Los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana se encuentran con un dilema. En tiempos de crisis ambiental y cambio climático, son moralmente estimulados a adoptar políticas de preservación ecológica, reducción del efecto invernadero, contención de la deforestación y adopción de tecnologías limpias. Pero los recursos minerales, como el cobre y el petróleo, y grandes monocultivos, con relieve para la soja, todavía encabezan las listas de exportación de los gobiernos progresistas.
Tadeu Breda * / www.politicayeconomia.com
(Ilustración de Oilwatch Latinoamérica)
Elegidos con la promesa de escribir un nuevo capítulo en la historia de América Latina, los gobiernos de izquierda no tocan en lo que, para muchos, es el punto neurálgico de la construcción de una nueva realidad política y económica: el modelo de desarrollo primario-exportador.
Una encuesta realizada en Brasil a las vísperas de la Cumbre de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, que se dio el último deciembre en Copenhague, concluyó que solamente 5% de los brasileños ven el calentamiento global como el gran problema del mundo. Una parte aún más chica de la población, alrededor del 1%, cree que la preservación de la biodiversidad debe ser priorizada por las políticas públicas. Urgente de verdad, dice el sondeo, es combatir la pobreza, la violencia y el hambre.
Los resultados del levantamiento reflejan el raciocinio que anima a los gobiernos de la llamada izquierda suramericana a la hora de sopesar las necesidades aparentemente contradictorias de preservación ambiental y crecimiento económico.
Desde la victoria de Hugo Chávez en Venezuela, en 1998, hasta la de Fernando Lugo en Paraguay, en 2008, la ola electoral que condujo al poder a candidatos de origen popular e ideales socialistas tenía como objetivo poner un freno a las reformas neoliberales. El Estado anhelaba, así, reducir la dependencia externa y retomar el control de la economía.
“Había esperanzas de que la nueva izquierda promocionara cambios sustanciales en el modelo de desarollo, hasta entonces basado en la exportación de productos primarios”, recuerda Eduardo Gudynas, experto del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Montevideo.
Ello no ocurrió. Al revés, la Comisión Económica para la América Latina y el Caribe (CEPAL) señala que los productos primarios todavía corresponden a más de la mitad de las ventas externas de las naciones ahora dirigidas por gobiernos dichos progresistas. Encabezan las listas de exportaciones recursos minerales, como el cobre y el petróleo, y grandes monocultivos, con relieve para la soja.
Brasil es el país menos dependiente de los productos primarios, pero aún así sostiene el 51% de su economía con las distintas formas del extractivismo. Ya Venezuela, por ejemplo, apoya el 80% de su balanza de pagos sobre las rentas petroleras.
Eduardo Gudynas subraya que los nuevos gobiernos suramericanos no solo han hecho hincapié sobre las actividades primarias como también abrieron nuevos campos de operación extractivista y agroindustrial. “Es el caso de la minería en Ecuador, el apoyo a un nuevo ciclo en la explotación del hierro en Bolivia y el fuerte protagonismo estatal en promocionar el crecimiento minero en Brasil y Argentina, mientras la izquierda uruguaya se lanza a la prospección de petróleo”, explica.
El punto neurálgico
En un primer vistazo puede ser difícil notar los efectos colaterales del negocio primario-exportador. A la final, el crecimiento año a año de las ventas externas se traduce en cada vez más dólares para la economía. Y los países latinoamericanos están siempre necesitando dinero: nadie duda que todavía hay mucho qué hacer en términos de educación, salud, vivienda, empleo etc.
Sin embargo, el economista ecuatoriano Alberto Acosta recuerda que desde la época de la colonización las finanzas regionales estuvieron sometidas a la explotación y exportación de productos primarios. Y, a lo largo de los siglos, este tipo de actividad no fue capaz de brindar desarrollo humano a la mayoría de los latinoamericanos, aunque sí haya producido crecimiento económico.
