Cuando en el mes de marzo
de 2016 los diarios mostraron que se había blanqueado la barrera coralina de
Australia, muchos en el mundo tuvimos la sensación de que la hora definitiva
está llegando.
William Ospina / El Espectador
(Colombia)
Largo tiempo se creyó que
el fin del mundo sería un solo evento catastrófico, una suerte de espectáculo
cósmico como los que evoca Rafael Argullol en su admirable libro “El fin del
mundo como obra de arte”. Lo que estamos empezando a ver más bien podría
designarse como El gran malestar.
No carecerá de
catástrofes: las erupciones volcánicas desde Islandia hasta Indonesia, el
continente de plástico del Pacífico, la desaparición de los hielos del Ártico,
el peligro alarmante del derretimiento del permafrost de Siberia que guarda
frágilmente los mayores depósitos de metano del mundo, la muerte masiva de
especies como lo que se ha dado en llamar recientemente el Apocalipsis de las
abejas, pero el actual calentamiento global, cuyos diagramas nos alarman día a
día, puede no consistir en un mero aumento de temperaturas, sino en un
progresivo enrarecimiento de las condiciones de vida en el mundo.
Lo sentimos en el clima,
con veranos e inviernos cada vez más alterados, con el desplazamiento de los
mapas vegetales, con la modificación de los nichos de las especies de plantas y
de insectos, con el extravío de bandadas y cardúmenes, con la mutación de los
virus y la amenaza creciente de las pandemias.
Un planeta que durante
milenios ha sido el escenario más propicio para la vida, para nuestra forma de
vida, podría transfigurarse ante nuestros ojos en una morada inhóspita, de sol
calcinante, de aire tóxico, de agua impotable, de pieles irritadas, de
complicaciones respiratorias, donde los tejidos enloquezcan, los sentidos se
alteren y los gérmenes escapen a todo control.
Alcanzada, como lo hemos
logrado hasta ahora, la era de mayor seguridad en el transporte aéreo, con
máquinas casi perfectas que alcanzan su destino con una precisión asombrosa, corremos
el riesgo de que el aire, todavía apacible salvo en ligeras zonas de
turbulencia, se llene de peligros imprevisibles. No queremos barreras de hielos
súbitos, granizos intempestivos, turbulencias que podrían convertir la
atmósfera en rizos más indóciles que las olas de Australia.
Ya los médicos advierten
que la dádiva de los antibióticos, que hace medio siglo nos convencieron de que
habíamos triunfado sobre las infecciones, no sólo podría revertirse, sino dar
pie a una generación de bacterias y de virus reforzados. La vida tiene el deber
de luchar y de defenderse en todos los organismos y en todas las especies. Si
los gérmenes son un peligro para nosotros, no debemos olvidar que nosotros
somos un peligro para los gérmenes, y que ellos tal vez sepan protegerse mejor.
La era de la dominación
estúpida y carente de escrúpulos de los humanos sobre la naturaleza, podría dar
lugar a una súbita mutación que vuelva a hacer de nosotros la más frágil de las
especies. Y ello habrá ocurrido, asombrosamente, gracias a nuestro talento,
nuestro saber y nuestra insuperable soberbia.
Es probable que sólo
hayamos empezado a advertirlas cuando buena parte de las alteraciones ya
estaban en marcha. No es fácil decir cuándo comenzó el ser humano a ser
consciente de sus propios maleficios. Cuando Isaac Asimov y Frederick Pohl
escribieron alarmados su libro La ira de la tierra, ya todo estaba seriamente
alterado. Cuando en 1959 Aldous Huxley lanzó sus tremendas advertencias en las
conferencias de Santa Bárbara, California, a las que llamó La situación humana,
ya muchos males estaban declarados. Cuando Humboldt, a mediados del siglo XIX
describió la tierra como un organismo viviente, en el que todo depende de todo,
en el que no hay movimiento que no tenga su réplica ni fenómeno que no aliente
su contrario, ya estábamos advertidos de que toda alteración del equilibrio
forzosamente producirá consecuencias.
El planeta sabe
equilibrar sus fuerzas, pero estaríamos locos si pensáramos que lo hará en
beneficio de alguna especie en particular, y menos de aquella que está
alterando todo de un modo destructivo. La condición única de la vida es el
equilibrio original, toda alteración arbitraria y sobre todo excesiva
despertará fuerzas que no pueden sernos propicias: el mundo se equilibrará
sacrificándonos. Si la tierra se convirtiera en un nicho rojo de selvas
tóxicas, o en el desierto que anunciaba Nietzsche, la tierra lo aceptará como
su nueva realidad, exactamente al modo como la barrera de arrecifes coralinos
de Australia se está convirtiendo ante nuestras cámaras en una muralla blanca
de corales muertos donde ya las algas no encontrarán sustento ni exhalarán
oxígeno a la atmósfera.
El calentamiento global
no es otra cosa que una fiebre planetaria, pero toda fiebre es el síntoma de
una enfermedad que puede minar, no apenas la salud de unas especies, sino la
totalidad de la vida. Como lo sintió Humboldt, hay un continuum de la vida
planetaria. Se ofrece ante nuestros ojos bajo la apariencia de seres
individuales, de especies perfectamente diferenciadas, pero sin duda unas
especies son complementarias de otras, toda selva es un diálogo de fuerzas,
formas, sustancias, ritmos y metabolismos, y por eso cuando nos dicen que un
ecosistema sólo está completo si hay felinos en él, nos están señalando que un
tigre, un jaguar o una pantera, no son criaturas particulares sino la
manifestación de la salud de un sistema viviente. Son partes significativas de
un todo, y a lo mejor la muerte de los jaguares puede comenzar con el palidecer
de ciertas flores, el debilitamiento de ciertas piedras, el enrarecimiento de
ciertas algas o el silenciarse de ciertos cantos de aves.
Una mirada amplia y
humana, al oponerse a los esquemas de rentabilidad y de rendimiento, parece
regodearse apenas en la contemplación, y a los ojos de los gerentes de lo útil
roza los vértigos del misticismo y de la superstición. El gran Leviatán sólo
respeta a la ciencia cuando ésta le sirve como instrumento para sus designios:
cuando el conocimiento contraría al poder, no sólo corre el riesgo de ser
negado, sino que acabará siendo calumniado por la propaganda industrial.
Cristo dijo en su tiempo
que había que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Lo
singular de esta época es que ahora el César quiere lo que es de Dios, y ha
llegado el momento de gritar que no podemos aceptar ese trato.
Esta semana comienza a
circular el libro “Parar en seco”, sobre el trasfondo cultural del cambio
climático. Este es el primer capítulo.
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