No ponemos en duda la buena voluntad y disposición al diálogo del equipo
redactor de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pero ¿de qué voluntad
y de qué diálogo se trata? Su voluntad estaba forjada como representantes de la
subjetividad euroccidental constituida tras largos siglos de colonialismo,
reforzada en ese momento por la victoria de 1945.
Gregorio J
Pérez Almeida / Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela
Los redactores de la Declaración: Charles Malik, René Cassin y Eleanor Roosvelt. |
Introito
Sería una imperdonable injusticia con la Señora Eleanor
Roosevelt, viuda del Presidente Franklin D. Roosevelt, si al reflexionar sobre
la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), no reconocemos su papel
protagónico, determinante, en la hechura y aprobación por la Asamblea General
de la ONU de tal documento. Su capacidad persuasiva para liderar el trabajo en
grupo, su arraigado espíritu tolerante y humanitario y su indoblegable voluntad
liberal y anticomunista, fueron las cualidades que concurrieron en ella para
convertirla en el motor que impulsó la Comisión de Derechos Humanos entre 1947
y 1948. Sin dudas, la Sra. Roosevelt fue una eficiente intelectual orgánica del
imperio estadounidense y la Declaración que logró forjar con auxilio de un
grupo brillante y reducido de delegados a la ONU, es uno de los documentos
políticos más importantes producidos en el Siglo XX. Pero un detalle lo signa
categóricamente: su euroccidentalismo[1] camuflado
de universalismo. De este “detalle”
versaremos en lo que sigue.
El contexto y el contenido: desacralizando el texto
Si algo identifica a la Declaración Universal de Derechos
Humanos, es su supuesta universalidad. Su presentación pública, histórica, como
un documento que supuestamente recoge, analiza y sistematiza casi todas las
formas de derecho que se hayan pensado y que rescata casi 200 años de esfuerzos
por articular los valores humanos más básicos en lenguaje jurídico, la
convierten en un documento insuperable, con una autoridad moral axiomática.
Cuando alguien se plantea el tema de los derechos humanos, invoca con mayor
frecuencia a la Declaración que a los pactos y tratados vinculantes que
derivaron de ella. Esto se debe, fundamentalmente, al “prestigio de la fuente”,
porque ese documento es ¡LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS APROBADA POR LA
ASAMBLEA GENERAL DE LA ONU! De ahí se deriva, lógicamente, su carácter
UNIVERSAL, inalterable y definitivo. Y lo podemos verificar leyendo la
“Historia de la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos”,
publicada por la ONU en su Web, donde afirma que: “El primer proyecto de la
Declaración se propuso en septiembre de 1948 y más de 50 Estados Miembros
participaron en la redacción final”. ¿Quién pone en duda que esa declaración es
tan firme como el Macizo Guayanés? Y no es una metáfora: cumple 66 años sin que
se le haya modificado una coma.
Los argumentos anteriores alimentan el sentido común en
el campo de los derechos humanos, en el que poco, o nada, se discute acerca de
la “universalidad” de dichos derechos. La Declaración se lee como sí hubiese
sido escrita por dioses, eternos y asépticos, y no seres humanos finitos e
impuros. Desde esta actitud, se asume que la universalidad está ahí como está
dios en los cielos. Por lo general, las y los activistas en derechos humanos no
consideran necesario discutir sobre su universalidad. Quizá siguen a Norberto
Bobbio y su tesis de que hoy el problema de fondo relativo a los derechos
humanos no es justificarlos sino protegerlos, que no es una cuestión
filosófica, sino política. En otras palabras, ya no se trata de discutir la
fundamentación filosófica o antropológica de los derechos humanos, sino de su
protección y realización concreta. Hoy el problema es práctico, no teórico. Y
muchas ONG y las instituciones del Estado vinculadas directamente al tema, han
seguido esta conseja al pie de la letra.
Pero ¿Qué tan cierta es esta interpretación común de la
Declaración Universal de Derechos Humanos? ¿Es cierto que ella es la
sistematización y síntesis de las distintas concepciones de dignidad humana que
sustentan las múltiples culturas y pueblos del mundo? ¿Quiénes eran las y los
que redactaron la Declaración que tuvieron la capacidad de resumir y traducir
tantas y tan variadas –a veces opuestas- definiciones de libertad existentes en
el mundo? ¿De dónde salieron? ¿Por qué pensaron que su Declaración era
“universal”, quién les dio ese privilegio? Y, en un plano más realista, ¿Qué
tan necesarios son esos 30 derechos de la Declaración Universal de Derechos
Humanos, para que los seres humanos y los países donde habitan, vivan en
libertad, paz y sin aberrantes asimetrías de poder? Tales son las preguntas que
estimularon estas reflexiones.
