¿Siguen vigentes las antiguas denominaciones de izquierdas y derechas?
¿Permanecen las clases sociales que imperaron en el mundo moderno clásico? ¿Son
conflictos más importantes los que nos legaron los tiempos ya antiguos, los de
la máquina de vapor y el telégrafo? ¿O los que se insinúan ahora,
contemporáneos a los tiempos del 4G y el “triple play”?
Horacio González* / Página12 (Argentina)
Si en un caso se
mantenía perfectamente discernible una estructura social de propietarios y de
“los que sólo poseen su fuerza de trabajo”, en el otro los usos culturales se
califican creando categorías que aluden menos a la producción de mercancías que
al consumo de símbolos. Y se llamará incluidos o excluidos a los que se
incorporan o se desafilian o aún no han conseguido ser contemplados por los
artefactos tecnológicos de conexión social. Palabras como “los pobres de la
tierra” de José Martí, son sustituidas en la misma y noble intención reparadora
por expresiones como conectividad e inclusión, o conectar igualdad, que cuando
se pronuncian juntas ejercen una respetable percepción que relaciona un
concepto central de la revolución técnica (la globalización informática) con
otro del pensamiento político clásico (la igualdad).
Dándole un giro
inopinadamente existencialista, muchos utilizan la expresión “precarización”
para señalar las condiciones habitacionales, laborales y educacionales
negativas, pero, según los casos, acentuándose más o menos el sostenimiento o
“achicamiento” de la denominada “brecha digital”. En esos casos, se habla de la
disparidad entre precarizados en la esfera laboral o en modestas meritocracias
del proletariado white collar de las corporaciones, que sin embargo están
titulados y participan del mundo de la “conectividad”, aunque con el carácter
agrietado de los que ven a diario cerradas sus oportunidades. Muchos de ellos
son los que producen los actuales movimientos de insatisfacción urbana,
combinándose un macizo de temas que adjuntan muchas reivindicaciones
progresistas (sobre el transporte, por ejemplo), con soterradas epistemologías
del miedo (la inseguridad, la corrupción, la inflación).
En tiempos en que
las guerras y las tecnologías hacen aparecer como lejanos, los pensamientos
sobre las necesarias gratificaciones de los productores sociales solían
calificarse con la cuestión kantiana pero también marxista de la satisfacción
de “intereses”. Pero la satisfacción surgía no sólo de superar la precariedad
social, sino de modificar las estructuras de la historia. Parecía claro que la
construcción del mundo histórico real debía regirse por los “intereses del
sujeto laboral”, los proletarios, que condensaban en su existencia el haber
sido producidos por las necesidades del capitalismo y al mismo tiempo estar
destinados a superarlo como herederos sociales de sus fuerzas productivas ya
liberadas. ¿Pero qué era el “interés”? Se presentaba el complejo dilema de la
“conciencia de clase”. No podía presuponerse, como los acontecimientos
históricos relevantes del siglo XIX lo demostrarían, que la noción de
proletariado ya nacía con la conciencia de una situación opresiva totalmente
simultánea con su comprensión transparente y completa de su condición de
oprimido. De ahí que, de a poco, en estos grandes panoramas reivindicativos, se
iban imponiendo observaciones en relación con que la condición de proletario no
correspondía exactamente a intereses explícitos de comprensión y acción que
saturaban por completo una conciencia revolucionaria ya dada.
