Como
dijera Martí, lo que se requiere son universidades que preparen al hombre y a
la mujer para su vida y para su época; y que lo hagan más por la primacía de su
condición humana que por la acción de la mano invisible del mercado.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
A finales del mes de
noviembre, tuve la oportunidad de visitar Cuba para participar de un encuentro académico
con profesores universitarios de la isla y de varios otros países de América
Latina; el evento tuvo como sede la universidad de la ciudad de Sancti Spiritus, que
luce orgullosa sus 500 años de historia. Como ocurre en tantos otros aspectos
y asuntos de la vida pública, también el sistema educativo cubano está en proceso
de revisión, de actualización y, en definitiva, de transformación para
responder a las nuevas realidades nacionales, regionales y globales. Una
reforma de la estructura universitaria se encuentra en curso y esto ha abierto
en los círculos docentes un debate sobre las tareas que debe desempeñar la
educación superior, y las articulaciones deseables con su entorno social,
cultural y ambiental, para atender las expectativas y necesidades de una
sociedad que, lentamente, con sobresaltos y dificultades, empieza a andar nuevos
caminos.
En medio de estas
búsquedas y reflexiones, que no son exclusivas de Cuba, sino que tienen alcance
nuestroamericano, apareció, como no
podía ser de otra forma, la figura de José Martí y su pensamiento inagotable en
lecturas, interpretaciones y provocaciones. En concreto, una referencia a sus
ideas sobre la universidad en América: “Al
mundo nuevo corresponde la universidad nueva”.
La cita pertenece a un texto
de 1883, publicado en La América, de
Nueva York, en el que el prócer cubano escribió: “A nuevas ciencias que todo lo invaden, reforman y minan, nuevas
cátedras”. Y agregó: “Es criminal el
divorcio entre la educación que se recibe en una época, y la época. Educar es
depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido: es hacer a
cada hombre resumen del mundo viviente, hasta el día en que vive: es ponerlo a
nivel de su tiempo, para que flote sobre él,―y no dejarlo debajo de su tiempo,
con lo que no podrá salir a flote; es preparar al hombre para la vida”[1].
¿Cuánto de esta
profunda tarea de humanización están haciendo las universidades
latinoamericanas? ¿Ese ideario martiano, en lo que tiene de más elemental y
duradero, puede ser leído en las políticas educativas, en los diseños
curriculares, en las prácticas docentes y en las ideas pedagógicas que hoy son
dominantes en la educación superior de nuestros países?
Intentar responder a
estas cuestiones puede mostrarnos un panorama gris, en el que fácilmente
advertiríamos la hegemonía de las fuerzas del capital transnacional sometiendo
a los centros de educación superior, por medio de ofertas de financiamiento -muchas veces escaso en nuestras latitudes- de sus
labores de docencia e investigación. Ya en julio de este año, por ejemplo, se
celebró en Río de Janeiro la tercera reunión de rectores de la Fundación
Universia, un consorcio privado del que forman parte 1290 universidades de 23
países Iberoamericanos, y que es sostenida económicamente por una poderosa
empresa transnacional: el Banco Santander[2],
portaestandarte de uno de los más influyentes grupos económicos que operan en
España y América Latina, y que en años recientes se ha convertido en un actor
político de primer orden en nuestra región.
El encuentro de
rectores de Universia sirvió para reafirmar algunos lugares comunes del
pensamiento neoliberal dominante y su lógica mercantil: el aumento de la competitividad de las
universidad públicas, una mayor vinculación de los centros de educación
superior con las empresas y las necesidades del mercado, la movilidad académica
entre las élites universitarias, y llamados a promover un desarrollo sostenible
que -como lo han comprobado los reiterados fracasos de las cumbres climáticas-
se ha convertido en una fachada, en un concepto que pretende calmar
conciencias, pero que no modifica en lo sustancial las formas de explotación
capitalista que están el origen de la crisis civilizatoria que vivimos.
En un artículo
publicado pocos días después del encuentro Universia-Santander, Hugo Aboites,
filósofo y pedagogo mexicano, rector de la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México, lamentaba que fuera una entidad financiera –y además, una de tan
cuestionada reputación- la que asumiera el liderazgo económico y político entre
universidades que se consideran de élite,
toda vez que, afirmaba, “en ese liderazgo
están presentes las concepciones más conservadoras”; y agregaba: “Esto convierte a Santander-Universia en un
factor opuesto al desarrollo de democracias nacionales y propuestas
universitarias de corte independiente, alejadas de políticas agresivamente
neoliberales y conservadoras”[3].
Para Aboites, lo que
tenemos en América Latina son dos modelos de universidad en disputa: uno, el modelo afín a los grupos
de poder económico, a las concesiones a la empresa privada que asume el rol de
mecenas allí donde los Estados neoliberales renunciaron a la política educativa
de alcance universal; y el otro modelo es aquel que está “por la ampliación de la matrícula, gratuidad, eliminación de exámenes
de selección, la democracia interna, la flexibilidad académica, y, sobre todo,
la verdadera autonomía”, porque entiende que “las universidades no deben ser botín, son espacios públicos”[4].
Cabe preguntarnos,
entonces, en esta disyuntiva de modelos, ¿a cuáles intereses están sirviendo las casas de estudios de
educación superior, en medio de las transformaciones que globalización de corte
neoliberal impulsa en nuestra región: a los intereses de los bancos y los
grandes grupos financieros transnacionales, responsables de buena parte de las
crisis económicas sufridas por nuestros países en las últimas décadas; o por el
contrario, a los intereses de las grandes mayorías, a aquello que constituye el
bien común de la convivencia social?
