sábado, 4 de noviembre de 2023

Nuestra identidad: un aporte a la historia universal

 En Nuestra América se creó una teoría política, una doctrina de los derechos y un conjunto de instituciones de cooperación y encuentro regionales con su propia teoría de la integración que, paso a paso, ha buscado culminar en la práctica el sueño de unidad de Bolívar y Martí del Siglo XIX.

Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica

Contra la llamada “leyenda negra” de la colonización en América se han congregado intelectuales, historiadores, periodistas y filósofos que buscan reivindicar como positiva y civilizatoria la gesta colonizadora de los peninsulares europeos en América. A su vez, definen a España como un imperio colonial humanista y avanzado científica y culturalmente, a diferencia de otros imperios europeos. Esa es una batalla cultural que no es reciente, pues acumula libros y años de debate. Pero ha sido activada para dar respuesta a la demanda de disculpas hecha por el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador a la corona española en el 2019. No voy a confrontar sus argumentos pues pienso que los mejores testimonios de la historia se pueden leer con diferentes anteojos, para justificar infinitas intenciones: sobre todo en la actualidad en que una nación, como España, requiera ser maquillada de sus atrocidades en el pasado, aunque más bien debería saldar cuentas. Voy a colgarme de esa agitación pro española, para destacar nuestra historia bicentenaria.
 
Los miles de muertos que dejó la conquista y la colonización aparecen como fantasmas en toda Nuestra América que nos los recuerdan, como en la fiesta de los difuntos de herencia prehispánica, Son muertos y fantasmas que le dan sentido identitario a nuestra historia; no se les puede abandonar: su legado está presente en toda nuestra obra política y cultural que forma parte de la historia universal; que no es apéndice de la historia del colonizador, por más benévolo que se nos pinte. 
 
Si se nos pregunta cuál es nuestro aporte a la historia universal tendríamos mucho para responder: la música, las danzas y la plástica latinoamericanas se exhiben como rasgos identitarios construidos con el cuidado de los patriotas e intelectuales de diversa cuna, que pusieron en marco nuestras diferencias. Pueden citarse, a título de registro: 1) la literatura latinoamericana que acumula folios de poemas y narrativas con galardones en este continente y en el otro. ¡No son pocos los Premios Nobel de literatura!; 2) la teoría del desarrollo y la relación Centro-Periferia, de Raúl Prebisch, con repercusiones positivas en los estados y la economía; 3) la Teología de la Liberación, con raíces profundas en el dolor de los oprimidos y contra la cual los poderes imperiales alimentaron con muchos recursos la Teología de la Prosperidad para opacarla; no obstante, el actual Papa Francisco I sea heredero de aquella prestigiosa corriente. 4) la propuesta pedagógica de Paulo Freire, una puesta en el tapete de cómo se educa para liberar y, a su lado, 5) la Filosofía de la Liberación. Con esta, el notable y sugerente pensamiento latinoamericano que no necesita de mecenas europeos para campear en nuestros claustros universitarios, en las librerías y en congresos internacionales de filósofos: no busquemos a Kant o a Hegel en Nuestra América; dejemos que los europeos busquen a nuestro Bolívar y Martí en su continente.
 
Al pensamiento latinoamericano y a la gestación de una filosofía política nuestra hay que agregar el otro de nuestros grandes aportes a la historia universal: la construcción del estado nacional con origen en los procesos emancipatorios del siglo XIX y que se vino enriqueciendo con señales identitarias. No voy a ahondar en exceso de detalles pues lo he hecho en mi libro “Soberanías. Nuestra América y la construcción global de un concepto” (EUNED, San José, en proceso editorial). Pero, para el objetivo de este ensayo me explico.
 