Nuestra hipótesis de fondo es que para comprender
plenamente la idea de derechos humanos que está plasmada en la Declaración
Universal, tenemos que estudiar la historia de los Estados Unidos (EU) del
Siglo XX. No hay que ir más atrás, porque dicha Declaración es un documento
surgido de la mente de intelectuales y políticos occidentalizados de convicciones
liberales, liderizados por Eleanor Roosevelt, y cuya creación y utilización
como arma política en la Guerra Fría alcanzó, con rotundo éxito, su objetivo
histórico en los años 80, cuando las élites estadounidenses representadas por
Reagan en la Casa Blanca, apoyadas en Londres por Margaret Theacher y en el
Vaticano por el Papa Juan Pablo II, encabezaron la cruzada final contra el
“comunismo” soviético. En estas reflexiones, por razones de espacio, sólo
analizaremos algunos hechos y documentos indispensables para sostener nuestra
hipótesis.
Entre los antecedentes conceptuales[2]
(éticopolíticos) de la DUDH, hay dos que son, desde nuestro punto de vista, los
más importantes: uno es el discurso sobre el estado de la Unión, que leyera el
Presidente Roosevelt en el Congreso, el 6 de enero de 1941, conocido como el
discurso de “las cuatro libertades” y el otro es la Carta de las Naciones
Unidas de 1945. Ambos vinculados a la visión
de mundo liberal y a los planes hegemónicos mundiales de Estados Unidos.
Dos caras de la misma moneda[3].
La importancia de estos documentos, la resaltó el
delegado egipcio, Charles Malik, al presentar el texto “definitivo” de la
Declaración a la Asamblea General el 9 de diciembre de 1948 .
“Malik terminó repasando la historia del documento, las
“raíces negativas” de las atrocidades cometidas en la última guerra, y también
las “raíces positivas” en las aspiraciones comunes que habían sido resumidas en
las cuatro libertades de Franklin Roosevelt. La Declaración presentaba el
cumplimiento de una promesa de la Carta de las Naciones Unidas, que mencionaba
los derechos humanos siete veces, pero no especificaba qué eran o cómo debían
protegerse” (en Glendon, 2011, p.244).
¿Cuáles son esas cuatro libertades de Roosevelt? Leamos
un extracto del discurso para mirarlas en contexto:
“En los días futuros, que pretendemos hacer seguros,
esperamos ver un mundo fundamentado en cuatro libertades humanas esenciales.
La primera es la libertad de discurso y expresión – en
cualquier sitio del mundo.
La segunda es la libertad de cualquier persona para
adorar a Dios a su propio modo – en cualquier sitio del mundo.
La tercera es la libertad de querer – que, traducido en
términos mundanos, significa llegar a acuerdos económicos que aseguren a toda
nación una vida en paz y con salud para sus habitantes – en cualquier sitio del
mundo.
La cuarta es la libertad de miedo- que, traducido en
términos mundanos, significa una reducción a nivel mundial de los armamentos
hasta un punto y de una manera tan concienzuda que ninguna nación estará en
situación de cometer ningún acto de agresión física contra ningún vecino – en
cualquier sitio del mundo”
(disponible en http://www.fdrlibrary.marist.edu/pdfs/fftext.pdf)
Libertad de expresión, libertad de religión, libertad económica
para vivir sin miseria y libertad de miedo, esto es, vivir sin miedo a que te
explote una bomba sobre el techo de tu casa. Como bien dijo Malik, estas
libertades están recreadas en la Declaración Universal, son sus ideas
fuerza asumidas como “aspiraciones
comunes”. Muy plausible la idea, pero ¿comunes para quién o entre quiénes?
¿De la humanidad o de los 58 Estados que estaban representados en la ONU de
1948? ¿Eran comunes las aspiraciones de los estados europeos colonialistas y
las de los pueblos colonizados? ¿Qué opinaban los africanos subsaharianos, las
feministas, las y los homosexuales, etc.? El argumento de Malik, fue el que
moldeó el discurso de Eleanor y de su equipo durante el proceso de redacción y
discusión de los borradores del que sería el texto final de la Declaración
Universal de Derechos Humanos, votado el 10 de diciembre de 1948. Las preguntas
no tuvieron eco ni las tienen hoy día en el seno de la ONU. Según un refrán
venezolano a aquel equipo de redactores “universalistas”, se le veía el
tramojo.
