un año, en la reunión de la OEA en San Pedro Sula, bajo la conducción magistral del presidente hondureño Manuel Zelaya y la canciller Patricia Rodas, la nueva diplomacia latinoamericana logró la derogatoria del acuerdo que, en virtud de la presión norteamericana y el sometimiento de gobiernos títeres en el continente, había expulsado a Cuba del sistema interamericano en 1962.
Los rostros compungidos y desorientados de los funcionarios del Departamento de Estado de EE.UU, Hillary Clinton y Thomas Shannon, ante aquella sacudida de las cadenas imperiales y los remanentes de la Guerra Fría, fueron el mejor testimonio de un momento excepcional en la historia reciente de nuestra América.
Lo sucedido desde entonces es bien conocido: tres semanas después de aprobada esta resolución, y en momentos en que Zelaya promovía una consulta popular no vinculante sobre la convocatoria a una Asamblea Constituyente, fue perpetrado el golpe de Estado y su expulsión del país, desde la base militar estadounidense de Palmerola, rumbo a Costa Rica. Vinieron luego sucesivos episodios de teatralidad diplomática, dilaciones y engaños de parte de EE.UU., sus “mediadores” y gobiernos aliados –especialmente en Centroamérica, Colombia y Perú-, que no hicieron más que burlarse de la comunidad internacional, el sentido común y la condena universal contra los golpistas liderados por Roberto Micheletti y el nuevo “héroe nacional”: el general Romeo Vásquez.
Ahora, en Lima, Washington no ha vacilado en manifestar sus pretensiones de reconstituir, en lo posible, su dominio sobre sus enclaves geoestratégicos. El seño fruncido y las demandas prepotentes de la Secretaria de Estado, al exigir a los cancilleres que aceleren el proceso de reingreso de Honduras a la OEA, así lo dejan claro.
Si ya es lamentable que la administración del Presidente Obama abogue por el espurio gobierno de Porfirio Lobo, legitimando con ello las atrocidades cometidas por jueces, políticos y militares golpistas que aún gozan de impunidad; más grave aún es que profundice, bajo los ropajes del soft power, la opción militar-injerencista, tributaria de la doctrina de seguridad nacional y “antiterrorista” de los neoconservadores republicanos.
Basta con mencionar un ejemplo: mientras la señora Clinton afirmaba en Lima, contra toda evidencia, que el régimen de Lobo “ha demostrado un compromiso fuerte y consistente con el orden constitucional y la gobernabilidad democrática” (telesurtv.net, 07-06-2010); la Embajada de EE.UU en Tegucigalpa anunciaba el inicio de conversaciones entre el Comando Sur y el gobierno hondureño para fortalecer la cooperación militar y, además, la donación de “una flota de 25 camiones a las Fuerzas Armadas de Honduras” (Agencia EFE, 08-06-2010). Lo que apunta a ajustar el cerrojo histórico sobre el país centroamericano y sus posibilidades de transformación social.
En el fondo, nada de esto debería sorprender: es la ambigua línea política fijada por el gobierno estadounidense, y en la que se inscriben el derrocamiento de Zelaya -el puntal más reciente del ALBA en Centroamérica- y la instalación de nuevas bases militares en Colombia y Panamá, que junto a los triunfos electorales de Sebastián Piñera en Chile y la continuidad del uribismo en Colombia, le permiten apuntalar posiciones frente a los conflictos crecientes con Venezuela y Brasil.
Superar el esquema panamericanista de la OEA, para forjar en su lugar una nueva arquitectura regional, de profundo carácter latinoamericanista, como de algún modo lo intentan el ALBA, UNASUR y la futura Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, es una necesidad y un desafío impostergable en las actuales condiciones que vive la región.
No solo se trata de saldar una deuda con la historia y lo mejor del pensamiento latinoamericano, sino también con todos aquellos hombres, mujeres y movimientos políticos, sociales y revolucionarios que han luchado por nuestra América: entre ellos, el Frente Nacional de Resistencia, signo de esperanza en medio de la oscura noche hondureña.
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