sábado, 22 de octubre de 2016

Guatemala: Alcances y límites de la Revolución de Octubre en la cuestión agraria e indígena

Reducir el análisis de la política agraria de la Revolución de Octubre a la reforma agraria de la administración Arbenz sin tomar en cuenta sus antecedentes y las bases jurídicas y políticas sobre las cuales se asentó, equivale a negarse a ver la totalidad de un proceso. La reforma agraria fue el acto más audaz de la Revolución, pero ella no puede comprenderse a plenitud si no analizamos aunque sea someramente cómo fueron dándose las condiciones legales y políticas, pero también sociales, que la hicieron posible.

Jorge Murga Armas** / Para Con Nuestra América*
Desde Ciudad de Guatemala

Juan José Arévalo accede a la presidencia de la república en 1945. Heredero del pasado colonial y poscolonial, su gobierno se encuentra con un país dirigido por la oligarquía terrateniente y el capital transnacional: el 50% de la tierra estaba concentrada por 1,085 fincas de más de 450 hectáreas, mientras que el 15% de las tierras agrícolas nacionales se repartían entre 308,010 pequeñas parcelas de menos de 7 hectáreas. Por otra parte, el sistema de monocultivo desarrollado en gran parte del territorio luego de la reforma liberal del siglo XIX había puesto al país en una situación de dependencia frente al mercado internacional: 90% de los cultivos de exportación se consagraban al café y al banano y se exportaban hacia los Estados Unidos. De éstos, un alto porcentaje de la producción total del café estaba en manos de propietarios alemanes[1], mientras que la producción total de banano era monopolio de la United Fruit Company. Una doble dependencia, pues, estrangulaba a Guatemala: a nivel externo, el mercado norteamericano que fijaba los precios y determinaba la demanda y, a nivel interno, el capital extranjero bananero y cafetalero que dominaba económica y políticamente al país.

Por lo demás, y aunque Guatemala había sido insertada al sistema capitalista mundial desde hacía varias décadas, las relaciones de producción en las plantaciones mantenían su carácter precapitalista. El presidente Ubico, quien en 1934 eliminó el sistema de mandamientos pero promulgó en su lugar la célebre Ley de vagancia, había creado las condiciones necesarias para que los terratenientes pudiesen seguir obligando a las poblaciones indígenas a trabajar en las fincas con la ayuda de la ley. Así, los mozos colonos a quienes se les había otorgado una pequeña parcela de tierra en usufructo en las plantaciones fueron mantenidos en situación de servidumbre. No existía ninguna escapatoria para los otros campesinos, incluso para aquellos que poseían un pedazo de tierra, pues la Ley de vagancia de Ubico fijaba una cantidad mínima de tierras en posesión para no ser considerado vagabundo y establecía además duras penas para los que fueran descubiertos en infracción. De suerte que muchos campesinos eran arrestados y conducidos a las fincas en punición por el delito cometido, obligándoseles a trabajar gratuitamente durante el tiempo que establecía la ley.

Los únicos que estaban fuera de las relaciones de producción precapitalistas que regían en casi todo el país eran los 15,000 trabajadores de las plantaciones de la United Fruit Company, quienes a pesar de encontrarse desorganizados luchaban por mejorar sus condiciones de trabajo. El campesinado minifundista, desorganizado y sin protección legal, explotaba un pequeño pedazo de tierra para la subsistencia familiar y era obligado a desplazarse para trabajar en forma estacional a las plantaciones de café. No existían en realidad grandes esperanzas para el campesinado indígena, pues las condiciones de trabajo de carácter servil a las que había quedado sometido luego de la reforma liberal le negaban cualquier posibilidad de emancipación. Pero el conjunto de medidas legales y políticas adoptadas por la Junta Revolucionaria de Gobierno (1944-1945) y los gobiernos democráticos de Juan José Arévalo (1945-1951) y Jacobo Arbenz (1951-1954) transformarían tal situación.

I. Medidas revolucionarias

Los diversos estudios sobre el período democrático de los gobiernos de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz acuerdan mayor importancia al segundo de los dos mandatos presidenciales, pues fue durante la administración Arbenz que se concibió y puso en práctica el decreto 900, Ley de reforma agraria[2]. Esta ley, que atacaba al latifundio inexplotado y las formas arcaicas de renta de la tierra, fue sin duda una de las medidas cuyas repercusiones políticas, económicas y sociales fueron de las más importantes en la historia del país. En el pasado, ningún gobierno había osado tocar los intereses económicos de la oligarquía terrateniente y del capital extranjero, y ya sea por concesiones de tierra fabulosas o por el voto de leyes muy favorables a sus intereses, los gobiernos que se habían sucedido en el poder servían de una u otra forma a los grupos dominantes. De suerte que la reforma agraria de Arbenz constituyó un cambio revolucionario en el país al menos por dos razones: presentó, por un lado, un carácter muy avanzado en el plano agrario e introdujo, por el otro, transformaciones muy profundas en el seno de la sociedad rural guatemalteca. De hecho, la ley de reforma agraria se inscribía en un proyecto de modernización de la sociedad y tenía por vocación democratizar el acceso a la tenencia y uso de la tierra. Pero, ¿es posible ignorar las medidas en materia agraria de la Junta Revolucionaria de Gobierno así como los logros que en ese campo obtuvo la administración Arévalo?