En nuestra opinión,
abordar el tema de la universidad latinoamericana y sus complejos desafíos
implica pensar la institución educativa en la línea de pensamiento crítico abierta
por el intelectual brasileño Darcy Ribeiro, con su propuesta latinoamericanista
de la Universidad Nueva -como
contrapartida de los tradicionales modelos napoleónicos-, formulada en los años
1970, en medio de las tensiones y fracasos desarrollistas, y de las
experiencias revolucionarias que recorrían buena parte de la geografía política
de nuestro continente, y en cuyo seno se instaló la crítica a la dependencia de
nuestros países periféricos respecto
de los países metropolitanos o centrales,
y el imperativo de construir caminos propios para superar el subdesarrollo.
Esa Universidad Nueva o Necesaria, que “antes de
existir como un hecho en el mundo de las cosas, debe existir como un proyecto,
una utopía, en el mundo de las ideas” [5],
es un proyecto todavía por construir
en nuestra América –más allá de algunos
avances puntuales en varios países-, y que en la coyuntura que vivimos en los
últimos años, nos interpela para
recuperar las universidades y hacer de ellas centros de educación que, además
de heredar y cultivar el saber humano, formen a los sujetos “para aplicar este saber al conocimiento de
la sociedad nacional y a la superación de sus problemas; formar sus propios
cuadros docentes y de investigación y preparar una fuerza de trabajo nacional
con la magnitud y el grado de calificación indispensables al progreso autónomo
del país; operar como motor de transformación que le permita a la sociedad
nacional integrarse autónomamente en la civilización emergente” [6].
Como dijera Martí, lo
que se requiere son universidades que preparen al hombre y a la mujer para su
vida y para su época; y que lo hagan más por la primacía de su condición humana
que por la acción de la mano invisible del mercado. En este sentido, el
filósofo y pedagogo argentino Arturo Roig nos dejó una imagen apropiada de lo
que esa universidad y esa docencia otras
tendrían que aportar al proyecto político de transformación social. Roig sostenía que:
“La universidad no es una isla dentro del
país, como el país no es una isla dentro del mundo. El saber ha de ser
universal, pero al servicio de lo nacional. La ‘ciencia pura’ es un mito, como
lo es también el ‘saber objetivo’, cuando estos términos encubren un
desentenderse de los problemas sociales concretos. (…) Recuperar la universidad
para ponerla al servicio del hombre del país, en el sentido pleno, supone
recuperar el país y recuperar ese hombre”[7].
La universidad nueva y necesaria del siglo XXI está
llamada a responder, una vez más, a proyectos políticos fundamentalmente
nacionales y populares. Y a un contexto histórico, social y cultural
irrenunciable: el de América Latina, marcado por el peso de la herencias
coloniales, los imperialismos, el racismo, y las viejas y nuevas formas de
desigualdad, exclusión y explotación. La universidad necesaria está - debería
estarlo- al servicio del hombre y de la mujer del país: y la docencia que
adscribe a ese proyecto no puede perder de vista que los destinatarios de su
acción pedagógica, investigativa y de extensión, son precisamente los sujetos más violentados
por todas estas formas de opresión.
En este marco, parece
difícil no advertir el eco de las ideas martianas sobre la universidad y su
función social y cultural, como espacios de convergencia privilegiado para que
nuestros jóvenes se conozcan a sí mismos y a los “elementos peculiares” de
nuestros pueblos. Un saber sin el cual sería imposible realizar el destino de
emancipación al que estamos llamados desde el siglo XIX: el de nuestra segunda
y definitiva independencia. No está demás recordar aquí las palabras del
apóstol cubano, en su ensayo Nuestra
América de 1891:
“La universidad europea ha de
ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha
de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia.
Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más
necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos.
Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de
nuestras repúblicas”[8].
Como se ve, el futuro
de la educación superior latinoamericana no es un tema menor y, por el
contrario, está íntimamente ligado a la continuidad y profundización de los
procesos de democratización que, desde diversos frentes, se abrieron en las
sociedades de nuestra América a partir
del giro posneoliberal de principios del siglo XXI. Y allí, en ese campo,
también es urgente emprender una intensa batalla de ideas.
NOTAS:
[1] Martí,
José. “Escuela de Electricidad”, en Obras
completas. Vol. 8. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales. Pág. 281
[2] Olivares,
E. (29 de julio de 2014). “Se inicia en Río de Janeiro el tercer Encuentro
Internacional de Rectores Universia”, La
Jornada, México D.F. Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2014/07/29/sociedad/032n1soc,
consultado el 2 de agosto de 2014.
[3] Aboites,
H. (2 de agosto de 2014). “Universidades: dos modelos”, La Jornada, México D.F. Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2014/08/02/opinion/018a2pol
, consultado el 2 de agosto de 2014.
[4] Idem.
[5] Ribeiro, D. (2006). La Universidad Nueva: un proyecto.
Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Pp. 99-100.
[6] Idem.
[7] Roig, A.
(1998). La universidad hacia la
democracia. Bases doctrinarias e históricas para la constitución de una
pedagogía participativa. Mendoza: EDIUNC.
[8] Hart
Dávalos, A. (2000). José Martí y el
equilibrio del mundo. México
D.F.: Fondo de Cultura Económica. Pág. 206.
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