José Martí no solo fue
el autor intelectual del asalto al Cuartel Moncada en 1953, como el propio
Fidel lo reconociera en su alegato “La historia me absolverá”: también fue el inspirador
de la política exterior cubana y de su praxis geopolítica en el Caribe, en la
América Latina continental y más allá del ámbito regional.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La muerte de Fidel
Castro provocó una sobrecogedora reacción mundial de respeto, admiración y
reconocimiento a la vida y trayectoria del líder revolucionario, una de las
figuras más influyentes y destacadas del siglo XX y lo que va del XXI, en
América Latina y el mundo. Que estos gestos provengan, especialmente, de
pueblos como el palestino, que todavía sufre criminales formas de opresión; de
países como Angola y Namibia, cuya independencia y soberanía se obtuvo gracias
a las audaces acciones internacionalistas de la Revolución Cubana en el combate
al racismo y el apartheid
surafricano; de partidos, movimientos y
organizaciones populares que resisten al capitalismo neoliberal y al
imperialismo en todos los continentes; y en general, que sea esa gran humanidad que ha dicho ¡basta! y ha
echado a andar –como se la identifica en la Segunda Declaración de La
Habana- la que hoy se conmueve con la desaparición física de Fidel, habla de la
inmensa estatura política y moral alcanzada por este hombre “de tozuda voluntad
y anticuado sentido del honor”, al decir de Eduardo Galeano, y “que siempre se
batió por los perdedores”[1]
como Quijote de nuestro tiempo.
Nada de esto es casual.
Fidel Castro supo comprender las circunstancias, contextos y posibilidades
concretas para la consolidación del proceso revolucionario en Cuba, y a la vez,
contribuyó decisivamente a que la Revolución trascendiera el escenario
latinoamericano para proyectar las luchas de liberación nacional, antiimperialistas,
anticolonialistas y anticapitalistas por todo el orbe, abriendo caminos para la
construcción de proyectos políticos de muy distinta naturaleza y con diversos
sujetos protagonistas, que trastocaron y pusieron en jaque, en más de una
ocasión, el poder y la dominación de las potencias occidentales sobre los
pueblos del que peyorativamente fue llamado Tercer
Mundo.
No en vano el
dominicano Juan Bosch afirmó que con la emergencia de la Revolución en Cuba en
1959, y la derrota del imperialismo estadounidense en la invasión de 1961, “la
vieja frontera imperial que había quedado rota para los imperios europeos en el
siglo XIX y había sido reconstruida por los Estados Unidos en el siglo XX,
quedaba deshecha definitivamente”[2].
Ese triunfo resonó por todos los confines.
Es posible afirmar,
entonces, que José Martí no solo fue el autor intelectual del asalto al Cuartel
Moncada en 1953, como el propio Fidel lo reconociera en su alegato La historia me absolverá: también fue el
inspirador de la política exterior cubana y de su praxis geopolítica en el
Caribe, en la América Latina continental y más allá del ámbito regional. Las
líneas maestras de ese programa martiano que aboga por el equilibrio del mundo están presentes en distintos escritos del
prócer cubano, pero se expresan con particular claridad en el texto conocido
como “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”. Allí, Martí advierte la
relevancia de Cuba, y las Antillas en general, en el sistema internacional, y
las dimensiones de la lucha revolucionaria en la isla que, muy pronto, aparecen
irremediablemente ligadas a la confrontación con el imperialismo
estadounidense:
“En
el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de
la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se
prepara ya a negarle el poder, mero fortín de la Roma americana; y si libres, y dignas de serlo por
el orden de la libertad equitativa y trabajadora, serían en el continente
garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún
amenazada (…). No a mano ligera, sino como con conciencia de siglos, se ha de
componer la vida nueva de las Antillas redimidas. Con augusto temor se ha de
entrar en esta grande responsabilidad humana. Se llegará muy alto, por la nobleza
del fin; o se caerá muy bajo, por no haber sabido comprenderlo. Es un mundo lo
que estamos equilibrando: no son solo dos islas [Cuba y Puerto Rico] las que
vamos libertar”[3].
Para Martí, no se podía
fallar en el cumplimiento de esa misión: “Un error en Cuba, es un error en
América, es un error en la humanidad moderna. Quien se levanta hoy con Cuba, se
levanta para todos los tiempos. (…) ¡Los flojos, respeten: los grandes,
adelante! Esta es tarea de grandes”[4].
En el pensamiento de
Fidel, estas ideas martianas se constituyen en ejes que gravitan de manera
constante en el análisis político, en la interpretación de las coyunturas, en
la lectura del ámbito de posibilidades –el margen de maniobra- y en la
definición de líneas de acción, con profunda perspectiva histórica. Con
conciencia de siglos y de los dolores, las injusticias, las rabias y las
utopías que la Revolución se echó sobre los hombros.
Así, encontramos que en
la Segunda Declaración de La Habana de 1962, pronunciada en la Plaza de la
Revolución, y que bien puede considerarse como uno de los documentos
fundacionales del pensamiento crítico latinoamericano moderno, Fidel
interpelaba:
“¿Qué
es la historia de Cuba sino la historia de América Latina? ¿Y qué es la
historia de América Latina sino la historia de Asia, África y Oceanía? ¿Y qué
es la historia de todos estos pueblos sino la historia de la explotación más
despiadada y cruel del imperialismo en el mundo entero?”[5].
Y más adelante, en esa
misma alocución, explicaba:
“Cuba
y América Latina forman parte del mundo. Nuestros problemas forman parte de los
problemas que se engendran de la crisis general del imperialismo y de la lucha
de los pueblos subyugados; el choque entre el mundo que nace y el mundo que
muere”[6].
La articulación de
nuestra América con el mundo, la búsqueda constante de la unidad y la
integración de los pueblos, la solidaridad de los oprimidos y la acción
conjunta contra los opresores como horizontes de una (geo)política
emancipadora, son parte de las contribuciones de la Revolución Cubana a la
construcción del otro mundo posible.
“Con los oprimidos
había que hacer causa común”[7],
escribió Martí en su ensayo Nuestra
América. Con las mil y una dificultades y adversidades por todos conocidas,
e incluso a pesar de las contradicciones y limitaciones que se le puedan
señalar, la Revolución Cubana ha sido y es consecuente con este principio, y en
ello cabe una responsabilidad decisiva al liderazgo de Fidel. He aquí una
lección de humanidad, de dignidad y valentía que todo el odio de sus enemigos
no podrá borrar ni hacer olvidar jamás.
NOTAS:
[1] Galeano, E. (2008). Espejos. Una historia casi universal.
México, D.F.: Siglo XXI Editores, p. 309.
[2] Bosch, J. (2012). De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe,
frontera imperial. Caracas: Fundación Editorial El Perro y la Rana, p. 419.
[3] Martí, J. (1894). El
tercer año del Partido Revolucionario Cubano. En: Hart Dávalos, A. (2000). José Martí y el equilibrio del mundo.
México D.F.: Fondo de Cultura Económica, p. 240
[4] Idem, p. 241.
[5] Castro, F. (2009). Latinoamericanismo vs. imperialismo.
Querétaro: Ocean Press, p. 62.
[6] Idem, p. 66.
[7] Martí, J. (1891).
Nuestra América. En: Hart Dávalos, A. (2000). José Martí y el equilibrio del mundo. México D.F.: Fondo de Cultura
Económica, p. 240
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