Hoy resulta crucial evitar que Honduras se vuelva una nueva fuente de desacuerdo entre las múltiples y diversas izquierdas de la región.
(Fotografía: los presidentes de El Salvador y Guatemala, Mauricio Funes y Álvaro Colom, respectivamente, se reunieron con Porfirio Lobo en San Salvador, el pasado 16 de marzo).
Quizás el efecto geopolítico más nefasto del golpe de Estado en Honduras no haya sido el cambio en el equilibrio regional del poder entre izquierda y derecha, sino su potencial para encender, a largo plazo, la chispa de la discordia entre los gobiernos progresistas de la región.
Era inevitable que a medida que se fuese institucionalizando el golpe, algunos países empezaran a acercarse más a los golpistas hondureños. Una derecha radical en el poder en Colombia y Panamá se aproximó sin tapujos al golpista Micheletti. Más tarde, Porfirio Lobo, el producto de una jornada electoral marcada por la violencia, la censura y el fraude, fue premiado por el reconocimiento oficial de Perú, Costa Rica y República Dominicana.
Sorprendió más recientemente la decisión guatemalteca y salvadoreña de reconocer al nuevo gobierno hondureño. En particular, la decisión del presidente salvadoreño Mauricio Funes, que se ha alejado paulatinamente del FMLN, resulta poco promisoria para lograr un acercamiento con una creciente fila de detractores en el seno del partido. Muchos sectores de la izquierda latinoamericana, además, están cada vez más desilusionados con su gobierno.
Sintomáticamente, esta semana, el PSUV venezolano publicó una nota en su página web para darle al presidente salvadoreño una cálida bienvenida “al club de los serviles”.
Funes, que acaba de regresar de una visita a los EE.UU., podría no estar demasiado preocupado por las críticas que provengan de Caracas –después de todo, hace meses que Funes no se cansa de repetir que su modelo es el brasileño– pero su respaldo a Lobo también significa alejarse de Brasil, que se rehúsa hasta ahora a sancionar el golpe, pero que constituye un socio estratégico para El Salvador, con cuantiosas inversiones en el campo de los biocombustibles.
Brasil, por otro lado, empieza a delinear una posible salida al actual impasse hondureño. El 15 de febrero, el canciller Amorim declaró que “para nosotros, quizá lo más importante dentro de ese proceso de reconciliación sería crear condiciones para que el ex presidente Zelaya, que era el presidente legítimo hasta el 27 [de enero], pueda volver y participar en la vida política en Honduras”.
Los brasileños han sido enfáticos en que este retorno se debe dar sin persecución política ni judicial alguna. Después de alguna vacilación, Lobo finalmente aceptó la idea del retorno de Zelaya, aunque algunos miembros de su gobierno parezcan oponerse a esta solución, por lo que Lobo tendrá que convencerles de que no le conviene a Honduras ignorar, una vez más, los llamados de la comunidad internacional.
No se sabe aún cuáles serán las reacciones de los demás miembros de la UNASUR y de la ALBA ante un posible acuerdo que conlleve el retorno de Zelaya a Honduras y de Honduras a la comunidad interamericana. La última vez que los gobiernos de izquierda latinoamericanos se dividieron en bloques algo antagónicos fue cuando, hace un par de años, algunos apologistas del etanol se enfrentaron, de manera momentánea, a algunos defensores del petróleo. Hoy resulta crucial evitar que Honduras se vuelva una nueva fuente de desacuerdo entre las múltiples y diversas izquierdas de la región.
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