Hay un texto que se torna clásico por su significación teórica: el de Jünger Habermas sobre la construcción de los estados nacionales. En La inclusión del otro. Estudios de Teoría política (1999: 81) formula la existencia de tres generaciones o estilos de construcción de naciones: una desde el Estado por medios militares y diplomáticos, al norte y oeste de Europa, ahí está España; otra previa al Estado formal, pensada por intelectuales, filósofos, periodistas, al centro y al este de Europa y, más tarde, los que emanaron de la disolución del colonialismo europeo a partir de la segunda guerra del siglo XX. Este filósofo solo toma en consideración la descolonización en El Caribe, África y el Pacífico; a saber, lo que quedaba de posesiones europeas extracontinentales; mientras el empoderamiento nacional en Nuestra América se había iniciado en los primeros años del siglo XIX. Haití fue pionero, aunque la independencia de las trece colonias británicas de América del norte inspirada en los idearios de la ilustración se dio antes de la Revolución Francesa. Aquella independencia de 1776 influyó notoriamente en las colonias vecinas hispano americanas. 
 
Hace más de 200 años, con el inicio del proceso emancipatorio, en Nuestra América se forjaban instituciones políticas desde sus entrañas, que pretendían superar el reto de no ser, como lo creen, aun en Europa, el apéndice de la historia europea. Pueblos sin historia, se pensaba que eran aquellos que no tenían estado soberano, como lo fuera señalado por Hegel en 1817, en la Enciclopedia de las Ciencias filosóficas (ECF): “…un pueblo sin organización estatal (una nacióncomo tal) no tiene propiamente historia …” (ECF §549). Luego, en 1821 en la Filosofía del Derecho (FD) lo reitera: “La soberanía puede ser designada popular en el sentido de que un pueblo, en general, para el exterior es autónomo y constituye un verdadero y propio Estado, como el pueblo de la Gran Bretaña; pero el pueblo de Inglaterra, o de Escocia, o de Irlanda, de Venecia, de Génova o de Ceylán, no son más pueblos soberanos desde que han cesado de tener por sí principios propios y gobiernos supremos” (FD § 279). De ese soberano, dirá más adelante, “frente a su derecho absoluto, de ser guía en el presente momento del desarrollo del Espíritu Universal, los espíritus de los demás pueblos carecen de derecho y como aquellos cuya época ya ha pasado, no pesan más en la historia universal” (FD § 347). Estas colonias estaban definidas como parte de la nación española como provincias, según la Constitución de Cádiz de 1812 y, por tanto, la historia de acá vista como marginal, pues era parte de la historia de allá.
 
Empero, para aquellas fechas, en este hemisferio, se habían formulado proclamas de emancipación destacables. Es el caso de los haitianos, jacobinos como sus maestros franceses, rompieron con el colonialismo francés en 1805 e inspiraron los gritos de independencia en México y Buenos Aires de 1810, las gestas bolivarianas de aquella década y la siguiente y las reivindicaciones nacionales en adelante. Aunque tenían que afrontar, aquellas criolladas de ilustrados y jacobinos de acá, la conducta agresiva de los europeos: pretensiones por la restauración del poderío estatal pre-napoleónico en el Congreso de Viena de 1814  y la Santa Alianza, a uno y otro lado del Atlántico (me refiero a las posesiones coloniales europeas en el Caribe); también, con los cantos de sirena del Norte que, si bien su proceso emancipatorio influyó de manera destacada en el nuestro no cesaba su intención de extender fronteras hacia el sur con su Doctrina de Monroe de 1823 y su ilusión del Destino Manifiesto. En este espacio supieron, los criollos, afrontar las presiones del entorno y darle contenido a un planteamiento filosófico de paz perpetua: una confederación de estados ideada por Kant, el filósofo de Königsberg en 1795, para forjar un ambiente de seguridad cosmopolita. Empero, lo impulsado en Panamá, en 1826 por Bolívar, lo era para la defensa común de las jóvenes naciones de la agresión existente desde el norte y el este. 
 