Pero esto no es todo. Prestemos atención a la cuarta
libertad. Libertad de vivir sin miedo. Es muy sugestiva esta condena a la
destrucción de la vida por medios bélicos, de parte de quien (Franklin
Roosevelt), en 1939, dio luz verde al Proyecto Manhattan que proporcionó las
dos bombas nucleares que explotaron en agosto de 1945 sobre los techos de las
casas de Hiroshima y Nagasaki, exterminando en minutos a miles de seres
humanos. Sobre estos dos criminales hechos, la Sra. Roosevelt, dijo en su
columna “My Day”, en un periódico neoyorquino: “…entramos en un nuevo mundo, un
mundo en el que tenemos que aprender a vivir en espíritu de amistad con
nuestros vecinos de cualquier raza, credo y color, o nos enfrentamos al riesgo
de ser eliminados de la faz de la tierra” (en Glendon; p. 63).
Leamos entre líneas sus palabras: o vivimos como
hermanos, según lo proclame EU o este nos desaparece a bombazos nucleares. ¿Se
entiende por qué la calificamos como “intelectual orgánica” del imperialismo
estadounidense?
Este punto nos permite avanzar en nuestra hipótesis. Susan
George, en su libro “El Pensamiento secuestrado”, advirtió que:
“La élite neoliberal de
Estados Unidos en concreto, pero con frecuencia en Europa y también en muchos
otros lugares del planeta, ha logrado penetrar nuestras instituciones públicas
y privadas una detrás de otra. Estas élites disfrutan ya prácticamente del
monopolio de las mentes de los estadounidenses de a pie y, por tanto, del poder
político. Su éxito refleja una estrategia a largo plazo que los progresistas
apenas han advertido, y mucho menos contrarrestado. Una minoría de extrema derecha, acaudalada y activista, ha puesto en
marcha esta estrategia conscientemente, cultivando cuidadosamente su ventaja a
partir de las semillas que plantó en las décadas de 1940 y 1950” (2007, p.
26. Cursivas nuestras).
Sin dudas que el Consejo de Seguridad como médula ósea de
la estructura de la ONU y la Comisión de Derechos Humanos (hoy Consejo de
Derechos Humanos), con su Declaración Universal, son dos de esas “semillas” que
ayudó a sembrar la Sra. Roosevelt[4]
y su equipo de asesores del Departamento de Estado y el Pentágono. Podemos
arriesgarnos a afirmar que por algunas expresiones de la delegada
estadounidense sabía para quiénes estaban trabajando.
Eleanor Roosevelt, no estaba acompañada sólo por su
equipo de asesores gubernamentales, sino que se asoció con los delegados a la
ONU con una sólida formación liberal y anticomunista probada en el terreno
internacional. Ellos fueron: Carlos
Rómulo (general y periodista filipino, anticolonialista); Jhon P. Humphrey (jurista canadiense,
Director de la División de Derechos Humanos de la ONU); Hansa Mheta (india, feminista); Hernán Santa Cruz (chileno, socialdemócrata); Charles Malik (egipcio, estudió en el centro de enseñanza para
varones American Mission School, en Trípoli, Líbano, y en la Universidad
Americana de Beirut, en 1927. Luego estudió en la Universidad de Harvard en
Estados Unidos, donde realizó la tesis y el doctorado en Filosofía, ambas en 1934.
También se doctoró en otras universidades estadounidenses); Peng-chun Chang (chino, disfrutó de una
beca del gobierno estadounidense como parte del pago por la destrucción de
China realizada por una coalición de países europeos, Japón y EU, durante el
sometimiento de los boxers, en 1898.
Obtuvo su doctorado bajo la tutela de John Dewey, en la Universidad de
Columbia, en 1921) y René Cassin
(francés, considerado el principal autor intelectual
de la Declaración Universal de
Derechos Humanos, aliado del General De Gaulle, corredactor de la
Constitución de la Cuarta República francesa, fundador de la UNESCO, presidente
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y Premio Nobel de la Paz, en 1968).
De estos siete delegados que conformaban el pequeño comité redactor de
la Declaración, cuatro (Humprhey, Malik Chang y Cassin) fueron determinantes en
el proceso de elaboración de los primeros borradores y luego fueron implacables
al defender su propuesta a capa y espada de las críticas que hicieran los
delegados de la URSS y cualquier otra que eventualmente surgiera.
Pero esta historia no termina aquí. Conozcamos el recorrido que siguió
la Declaración Universal en el proceso de su redacción, para que, en primer
lugar, juzguemos la información de la página oficial de la ONU y, en segundo
término, tengamos una idea más clara de algunos de los hechos por los que se
cuestiona su “universalidad”. Pero antes aclaremos que uni-versal, significa literalmente “vertido en uno”, lo que en los campos políticos y culturales se puede
leer como “lo múltiple reducido a uno”, “uno decidiendo por todos” o “uno
pensando y hablando por todos”. Esta aclaratoria la hacemos porque el recorrido
de la Declaración hasta su votación el 10 de diciembre de 1948, se apega a este
significado.