A propósito, el último relatorio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) pone el grueso de los países del continente en posiciones bastante intermedias en el ranking mundial del bienestar. Brasil, por ejemplo, a pesar de estar entre las principales economías del mundo, sólo aparece en la 75a posición en lo que refiere al IDH.
“Seguimos creyendo equivocadamente que desarrollo es sinónimo de crecimiento, y que la manera más fácil de lograrlo es por medio de la exportación de recursos naturales”, lamenta Acosta. “Los actuales gobernantes tienen un reto muy grande entre las manos: no deben solamente conseguir equidad social, profundizar la democracia y superar el Consenso de Washington. Todo eso es indispensable, pero el verdadero cambio radica en transformar la manera como lidiamos con los recursos naturales.”
Ecuador ha dado pasos importantes en ese sentido al aprobar en 2008 una Constitución que reconoce derechos a la naturaleza y somete el progreso económico y social a una relación no-destructiva con los ecosistemas. La regla es utilizar los recursos del medio ambiente en una intesidad tal que le permita recobrarse de los daños ocasionados y seguir sus propios ciclos vitales. Pero en la práctica todavía no funciona.
Con el noble objetivo de reducir los niveles de pobreza, los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana se encuentran con un dilema. En tiempos de crisis ambiental y cambio climático, son moralmente estimulados a adoptar políticas de preservación ecológica, reducción del efecto invernadero, contención de la deforestación y adopción de tecnologías limpias. Al mismo tiempo, el compromiso histórico asumido durante las campañas electorales les obliga a mitigar la pobreza y estrechar el abismo social que aparta ricos y pobres en el continente más desigual del planeta.
La pobreza primero
La prioridad parece haber sido el combate a la miseria. Mas, para llevarlo a su término, el poder público necesita de recursos financieros, una vez que el modelo elegido para aliviar el hambre, sanear el trabajo infantil y reanimar las economías locales ha sido la transferencia de renta –o sea, una especie de sueldo mensual que el gobierno reparte entre las familias en situación de penuria–.
En Brasil, Lula creó la Bolsa Familia. En Bolivia, se instauró el Bono Juancito Pinto. Los uruguayos cuentan con el Plan de Asistencia Nacional a la Emergencia Social. En Ecuador surgió el Bono de Desarrollo Humano, y Argentina dio inicio al Programa de Familias. Existe también el Chile Solidario.
Como el Estado ha vuelto a asumir un rol más protagónico en la economía, hay más dinero en la caja. Bolivia es un buen ejemplo. Cuando nacionalizó el petróleo y el gas, el 2006, Evo Morales subió a 50% los aranceles sobre la venta de los hidrocarburos al exterior. La renegociación de los contratos y la reactivación de la estatal YPFB ayudaron a cambiar el cuadro económico del país.
El PIB boliviano se duplicó a los US$ 19.000 millones, las reservas internacionales se incrementaron, la inflación está bajo control y el cambio sigue estable. “Hemos dejado de ser el país más pobre de América del Sur”, conmemora Luis Arce, ministro de Economía.
Los nuevos recursos permiten a los gobiernos pasar a la parcela más pobre de la población una parte de los excedentes obtenidos con el extractivismo y, así, remediar los efectos de la pobreza.
“El Estado busca captar los excedentes del extractivismo y, al utilizarlos en programas sociales, consigue legitimidad para defender las actividades extractivistas”, analiza Eduardo Gudynas.
“Las acciones sociales necesitan de financiación creciente y, por lo tanto, los gobiernos se vuelven dependientes de la exportación primaria para captar recursos financieros.”
Lo mismo diferente
Las empresas estatales, empero, no actúan de manera muy distinta a la de las compañías extranjeras cuando el asunto es compromiso ambiental. Si las grandes transnacionales de la minería, del petróleo y del agronegocio justifican sus emprendimientos con promesas de progreso, empleo y bienestar, los gobiernos latinoamericanos siguen por la misma senda. La gran diferencia es el destino de las ganancias, que, ahora más que antes, se quedan en el propio país.
