La democracia liberal y representativa
con sus libertades civiles y políticas, se va convirtiendo cada vez más en una
camisa de fuerza para la represión y autoritarismo que el neoliberalismo
necesita para reproducirse de manera ampliada.
Carlos
Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
En el verano de 1989, en la Universidad
de Chicago, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama pronunció su célebre
conferencia, después convertida en artículo y en libro, sobre el fin de la
historia. Como es harto sabido, Fukuyama pregonó que la humanidad había llegado a un puerto final:
el liberalismo y la economía de mercado. Esto quería decir que la democracia
liberal y representativa y el neoliberalismo económico, eran los escenarios insuperables del destino
humano. Podrían existir hechos históricos pero estarían enmarcados en dichos
parámetros. La idea es verdaderamente absurda y sin embargo, la derecha mundial
la acogió con gran entusiasmo.
Independientemente de que los últimos 25
años han demostrado que la historia humana no tendrá fin sino hasta que la
humanidad desaparezca, también han
demostrado que la democracia y el neoliberalismo cada vez son más
incompatibles. La razón es muy sencilla, el neoliberalismo es un sistema
excluyente, depredador, expropiador y generador de pobrezas y desigualdades
profundas. Y un sistema con estos rasgos, genera cada vez más protestas,
movilizaciones y turbulencias sociales. La democracia liberal y representativa
con sus libertades civiles y políticas, se va convirtiendo cada vez más en una
camisa de fuerza para la represión y autoritarismo que el neoliberalismo
necesita para reproducirse de manera ampliada. Más que de la democracia, el neoliberalismo necesita de la dictadura: sistemas
electorales amañados, criminalización de
la protesta, represión y por supuesto dictadura mediática.
El martes 2 de diciembre, los diputados
del PRI y el PAN en México aprobaron una
reforma constitucional que busca crear condiciones para aprobar leyes
secundarias que impidan el derecho a las
manifestaciones y marchas en las calles. Se busca criminalizar cualquier
movilización que impida el tránsito de personas y vehículos en los espacios
públicos. En el mejor de los casos se pretende aislar a la protesta asignándole
espacios limitados. Es de hacer notar que esta reforma constitucional fue
aprobada en el contexto de una movilización social que ha ido creciendo en los
dos años de gobierno de Peña Nieto. En los últimos dos meses, después de la
desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, el país ha vivido una
turbulencia social como no se veía desde hace mucho tiempo. Anteriormente, las
reformas neoliberales de Peña Nieto habían sido respondidas con marchas
callejeras, mítines, bloqueos de carreteras y otras formas de resistencia.
Llama la atención que las manifestaciones
callejeras más recientes han terminado en actos vandálicos que la
televisión difunde ampliamente, para opacar el hecho de que la inmensa mayoría
de los manifestantes lo ha hecho pacíficamente. Se ha comprobado que buena
parte de estos actos vandálicos son provocaciones fabricadas por el gobierno.
La dictadura mediática televisiva
sataniza a la protesta callejera, el oficialismo legislativo crea leyes para
criminalizarla, los cuerpos policiacos arrestan con violencia inaudita a los
manifestantes, el poder judicial les
imputa delitos desmesurados (intento de homicidio, motín, atentado contra el
orden constitucional etc.,) que implican duras condenas. La descalificación
mediática se vuelve criminalización y la
maniobra culmina en el aterrorizamiento.
Lo repito: la democracia y el
neoliberalismo son incompatibles.
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