En junio de 1946, se nombra la Comisión de Derechos Humanos, dependiente
del Consejo Económico y Social de la ONU, conformada por 18 delegados (sólo dos
mujeres y ningún africano negro) y en su primera reunión, en New York, enero de
1947, es electa presidenta Eleanor Roosevelt, e inmediatamente, por sugerencia
de ella y Malik, el Sr. Humphrey redacta un borrador, de unas 400 páginas, con
los documentos existentes sobre derechos humanos ya codificados en diferentes
constituciones nacionales y en numerosos documentos de diplomáticos y ONG, con
una primera propuesta de clasificación de los derechos humanos en 48 artículos,
la cual entrega a la Comisión. Ésta, a su vez, nombró un comité de 8 delegados
para que analizara el borrador de Humprhery y redactara otro borrador más
resumido y sistemático. Este “borrador” del “borrador”, es decir el segundo
borrador, es discutido por la Comisión y en vista de que avanzaban a paso de
tortuga, Koretsky, el delegado soviético para ese momento, sugiere que de 8 se
reduzca a 4 personas para acelerar la redacción del tercer “borrador”. Así se
hizo y se nombró a Cassin, Malik, Wilson –delegado inglés- y Eleanor, como
pequeño comité redactor, pero, al poco tiempo, este pequeño comité consideró
que el documento tendría mayor unidad si lo redactaba una sola persona y
decidieron que lo hiciera Cassin, quien realizó su tarea durante el fin de
semana del 14 y 15 de junio de ese año y, afirman algunos observadores que su
producto final, conocido como Borrador de Ginebra, seguía la estructura del
Código de Napoleón y el contenido era casi idéntico al primer borrador de
Humphrey (Glendon, p. 113).
Esta dinámica de delegación de funciones y responsabilidades es propia
de todos los organismos colegiados que deben tomar decisiones y producir documentos
en lapsos definidos (leyes, acuerdos, etc.) y nada malo hay en ella, lo
cuestionable fue cómo se eligieron los miembros de los comités, bajo qué
criterios y con cuáles fines u objetivos realizaron su trabajo. ¿Quiénes
seleccionaron a los integrantes del comité redactor y bajo qué criterios fueron
electos? Quienes tienen experiencia parlamentaria saben que son las
delegaciones más “fuertes”, es decir, con más poder, las que imponen sus
criterios de selección y elección, y eso fue lo que sucedió en la ONU de
aquellos años, pero con un detalle, que los miembros de la Comisión de Derechos
Humanos no se eligieron con criterios geográficos o culturales sino por
“credenciales” personales.
Al comenzar la discusión, los EU y la URSS nuclearon a su alrededor a
los 56 países restantes, conformando dos grandes grupos. Pero la línea
divisoria no era el rechazo a las “atrocidades del nazismo” (en el que había
consenso general), sino la disputa entre las dos ideologías surgidas de la
llamada “Segunda Guerra Mundial”: el comunismo y el capitalismo liberal.
Ideologías que incluían, claro está, las ofertas políticas, económicas y
sociales que hacían las superpotencias al mundo de postguerra. En lo que
respecta a la ONU y la Declaración Universal de Derechos Humanos, Estados
Unidos tenía una importante ventaja, porque la idea de la ONU era “propia” de
Franklin Delano Roosevelt (fallecido en abril de 1945) y estaba apoyada por
Churchill, por lo que, incluso antes de constituirse la Comisión de Derechos
Humanos, ya se sabía que Eleanor Roosevelt debía ser la presidenta. Y aquí
surge una pregunta nada descabellada: ¿Sería ella quien seleccionó a sus
compañeros de equipo en la comisión? Revise la lista de los miembros que
presentamos unas páginas antes y sabrá por qué Chang, Malik y Cassin fueron
seleccionados.
Y quien lee me interrogará: ¿Pero no se discutió con el resto de los
países miembros antes del 10 de diciembre de 1948? Para responder, leamos esta
cita de Glendon (2011):
“Aunque la discusión sobre la formulación precisa
de cada artículo continuaría muchos meses, y se añadirían algunas ideas después
de escuchar a otros países, los aspectos principales de la Declaración
Universal ya estaban definidos a finales de junio de 1947” (p.125)
Pero aquí no se detuvo este particular “universalismo” occidental, sino
que siguió su curso y “los últimos días de la semana, después de
que un subcomité informal hiciera algunas revisiones de estilo y puliera
algunos artículos, [se redujo el borrador a un] número total de 33 a 28, (p.186).