Durante un buen
tramo del siglo XX, Georg Lukács consiguió establecer los alcances y
dificultades del problema. Había una posición que presuponía en el proletariado
una conciencia “autoatribuida” que lo dirigía sin intermediarios hacia la revolución,
cuando en verdad la conciencia proletaria estaba sumergida en un mundo opaco de
prácticas y sofismas, e incluso sus propias representaciones partidarias no
eran capaces de investigar sus implícitas lógicas de poder, que permanecían en
las penumbras. Era necesario volver a pensar la manera de reunir esa fuerza
práctica con la realidad efectiva de sus sujetos proletarios, que ignoraban que
a esa fuerza, sin saberlo, la tenían. Todo el siglo XX puede resumirse, en
cuanto al tema de la conciencia obrera, en los numerosos intentos de
interpretar esos “intereses de clase” en los más diversos cuadros históricos y
culturales. Así, la socialdemocracia alemana –los herederos de Engels– crearon
el más grande partido socialista de la época reconociendo en la conciencia
obrera intereses tanto democráticos, como nacionales, comunitarios,
acuerdistas, destinales, desarrollistas y profesionales (Bernstein, Kautsky,
Otto Bauer) sin por ello resignar la creación de un gran partido obrero
teóricamente separado de las representaciones burguesas. La clase obrera perdía
su gran papel de actor y testigo del gran derrumbe del capitalismo –tema en que
había insistido la tan sugestiva Rosa Luxemburgo–, pero podía moderarlo desde
sus numerosas bancas legislativas, obteniendo asimismo algo más concreto que lo
que Marx había ofrecido como “la herencia de la filosofía alemana”. Ahora iban
a recibir como legado el formidable andamiaje técnico del capital, quizás,
ilusoriamente, sin las relaciones sociales coercitivas que éste había tejido en
varios siglos.
La guerra
permitió en cambio que hubiera otros destinatarios o sentidos de la técnica.
Esta había intentado su versión social proletaria con Lenin (socialismo y
electricidad, otra conjunción entre ideas políticas y razón técnica) y su
versión estetizadora de la guerra con el nazismo. Y así como este movimiento
albergaba en sus comienzos una franja de “izquierda”, también ciertas
fracciones de la izquierda soviética, ante la gran convulsión, originaron el
amplio gesto político conocido como “nacional-bolcheviquismo”. Ya para las
poderosas socialdemocracias, la herencia de la filosofía iba pareciéndose a un
republicanismo social de leyes y garantías –muy distinto de lo que nuestros
pobres socialismos llaman republicanismo como recurso para desnutrir todo
atisbo de reflexión y escritura novedosa–, mientras que las tecnologías
usualmente llamadas industrias culturales surgían como productoras de un ideal
de hombre moderno que parecía cargar la convincente síntesis entre el goce artístico
de masas y un modelo productivo capitalista de bienes de mercado. Y así,
heredaban el arquetipo cultural clásico a través de readaptaciones de grandes
textos, con batallones de divulgadores y expertos en detectar gustos
proliferantes de públicos, a los que previamente extirpaban de su vínculo con
los grandes mitos, los que forman el modo agonal y colectivo del existir.
Si la idea de
clase media surge con la de la “industria cultural y profesional”, la del
proletariado había surgido fáusticamente del primitivo goce pedagógico de la
naturaleza, para asignarle la tarea de desplazar la ilusión fetichista, tanto
aldeana como religiosa. Y por cierto, emancipado de la “mercancía” que
amenazaba homologar, sustituir y capturar su conciencia. Hoy, la industria cultural
ha “creado” o “inventado”, como gran acontecimiento conceptual de la segunda
mitad del siglo XX, nuevos tipos colectivos de segmentos poblacionales,
habitacionales y simbólicos. Son grupos humanos fraccionados por la “crítica
del gusto” a cargo de “gerentes empresariales de contenido”, que forjan y
pululan dentro de las maquinarias visuales, comunicacionales y lingüísticas más
notables que hayan aparecido desde la invención de los tipos móviles de
imprenta, la máquina de calcular de Leibniz, la locomotora y el motor de
explosión, en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. El progresivo ascenso de la
industria editorial, que comienza redefiniendo el espacio público con los
periódicos y la radio, favorecía entonces la adquisición de una “conciencia
social”, pero en ciertos casos hacía que la noción de proletariado perdiese su
resonancia insurgente. Walter Benjamin había señalado esa pérdida incluso desde
1871, coincidente con el fin de la Comuna y la muerte de Auguste Blanqui. El
bolchevismo descubre el cine, dándole una eminencia luego difícil de igualar, y
Trotsky llega a alegrarse de que los viejos templos se conviertan en salas de
exhibición de imágenes (lo que un siglo después se ha invertido totalmente,
aunque ya es lo religioso con rebordes de industria cultural).
