No debemos olvidar que
Francisco asciende al pontificado en medio de una crisis profunda de la Iglesia
católica. Las reformas que vienen no son inventos ni ocurrencias de Bergoglio,
sino una imperante necesidad de renovación.
Bernardo Barranco / LA JORNADA
El Papa Francisco. |
Desde
su llegada, el papa Francisco ha resultado incómodo a la curia vaticana. El
Papa argentino ha marcado discontinuidad con muchos privilegios de la
burocracia vaticana. Han sido frecuentes sus confrontaciones, que pueden
resumirse en aquel durísimo mensaje que Francisco dirigió, diciembre de 2014,
en el que exalta las enfermedades de la curia romana. Sin embargo, el ascenso
de la derecha conservadora en Europa y el triunfo de Donald Trump en Estados
Unidos han alentado la oposición interna conservadora católica y merece un
análisis minucioso.
Sin duda, en 2016
Francisco ha estado bajo el acecho conservador. Clérigos, intelectuales y
periodistas han salido a la luz pública para asediar al pontífice argentino. No
hay duda de que son cilindrados por altos monseñores de la curia que no quieren
perder privilegios, estatus y que de ninguna manera acatarán las reformas
estructurales que el Papa tiene pendientes. Ya no hay pudor ni recato: de
manera abierta y pública en periódicos, televisión y en Internet, contestan y
arremeten contra la figura del Papa. El último episodio reciente ilustra la
tensión que habita en Roma.
Los cardenales Walter
Brandmüller, Raymond Burke, Carlo Caffarra y Joachim Meisner firmaron una carta
pública en la que expresaron preocupación por las enseñanzas de Francisco,
acusado de causar confusión en asuntos claves para la doctrina católica. ¿Un
Papa hereje? En el fondo cuestionan los contenidos de la última exhortación
apostólica, Amoris laetitia (La alegría del amor), documento firmado por
Francisco que intenta abrir nuevos caminos para los divorciados católicos y
delinear una Iglesia más tolerante en aspectos relacionados con la familia.
Dicha rebelión no es novedad; en el desarrollo del sínodo sobre la familia
éstos y otros cardenales cuestionaron la metodología y las conclusiones. Por
otro lado, han arreciado los rumores. En los pasillos sus detractores lo llaman
“el Papa argentino” con un dejo de desprecio para desacreditarlo. Para remarcar
una supuesta distancia cultural e ideológica entre ellos y él. También se
refieren como “El Papa párroco de pueblo” o el “papa populista” siempre
dispuesto a decir lo que sus interlocutores quieren oír. El vaticanista Paolo
Rodari, en un artículo en La Repubblica, advierte: “Son expresiones de
los cardenales y obispos de la curia, pero que tienen detrás de ellos a grupos
de poder y grupos de presión” Abundan expresiones descalificadoras como “es
jesuita” y hay un racismo europeísta subyacente. Los altos prelados curiales,
con desprecio, susurran: “no sólo con homilías y consejos caseros se puede
gobernar la Iglesia”. Los sectores conservadores quieren que Francisco reine
pero no gobierne la Iglesia.
Y no es que Francisco
haya hecho grandes transformaciones. Los cambios que ha promovido son de
actitud, más que de doctrina y dogmas. El Papa ha sufrido sabotajes y
deslealtades. La filtración de un borrador final de su encíclica Laudato si,
que alertó al lobby petrolero; la publicación de documentos
financieros reservados que desencadenó en el llamado Vatileaks II, y
rumores sobre su salud y un supuesto tumor cerebral. Públicamente es cada vez
más evidente que los cambios que Francisco promueve crean tensiones y
resistencias en los más altos niveles de la estructura de la curia y
desconcierto entre los fieles. El periódico italiano Corriere della Sera,
en un reportaje, dio porcentajes sobre el alcance del consentimiento-disidencia
entre la curia en torno a Francisco. Sería 20 por ciento que aprueban el
estilo, las propuestas y son sus partidarios; 70 por ciento, denominada la
mayoría “silenciosa e indiferente”, flota y espera simplemente otro pontífice,
y 10 por ciento, el núcleo duro de los “opositores”; sin embargo, el tamaño de
este último es engañoso, porque está constituido por prelados del más alto
rango. La oposición ha pasado de los rumores de pasillos a la presión mediática
y de la amenaza a la rebelión. Por ejemplo, el cardenal esloveno Franc Rodé
declaró a la prensa que “Francisco es excesivamente de izquierdas… Bergoglio es
latinoamericano y esta gente habla mucho, pero resuelve pocos problemas”; Rodé
fue funcionario de la curia de la era Wojtyla hasta enero de 2011 y uno de los
principales protectores de Marcial Maciel.
Detrás del escándalo Vatileaks
II hay un esfuerzo de denuncia contra el bloque conservador. En los libros Avaricia,
de Emilio Fittipaldi, y Vía Crucis, de Gianluigi Nuzzi, no hay complot
contra Francisco. Por el contrario, miran con afinidad los esfuerzos
reformistas del Papa argentino. Fittipaldi, en la presentación de su texto,
afirmó: “Yo simpatizo con el Papa, soy su partidario, porque me inspira una
gran confianza. Sin embargo, veo las limitaciones que enfrenta, así como el
tamaño de la empresa”. Por su parte, Nuzzi confirma por qué el Papa no es muy
querido por la curia: “Elegí el nombre de vía crucis porque tiene un viaje muy
difícil en la historia, un camino de calvario. En suma, buscar una reforma
frente a una curia que está fuertemente caracterizada por la inercia, la
opacidad y la malversación”.
No debemos olvidar que
Francisco asciende al pontificado en medio de una crisis profunda de la Iglesia
católica. Las reformas que vienen no son inventos ni ocurrencias de Bergoglio,
sino una imperante necesidad de renovación. Francisco asume el pontificado en
medio de un severo desfondamiento institucional, resultado de una malograda
conducción, de pugnas palaciegas y descrédito internacional, así como de
mayúsculos escándalos de pederastia, malversación financiera y corrupción en la
Santa Sede. Todo esto llevó como corolario a la renuncia de Benedicto XVI,
enfermo, rebasado y deprimido. Las reformas que tanto incomodan a la curia son
un mandato del cuerpo cardenalicio que eligió a Francisco en 2013. Tampoco
debemos olvidar que el quebranto institucional es de los sectores conservadores
de la Iglesia y no de Francisco. Este conservadurismo que se impuso después del
concilio, acusando al progresismo católico de llevar al caos a la Iglesia por
una apertura indiscriminada a la modernidad, que conduciría irremediablemente a
la pérdida de identidad. Sin embargo, la crisis de pederastia cataliza y
fractura el pacto conservador. Afloran luchas palaciegas, las intrigas curiales
y la lucha por el poder y beneficios financieros bajo Benedicto XVI. Paradójicamente
este mismo conservadurismo clerical provocó la debacle de la Iglesia, una
crisis de quebranto del capital moral y la autoridad religiosa de la Iglesia.
Bergoglio asciende en medio de dicha fractura. Como diría el teólogo jesuita
González Faus: el problema ya no es el Papa, el problema es el papado. La
crisis de corto plazo es la dramática confrontación curial. La crisis de largo
plazo es repensar el modelo y realizar ajustes, mismos a los que un poderoso
sector de la Iglesia se opone. Está en juego la reforma de la Iglesia.
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