Frente al espejo de los estados colonialistas se formaron los estados nacionales en Nuestra América, mucho antes de la disolución del colonialismo europeo al que hace referencia Habermas. La expresión “nuestra América” existía desde 1676 dicha por el poeta de Nueva Granada Hernando Domínguez Camargo para contrastarla con Europa en su alabanza a Cartagena de Indias. Más tarde, en México, Juan José Eguiara y Eguren la usaron en 1748 como 1755 para identificar la calidad de los habitantes y su entorno en la parte septentrional, por cuanto el resto de la colonia era denomina la América peruana o la América meridional (Almarza, 1984: 11). Esa expresión como parte de las calificaciones identitarias y las autoafirmaciones nacionales frente a Europa siguieron después de Bolívar. A mediados del Siglo XIX el chileno José Victorino Lastarria fue inclemente con los europeos: “su ignorancia (de los europeos) acerca de la América brota y rebosa en todas las ocasiones en que tienen que ocuparse de nuestros negocios y en nuestra situación (Lastarria, La América (fragmentos), 1979: 8); estas Repúblicas, muy tempranas, no caben “… en la cabeza de un buen inglés, y por eso la nación entera mira con desdén a sus hijos de América, y no alcanza a concebir que en la América española pueden organizarse repúblicas duraderas (Ibid: 11). Lastarria respondía a los europeos, a los ingleses y a su contemporáneo Faustino Sarmiento, defensor de la calidad civilizatoria de Europa y Estados Unidos. De igual forma se pronunciaba en favor de la emancipación cultural el cubano José Martí, quien supo educar, más allá de su muerte física, a las generaciones siguientes en el carácter de nuestra cultura y en la justeza de nuestra independencia de Europa y Estados Unidos. Una historia, pensaba, que no tiene como sujetos solo a los criollos, sino también los indios, los negros y los campesinos marginados por las charreteras y togas en un mundo de alpargatas en los pies y la vincha en la cabeza (Política de Nuestra América, 1982: 41). Y con Martí la necesidad de conocernos mejor, para no repetir a Europa en este continente: “La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas de acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas” (Ibid: 40)
 
Sobre esa base y a partir de esos estados, en Nuestra América se creó una teoría política, una doctrina de los derechos y un conjunto de instituciones de cooperación y encuentro regionales con su propia teoría de la integración que, paso a paso, ha buscado culminar en la práctica el sueño de unidad de Bolívar y Martí del Siglo XIX. El resultado, al lado del aporte cultural y filosófico hecho a la historia universal, están las instituciones políticas tempranas: repúblicas independientes y soberanas que, desde su inicio, supieron darles asiento propio a los ideales de la ilustración. Nuestra América realizaba, a nuestro modo, las utopías mejor pensadas en Europa, incluso desde Tomás Moro. Nuestra idea de la soberanía popular nos es muy propia, al igual que el carácter federativo de algunos estados inspirados en la Constitución de Filadelfia de 1787 (la de USA): México, Argentina, Venezuela. El equilibrio de poderes que, a diferencia de Montesquieu no tiene a la cabeza una monarquía, sino a una figura presidencial; a pesar del sentido democrático de nuestros padres fundadores, esos presidencialismos se tornaron, en algunos países, en dictaduras militares represivas por empuje de las oligarquías locales y apoyo del imperio continental. Esas experiencias sangrientas también son un resultado no deseado, en la vida independiente, de una colonización funesta que confrontó a europeos autoconcebidos como superiores frente a los locales. Charles Linneo le había puesto retórica “científica” a su clasificación de los sapiens, sobrevalorando al de Europa. 
 
Con esas pecas en el rostro, que provocaron dolor y muertes, estamos integrados a la historia universal, desde mucho antes del desmantelamiento del colonialismo europeo. En esa herencia nos toca profundizar la identidad y la defensa de la dignidad nacional ante el imperio vecino que se nos muestra en franca decadencia y frente a las voces de Europa y de España que osan maquillar su pasado colonial y ocultar el dolor por nuestras muertes. 

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