No podía
sorprender que Marcuse afirmara, en 1968, que ya asistíamos a la culminación de
“la inclusión del trabajador al sistema, como propietario de su autito Renault”
y que la nueva insurgencia contaba con un sustituto espectral, con el proletariado
estudiantil, utópico, adverso a las máquinas de aire acondicionado y el devenir
progresista del “hombre unidimensional”. Simultáneamente, el mejor Habermas
señalaba que la ciencia y la técnica “eran ideologías”, más cerca del Heidegger
que luego condenaría. El ascenso de las teorías políticas de fines del siglo XX
consagró el examen del “trabajo inmaterial” (el proletariado juvenil de la
industria cultural) y el republicanismo desvitalizado (cuyo tema central es la
crítica a la impostura y la corrupción). Estos últimos temas en Maquiavelo
significan una meditación amarga y atrevida sobre el ser político clásico, y
ahora son un conjunto de arietes judiciales que mantienen a la política con un
ritmo folletinesco, no como Balzac o Eugenio Sue, sino como parte de una
completa maquinaria narrativa sobre el poder, que deja nuevamente a la
industria cultural como juez en última instancia de “casos” que pueden ir desde
la grave cuestión de los fondos buitre (nombre esencialmente folletinesco),
hasta los diversos movimientos estudiantiles latinoamericanos reclamando
“seguridad en el campus”, arrastrados tanto por la realidad de un problema como
por la designación contundente que las derechas renovadas le han conferido. Por
el momento, suele resumirse todo en la investigación de Bonadio, parte de un
genérico uso de la Justicia como cañonazos semiológicos, lo que equivale más a
la noción de “escándalo” en el folletín romántico francés del siglo XIX que a
una reposición del papel de las artes jurídicas como parte de la reproducción
social de la verdad.
Las clases
obreras del realismo social del siglo XX –el peronismo, por ejemplo, pese a su
vocación teatral, espectacular, entre la felicidad social y la tragedia
política– han sido totalmente astilladas por el corporativismo sindical, las
mutaciones técnicas en la producción, su absorción como productores pasivos de
“industria cultural” y las teorías sociológicas que igualan “ascenso social” a
una adquisición de las gnoseologías del miedo urbano. Las clases medias son
entes portadores de signos de lenguaje (conversación, consumo publicitario,
simulacros de “personality”) y son creadas por estratificaciones de expendios
industrializados por grandes maquinarias inductoras de “habladurías”. Término
que no significa mentira o lenguaje despreciable, sino la forma en que se
constituye el arraigo ficticio de los remanentes de las viejas clases sociales
a los nuevos poderes regimentados del “sea usted libre”, reclamados por
personas seducidas por los propios signos que las consumen y creen que así
definen “su identidad”. Son los síntomas de la Gran Regresión. No sólo en una
escala civilizatoria, sino que es también la que afecta a los gobiernos
populares –en Venezuela, Brasil, Argentina–, que en nombre de sus efectivas
transformaciones, han pasado por alto muchos de los problemas que aquí
comentamos, y que no siempre suelen explicarse con mayor hondura. Porque emerge
–aflojados ciertos soportes económicos que parecían dados por un mundo
proveedor de mayores facilidades– una nueva gran derecha social que
sustancialmente les es exterior a ellos. Pero a la que no pocas veces la
incorporan silenciosamente entre sus temas. Así, son obligados los gobiernos
populares a tentarse para hurtar las contraseñas más exitosas de esas mismas derechas,
alimentándose a último momento con el plato caliente del conservadorismo
cultural en vez de reexaminar lo que son sus propias zonas indecisas o
indefinidas. De ese nuevo examen puede surgir su propia crítica ante la Gran
Regresión.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional de Argentina.
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