Este circuito de embudo que recorrió el texto de la Declaración
Universal de Derechos Humanos, entre 1947 y 1948, que va de varios a pocos, de
pocos a menos y de menos a uno, demuestra cómo actuó la élite intelectual y
política occidentalizada que la ideó y redactó. Pero el circuito tiene otra
particularidad muy interesante en la que está involucrado el Sr. Malik, él y
solo él, veamos: En febrero de 1948, Malik, quien era relator de la Comisión de
Derechos Humanos, fue elegido también como Presidente del Consejo Económico y
Social, a quien la Comisión debía enviar el borrador de la Declaración (esto
es: como relator se enviaría a sí mismo, como presidente del Consejo, el
borrador que ayudó a redactar), luego, en otoño del mismo año, fue elegido como
Presidente de la Tercera Comisión de Naciones Unidas, quien presentaría la
Declaración para su aprobación a la Asamblea General en su sesión de diciembre
en París (es decir que también era
el presidente de la Tercera Comisión que presentaría el borrador final a la
Asamblea General). Para captar mejor este “pin pon” unipersonal, dejemos que
sea el mismo Malik quien lo cuente:
“… me vi, como relator de la Comisión, enviándome a
mí mismo, como presidente del Consejo Económico y social para su sesión en Ginebra,
el borrador de la Declaración preparado por la comisión, y después enviando
-como presidente del Ecosoc, otra vez a mí mismo, como presidente de la Tercera
Comisión-, el borrador aprobado por el Ecosoc” (en Glendon, p.190).
Ante este abusivo personalismo de un miembro del equipo de la Sra.
Roosevelt, a Mary Ann Glendon sólo se le ocurre decir que:
“Durante el otoño de 1948, el delegado del pequeño
Líbano, portaba los tres grandes sombreros con los que la Declaración se movió
en sus últimas y cruciales etapas” (en Glendon, p.190)
Una cabeza y tres sombreros… Este señor Malik se las traía ¿verdad? Pero
tampoco termina aquí el “detalle”, sino que cuando este señor se “autoentrega”
el borrador en la Tercera Comisión, constituida por los delegados de los 58
países miembros de la ONU, más sus asesores, advierte que tenían que elegir un
grupo reducido que revisara el borrador entregado por la Comisión, porque 58
personas juntas no podían hacerlo. De manera que al reunirse el 28 de
septiembre de 1948, eligen un comité de revisión y:
“…Muchos de los delegados latinoamericanos apoyaban
a Émile-Saint-Lot, senador y abogado haitiano. El chileno Hernán Santa Cruz
admiraba a Saint-Lot (lo llamaba el Danton Negro, por su imponente presencia y
su oratoria agresiva); pero le preocupaba lo que pasaría si la presidencia
asignaba a alguien no experimentado en la conducción de los debates en Naciones
Unidas. Temía que fuera tomada por los soviéticos, pues se preveía que
harían lo posible por entorpecer las discusiones hasta que la Asamblea General
terminara las discusiones, lo que significaría la derrota de la Declaración sin
haber tenido siquiera que oponerse en público. Afortunadamente Santa Cruz
fue capaz de convencer a sus colegas latinoamericanos para aceptar a Malik como
presidente; Saint-Lot como relator; y la señora Bodil Begtrup de Dinamarca, la
expresidenta de la Comisión de Naciones Unidas sobre la situación de la Mujer,
como vicepresidenta” (Glendon, p. 208. Subrayado nuestro).
Más claro no canta un gallo: la élite de la élite liberal y
anticomunista de la Comisión de Derechos Humanos, controló también el foro de
la Tercera Comisión, aunque tuvo que aceptar como miembro del comité de
revisión al que fue el único negro que participó, indirectamente, en la redacción
de la Declaración de la ONU de 1948, Émile-Saint-Lot. Y muy “expresivo” el
detalle que tuvo Don Hernán Santa Cruz para con el haitiano ¿Nada
discriminatorio, verdad?
Estos hechos nos recuerdan otro refrán criollo: Este señor, Malik, se
pagó y se dio el vuelto… y la mercancía que compró se llama Declaración
Universal de Derechos Humanos. Todo un portento del universalismo occidental.
El
universalismo en cuestión
El circuito de embudo y los otros “detalles” que acabamos de describir
en el proceso de redacción y aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pone en tela de juicio el
carácter universal de dicho documento. Pero con la descripción de unos hechos,
por muy turbios que sean, no hemos resuelto el problema del universalismo, o universalidad,
de los derechos humanos, porque este factor trasciende lo procedimental y se
interna en la discusión filosófica (que es decir antropológica) sobre la
“naturaleza humana”: ¿Existe una naturaleza humana universal? Es decir, ¿existe
un substrato antropológico igual en todo ser humano independientemente del
lugar y el espacio en que se encuentre y del que broten unos derechos
universales? Estas fueron preguntas que intentaron responder las y los
redactores de la Declaración del 48. No estaban ciegos al respecto, ni eran
unos eunucos, al contrario estaban bien conscientes de lo que hacían, porque
habían contado con la colaboración de un grupo de destacados filósofos
organizado por la UNESCO, encabezado por el filósofo francés, tomista, Jacques
Maritain, para producir un documento que recogiera las más variadas y disímiles
concepciones filosóficas de los derechos humanos. Pero tenían dos limitantes:
una política (pragmática) y otra cultural (epistémica).