Aún así, y a pesar de estar justificada por nuevas realidades y argumentos, la devastación continúa.
El debate nacido dentro del gobierno brasileño entre Dilma Rousseff, ministra de gobernación, y Marina Silva, ex titular de Medio Ambiente, ilustra bastante bien lo que está en juego. Mientras Rousseff, coordinadora del Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), peleaba por más celeridad en la conclusión de las obras de infraestructura, la heredera política del ecologismo popular amazónico, Marina, insistía en la importancia de los estudios ambientales para sanear los impactos de estas mismas obras sobre la naturaleza. Con el respaldo de Lula, Dilma venció la batalla, mientras Marina prefirió dejar el gobierno tras ganar fama como “traba” al desarrollo del país.
El resultado de la pelea dentro del gobierno brasileño dio mayor visibilidad, entre otros proyectos, a la construcción de las usinas hidreléctricas de Santo Antonio y Jirau, en el río Madera, y Belo Monte, en el río Xingú, que siguen con toda fuerza en la cuenca amazónica. Juntas, estas represas tendrán capacidad para generar 18.400 megawatios, que irán alimentar la expansión industrial en el sureste del país –en donde están São Paulo y Río de Janeiro– y la de la minería en la Amazonía.
Actualmente, según el geógrafo Arnaldo Carneiro, del Instituto Socio Ambiental, “mitad de la capacidad energética instalada en la región amazónica es consumida por la minería y la metalurgía, y el 20% de toda electricidad producida en el país es destinada a productos de exportación.”
El PAC brasileño promete pasar alrededor de US$ 20.000 millones para inversiones en generación y transmisión de energía en la Amazonía. Otros US$ 6.000 millones deben permitir la construcción y pavimentación de carreteras en la selva. Entre los proyectos en el area del transporte, apenas la pavimentación de dos caminos deben provocar la deforestación de 39 millones de hectáreas de selva y afectar más de 50 pueblos indígenas, algunos en aislamiento voluntario.
Contradicciones amazónicas
“Como otros proyectos de infraestructura, las carreteras son importantes para estimular la economía, interconectar localidades lejanas y proveer el acceso a servicios públicos, como escuelas y hospitales”, reconoce Arnaldo Carneiro. Sin embargo, el geógrafo recuerda que las carreteras también vienen posibilitando el robo de madera, el surgimiento de la minería informal y la apropiación ilegal de tierras indígenas. Bástese con decir que, según el Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales (INPE), cerca del 75% de la deforestación ocurre en una franja de hasta 100 kilómetros alrededor de los caminos abiertos en la selva.
“El Estado brasileño está presente en la Amazonía, pero de manera esquizofrénica”, evalúa Carneiro, subrayando que, mientras el gobierno se esfuerza para reducir la deforestación, financia proyectos que ayudan a destruir la jungla.
Los cuestionamientos del geógrafo no hacen eco a los proyectos de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Suramericana (IIRSA), que, con fuerte apoyo del banco brasileño de desarrollo, también está presente en la Amazonía. Por lo menos dos corredores interoceánicos están siendo planeados para conectar la porción brasileña de la selva a la cordillera de los Andes y al Pacífico, incrementando así la salida de los granos producidos por el avance de la agricultura de exportación sobre la Amazonía.
“Debemos buscar un modelo de desarrollo que genere empleo y fortalecer un tipo de produción que no destruya la selva, que no produzca tantas emisiones y a la vez dé una vida digna a la población”, opina el físico Luiz Pinguelli Rosa, de la Universidad Federal de Río de Janeiro. “Lo que no se puede es que se viva en una situación confortable en EEUU y Europa y haya gente que ni siquiera tiene electricidad en casa.”
* T. Breda es periodista brasileño, residente en Sao Pualo. Una versión del presente artículo fue publicada en Brecha, Montevideo, 20 de marzo 2010. Reproducido con permiso del autor. Marzo 2010.
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