Reducir el análisis de la política agraria de la Revolución de Octubre a la reforma agraria de la administración Arbenz sin tomar en cuenta sus antecedentes y las bases jurídicas y políticas sobre las cuales se asentó, equivale a negarse a ver la totalidad de un proceso. La reforma agraria, lo hemos dicho, fue el acto más audaz de la Revolución, pero ella no puede comprenderse a plenitud si no analizamos aunque sea someramente cómo fueron dándose las condiciones legales y políticas, pero también sociales, que la hicieron posible.

Debemos, en consecuencia, ver las diversas medidas de política agraria de los gobiernos revolucionarios en su dinamismo y complementariedad, pues fue el conjunto de medidas jurídicas, económicas y políticas ejecutadas entre 1944 y 1954 el que de una u otra forma incidió en la creación de un nuevo contexto de relaciones sociales en el campo y en una nueva forma de pensar la tierra en Guatemala. Analizaremos por lo tanto el conjunto de leyes agrarias de ese período, su impacto sobre la estructura agraria y la población campesina y sus efectos de arrastre en la sociedad rural. Nuestro propósito será demostrar que si las medidas legislativas de los regímenes democráticos buscaron iniciar la modernización de las estructuras económicas y sociales para preparar el desarrollo capitalista del país, el conservadurismo de la oligarquía terrateniente por un lado, y los intereses del capital norteamericano (la UFCO) por el otro, sirvieron de freno a un programa de reformas concebido a pesar de todo para ser moderado.

1. Primeras leyes agrarias

Las primeras medidas jurídicas que atacaron directa o indirectamente el trabajo forzoso y la propiedad latifundista en Guatemala, fueron emitidas por la Junta Revolucionaria de Gobierno y la Asamblea Legislativa entre 1944 y 1945. La primera de ellas suprimió el «servicio personal de vialidad» que pesaba sobre la población campesina e indígena. Ella fue, por lo demás, la que sentó las bases para la liberación de la fuerza de trabajo indígena sujeta desde tiempos remotos a los grupos de poder colonial y poscolonial (gobierno, hacendados, Iglesia) a través de la encomienda, el repartimiento, los mandamientos y otros mecanismos de control y explotación[3]. Ciertamente, por decreto 7 del 31 de octubre de 1944[4] la Junta Revolucionaria de Gobierno deroga el decreto gubernativo 1474 y su reglamento del régimen dictatorial de Jorge Ubico[5], y por decreto 11 del 15 de diciembre de 1944 la Asamblea Legislativa de la recién estrenada Revolución de Octubre le da su aprobación[6]. Así fue como los revolucionarios octubristas pusieron fin a esa vieja costumbre de origen colonial que, sustentándose en la ley, forzaba a los campesinos principalmente indígenas a trabajar para el Estado en la construcción o restauración de los caminos públicos: 

Artículo único.—Se aprueba el Decreto número 7, emitido por la Junta Revolucionaria de Gobierno con fecha 31 de octubre próximo pasado, por el cual se suprime el servicio personal de viabilidad establecido por el Decreto gubernativo número 1474, a partir del 1º de enero de 1945, el cual queda derogado así como sus reformas, los Capítulos II, III y IV del acuerdo gubernativo de fecha 29 de marzo de 1936 que lo reglamenta y toda otra disposición que se oponga al Decreto aprobado[7].

La fuerza de trabajo campesina, sin embargo, estaba sujeta a otro tipo de ataduras legales. Desde la reforma liberal, lo hemos dicho, los grupos de poder habían creado diversos mecanismos legales que la forzaban a trabajar para los hacendados o finqueros en forma semigratuita y en condiciones serviles que sólo encontraban parangón con los viejos mecanismos coloniales de explotación de la mano de obra indígena. Una de ellas, sin duda entre las más importantes, se amparaba en la figura de la vagancia para obligar a los campesinos considerados «vagos» a trabajar para los terratenientes en condiciones que atentaban contra cualquier derecho humano. Sin embargo, y por razones que parecieran inexplicables, el 10 de marzo de 1945 la Junta Revolucionaria de Gobierno emite el decreto 76 que crea el «Reglamento para Control de Jornales de los Trabajadores del Campo», con el cual no sólo unifica las diversas disposiciones existentes sobre el control de la vagancia entre los campesinos, sino que además ratifica la legislación ubiquista relacionada con las formas de explotación de la fuerza de trabajo indígena de origen colonial:    

Que es necesario unificar las diversas disposiciones que en la actualidad reglamentan la forma de controlar la vagancia entre los trabajadores del campo, refundiéndolas en un solo reglamento que armonice con el Decreto legislativo número 1996 (Ley de Vagancia), así como con las demás leyes en vigor, con las cuales tiene relación (…) Que por haberse suprimido las Juntas de Agricultura y Caminos, que eran los organismos encargados de controlar y distribuir los libretos de trabajo, debe establecerse quién tendrá ahora a su cargo tales funciones.[8]