La política, era que estaban presionados por el conflicto de poderes
entre la URSS y EU. Recién comenzaba la Guerra Fría, Mao avanzaba en China,
Oriente Medio estaba encendido y repleto de apetecible petróleo, la URSS tenía
sitiado Berlín, en fin, un ambiente de pugna internacional que obligaba a Washington
a acelerar sus pasos y a mover sus piezas con precisión. Un paso era consolidar
la imagen propuesta por Churchill de que los países comunistas vivían detrás de
una “Cortina de Hierro”, y para ello
tenían como pieza estratégica la Declaración Universal de Derechos Humanos. No
lo suponemos nosotros, nos lo informa Glendon:
“Roosevelt, Chang, Malik y Cassin (ahora el segundo
vicepresidente de la Comisión), que habían trabajado en la Comisión de Derechos
Humanos, se reunieron previamente en París. Acordaron que, dado el estado de
las relaciones entre el Este y Occidente, era el ahora o nunca de la
Declaración” (en Glendon, p.201)
Esta presión había obligado a las y los integrantes de la Comisión a
“dejar pasar” la discusión teórica acerca de la universalidad de los derechos. “A pesar de la altura intelectual de los
participantes en el estudio filosófico de la UNESCO, su informe recibió poca
atención oficial por parte de la Comisión” (en Glendon, p.139).
¿No le prestaron mucha atención o fue que estuvieron plenamente de
acuerdo con los planteamientos de los filósofos y por lo tanto no los
discutieron? No es de extrañar que haya sido de esta manera, porque al fin y al
cabo las y los integrantes de la Comisión eran todos sujetos occidentalizados y
la mayoría era de religión cristiana convencidos de que sus valores eran la
base de la naturaleza humana, como afirmó René Cassin unos años después:
“el título significaba que la
Declaración obligaba moralmente a todos, y no sólo a los gobiernos, que votaron
a favor. En otras palabras, la Declaración Universal no es un documento
‘internacional’ o ‘intergubernamental’; se dirigía a toda la humanidad y se
fundamentaba en una concepción universal de los seres humanos” (en Glendon,
p.239).
Esta es una expresión de la limitante cultural a la que hicimos
referencia y es consecuencia directa de la inserción de estos sujetos en el
euroccidentalismo que es propio, básico, de su “episteme”[5].
Como intelectuales y agentes políticos del bloque anticomunista liderizado
por EU, las y los redactores respondían a sus convicciones liberales,
independientemente de sus orígenes geográficos o culturales. Y su unidad
ideológica como grupo (más allá de las discrepancias en la definición de
algunos conceptos y en la operatividad de las políticas[6],) estaba fundamentada en la episteme
compartida, en la que es cardinal la concepción euroccidental de la naturaleza
humana. Lo que confirma Glendon cuando nos dice que:
“Chang, Cassin, Malik y Roosevelt no eran
homogeneizadores, sino universalistas en el sentido de que creían en que la
naturaleza humana era la misma en cualquier lugar, y que por medio de la
reflexión sobre la experiencia, conocimiento y juicio, todos eran capaces de
llegar a ciertas verdades básicas” (p.325).
Desde la perspectiva decolonial en la que se encuentra Arturo Escobar
(2013), lo que tenemos ante nuestros ojos es una expresión conceptual propia de
la modernidad capitalista colonial que consiste en “asumir una representación
hegemónica y un modo de conocer que reclama la universalidad para sí mismo,
derivada de la posición percibida de Europa como centro”.
No ponemos en duda la buena voluntad y disposición al diálogo del equipo
redactor de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pero ¿de qué voluntad
y de qué diálogo se trata? Su voluntad estaba forjada como representantes de la
subjetividad euroccidental constituida tras largos siglos de colonialismo,
reforzada en ese momento por la victoria de 1945. Esta historia colonialista
les otorgaba el privilegio de sentirse universales. Y creían en el diálogo de
culturas pero, desde su posición de centralidad cultural, era un diálogo
“asertivo”, es decir, un “diálogo” en el que uno de los actores no pone en
juego sus certidumbres sino que busca reafirmarlas. En la modernidad
capitalista occidental, este diálogo se da, nos dice Escobar, bajo el dominio
de “de la ley del más fuerte entre las culturas, que involucra todo diálogo de
visiones y credos, y que trata de forzar el diálogo para atender las
necesidades del Occidente moderno y sus extensiones en el no Occidente. Bajo
este diálogo de visiones subyace un diálogo oculto de desiguales” (Escobar,
2013, p. 25)
Esta idea de la naturaleza humana universal, convertida en tópico
(sentido común) por las y los cultores de la visión liberal de derechos
humanos, es sobre la que otro autor decolonial, Boaventura de Sousa Santos,
elabora una argumentación crítica de la concepción occidental de derechos
humanos y nos ofrece otros indicadores para poner en evidencia el sustento
ideológico de la Declaración Universal de Derechos Humanos. En primer lugar,
Santos, cuestiona la idea de universalidad de los derechos humanos:
“¿Son los derechos humanos universales, una
invariante cultural, es decir, parte de una cultura global? Afirmaría que el
único hecho transcultural es que todas las culturas son relativas. La
relatividad cultural (no el relativismo) también significa diversidad cultural
e incompletud. Significa que todas las culturas tienden a definir como
universales los valores que consideran fundamentales. Lo que está más elevado
es también lo más generalizado. Así que, la cuestión concreta sobre las
condiciones de universalidad de una determinada cultura no es en sí misma
universal. La cuestión de la universalidad de los derechos humanos es una
cuestión cultural occidental. Por lo tanto, los derechos humanos son
universales sólo cuando se consideran desde un punto de vista occidental”
(Santos, p. 88)
Podemos decir, con Escobar y Santos, que la autovaloración como
universal es un componente de la episteme euroccidental de la que eran sujetos
activos las y los redactores del documento que nos ocupa, pero el problema no
es este, porque según Santos este es el componente etnocéntrico de todo grupo
social identificado con su cultura, el problema es que en Occidente este
etnocentrismo se convirtió en una patente
de corso para autoconcebirse como naturalmente superiores e imponerse
violentamente sobre el resto de las culturas no occidentales, como ocurre desde
1492.
Santos (siguiendo a Raimond Panikkar) profundiza aún más en su crítica a
la concepción occidental de los derechos humanos, develando los presupuestos
que la sustentan:
“El concepto de derechos humanos se basa en un
conjunto bien conocido de presupuestos, todos los cuales son claramente
occidentales, a saber: hay una naturaleza humana universal que se puede conocer
por medios racionales; la naturaleza humana es esencialmente distinta de, y
superior a, la del resto de la realidad; el individuo tiene una dignidad
absoluta e irreductible que debe ser defendida frente a la sociedad y el
Estado; la autonomía del individuo requiere de una sociedad organizada de una
manera no jerárquica, como una suma de individuos libres” (ibíd. P. 89)
Esta cita de Santos, pone en claro que la “reflexión” a la que apelan
los redactores de la Declaración y que permitiría a todos los hombres llegar a
“ciertas verdades básicas”, es la racionalidad occidental que permite
comprender la experiencia, producir conocimiento y elaborar juicios para develar
los valores humanos esenciales (libertad
de expresión, libertad de religión, libertad económica para vivir sin miseria y
libertad de miedo) que ya están presupuestos en la misma
racionalidad occidental. Un círculo de lo mismo volviendo sobre sí mismo. Además,
lo más importante de esta cita de Santos, es que nos ayuda a develar la
profundidad y extensión de la racionalidad euroccidental que se constituye en
el canon exclusivo para conocer y comprender la realidad humana. Inclusive los
delegados soviéticos, que discrepaban con los euroamericanos en lo referente a
la jerarquización de los derechos, nunca cuestionaron este canon racionalista
occidental. El cuestionamiento surgió de algunos delegados musulmanes.
Para rematar esta crítica severísima, Santos da la estocada final al
sentenciar que:
“Si observamos la historia de los derechos humanos
en el período de posguerra, no es difícil concluir que las políticas de
derechos humanos han estado, en conjunto al servicio de los intereses
económicos y geopolíticos de los Estados capitalistas hegemónicos. El generoso
y tentador discurso sobre los derechos humanos ha consentido atrocidades
indescriptibles, las cuales han sido evaluadas y tratadas a través de un
repugnante doble rasero”. (ibíd. P 91)
Luego de estas citas que fundamentan, y condensan, nuestros argumentos
expuestos hasta aquí, ¿qué podemos decir de la universalidad de la Declaración
de la ONU de 1948?
Excurso
Por ahora, para intentar finalizar nuestras reflexiones
acerca de la falsa universalidad de la Declaración Universal de Derechos
Humanos, diremos que sus redactores eran intelectuales orgánicos del sistema
capitalista liberal euroamericano y, como tales, podían cuestionar los
procedimientos del poder occidental pero no su base ética y epistémica. En
otras palabras, podían cuestionar las estrategias de Occidente para conservar
el poder y avanzar sobre sus enemigos, pero nunca podían cuestionar la visión de mundo que dicho sistema genera
y con la que encadena y domestica a los sujetos. Unos son conscientes y la
defienden abiertamente, otros la defienden inconscientemente. Aquellos son las
élites, estos la multitud. Indudablemente que aquel grupo élite de la ONU era
muy consciente de lo que estaba en juego…, se la jugaron para ganar. Y ganaron.
Claro está, este “juego” aún no ha concluido.
Terminamos con un epígrafe, en recuerdo y añoranza del
librero mayor, quien abrió nuestras entendederas y estanterías para el
pensamiento crítico: Sergio Moreira.
El texto que leeremos enseguida, está impreso en las “facturas de contado” de
su librería Divulgación. Luego de leerlo, podremos repasar nuestras reflexiones
y tendremos el camino más despejado para la comprensión del trasfondo
ideológico de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
AD
SUPERVACUA SUDATUR.
La frase es de Séneca.
Se lucha por lo superfluo, realmente…
Pero ¿quiénes? ¿Los pocos que
regurgitan abundancia o los muchos
que nada tienen e intentan comer?
Lo desnecesario, en Roma, ¿era el lujo
de los señores o el pan de los esclavos?
Lo indispensable, hoy, ¿es el dividendo de los
accionistas
o el jornal del
obrero?
Este mundo de
clases tiene que acabar.
Incluso para que no sean posibles tales confusiones
y que ningún filósofo pueda de buena fe
hablar genéricamente del hombre,
en nombre de media docena de hombres.
Miguel Torga (1907-1995)
En Canto Libre del Orfeo Rebelde
Referencias
Escobar, Arturo (2013) En El
trasfondo de nuestra cultura: la tradición racionalista y el problema del
dualismo ontológico. Disponible en: http://www.revistatabularasa.org/numero-18/01escobar.pdf).
George, Susan (2007). El pensamiento secuestrado. Edit.
Icaria-antrzyt. España.
Glendon, Mary Ann (2011) Un mundo nuevo. Eleanor
Roosevelt y la Declaración Universal de Derechos Humanos. Edit. FCE. México.
Roosevelt, Franklin D. Discurso sobre el estado de la
Unión. Disponible en: http://www.fdrlibrary.marist.edu/pdfs/fftext.pdf
Santos, Boaventura de Sousa (2010). Para descolonizar
Occidente. Más allá del pensamiento abismal. Edit. CLACSO/PROMETEO/UBA.
Argentina. Disponible en: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/coedicion/perspectivas/boaventura.pdf
NOTAS:
[1] Utilizamos este término
sugerido por Samir Amin, en su libro “Eurocentrismo”, como síntesis conceptual
que visibiliza la presencia de Europa y Estados Unidos en el proyecto
hegemónico mundial desde mediados del siglo XX y que tiene como consecuencia
principal la subalternización, cuando no la negación y el genocidio y
epistemicidio de los pueblos y grupos sociales que no comparten con ellos su
visión del mundo capitalista liberal.
[2] Se suele señalar: la Carta del Atlántico, agosto 1941, la
Conferencia de Durbanton Oaks, agosto 1944, pero estos documentos confluyen en
la Carta de las Naciones Unidas, octubre 1945.
[3] La analista Mary Ann
Glendon, sostiene que una de las fuentes de la Declaración de la ONU de 1948,
tiene la impronta del grupo de países americanos, mayoritariamente del sur, que
estaban muy influenciados por la Doctrina Social de la Iglesia Católica
contenida en las encíclicas Rerum Novarum, de 1891, y Quadragesimo anno, de
1931. Para sorpresa de muchxs, la autora afirma que los derechos económicos y
sociales presentes en la Declaración Universal de Derechos Humanos, no se deben
a la presión de la URSS, sino a la de los países latinoamericanos.
[4] Glendon afirma
que Eleanor Rossevelt era menos independiente que los otros dos intelectuales
que la acompañaron en la redacción de la Declaración (Charles Malik y Peng-chun
Chang), es decir, que estaba más ceñida a los lineamientos del Departamento de
Estado y el Pentágono, que esos dos
delegados a sus respectivos gobiernos. Roosevelt sabía muy bien lo que se
jugaba su país.
[5] Este concepto
(episteme) lo entendemos con Arturo Escobar, como: “la configuración amplia y
en su mayor parte implícita del conocimiento que caracteriza una sociedad y un
período histórico particulares, y que determina de manera significativa el
conocimiento producido sin la conciencia de quienes lo producen”
[6] Un acuerdo que
nunca se logró porque EU se negó, fue la exigencia, reiterada, de los delegados
soviéticos de negar expresamente en la Declaración los derechos a los nazis y
fascistas ¿por qué sería?
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