Es evidente que para los que conocen la historia de la Revolución de Octubre o para los que han escuchado hablar de ella siquiera un poco, pensar en la sola posibilidad de que los revolucionarios octubristas hubiesen recuperado la legislación ubiquista que permitía la explotación inhumana de los campesinos indígenas por los finqueros pueda parecer escandaloso. Sin embargo, una minuciosa revisión de la legislación que ellos aprobaron en los primeros meses de Revolución hace caer en la cuenta de que el proceso revolucionario casi inmaculado que hemos conocido no es tal y que, como en cualquier proceso que conlleve cambios importantes entiéndase trascendentales, aquél tuvo que haber tenido los altibajos propios de cualquier proceso político. Ahora bien, en lugar de sorprendernos sobre lo que estamos afirmando hagámonos las preguntas de rigor: ¿Qué sucedía en aquel contexto? ¿Cómo se explica que un movimiento que se decía revolucionario recuperara los mecanismos legales de control y explotación de la mano de obra campesina que favorecían a los terratenientes? ¿Qué contradicciones operaban en el seno de la Revolución de Octubre?

Un estudio profundo de este problema arrojaría sin duda información valiosísima sobre ese período histórico hasta ahora mitificado por sus defensores o satanizado por sus detractores. Una cosa es cierta. Con la promulgación del decreto 76 los dirigentes octubristas mostraban cuan difícil era romper definitivamente con una ideología y un sistema que, por siglos, había mantenido a la enorme mayoría de campesinos indígenas en situación de servidumbre. Al respecto, se puede objetar diciendo que el referido decreto fue derogado dos meses y medio después (el 23 de mayo de 1945 por decreto 118 Ley de vagancia) y que tal derogación invalida la crítica pues la legislación posterior y la historia misma niegan la existencia de trabajo forzado durante los años gloriosos de la Revolución. El decreto 76, ciertamente, fue derogado por el Congreso de la República poco tiempo después y la existencia del trabajo forzoso durante el período democrático octubrista según tenemos entendido pasó a ser parte de la historia. Sin embargo, su derogación a través de un nuevo decreto sobre la vagancia que de hecho deja abierta la posibilidad legal de recurrir a esa figura jurídica en caso fuere necesario, deja abierto el debate sobre las ambigüedades y contradicciones de la Revolución de Octubre.

En el afán de esclarecer este enigma recurrimos a Alfonso Bauer Paiz, Ministro de Economía y Trabajo durante la administración Arévalo y Director del Banco Nacional Agrario durante los años de la reforma agraria del presidente Arbenz. Él, sin vacilaciones, responde a nuestra inquietud afirmando que el movimiento cívico-militar que en 1944 derroca a Jorge Ubico no tenía en verdad una vocación revolucionaria: «Nosotros sólo queríamos terminar con la dictadura. Fueron los que llegaron de México los que iniciaron los cambios revolucionarios»[9]. «Salir de Ubico», tener posibilidades de «locomoción», era lo que en verdad buscaban quienes desde el magisterio, la universidad y el ejército preparaban el cambio de un régimen que, en catorce años, había cerrado cualquier espacio de libertad a la población: «Toda la población estaba marcada por la dictadura ubiquista, era como un sistema que no nos permitía darnos cuenta de eso», es decir, de lo que en verdad significaba la vagancia, el trabajo forzado y el menosprecio latente hacia el indígena.

Pero advirtamos que la alienación que el sistema de opresión, explotación y discriminación colonial y republicano creó ciertas certidumbres de fundamento racista con respecto a los indígenas (su supuesta inferioridad, su vocación casi natural de mano de obra servil y barata, etc.) y que ellas sirvieron de justificación ideológica para que los dirigentes revolucionarios (cuya pertenencia étnica y de clase se identificaba más con los grupos dominantes que con sus compatriotas indígenas) vieran como normal y necesaria para la economía del país la figura de la vagancia que se aplicaba especialmente a los campesinos indígenas: «Era algo inconsciente. En el fondo pensábamos que la vagancia era buena para la agricultura», afirma Bauer Paiz.

De suerte que hoy es válido preguntarse sí la eliminación del servicio personal de vialidad por los revolucionarios respondió como se piensa al deseo de liberar la mano de obra campesina e indígena, o a la voluntad de garantizar la fuerza de trabajo necesaria para las fincas. De hecho, el decreto 7 de la Junta Revolucionaria de Gobierno se presta a la especulación. Además de señalar que «la prestación personal del servicio ha sido en la práctica motivo de vejaciones para los campesinos e indígenas que no pudiendo conmutarlo se ven en la necesidad de prestarlo materialmente, dicha ley declara sin reservas «que el aludido servicio ha sido perjudicial a los intereses de la agricultura, porque ha restado continuamente brazos para sus labores, en tal forma que las fincas se han visto abandonadas por los trabajadores, constreñidos a permanecer en las obras de carreteras».

Un problema se plantea. Si existía identificación entre los dirigentes de la Revolución y los finqueros, lo cual se evidencia en lo declarado por el decreto 7 de la Junta Revolucionaria de Gobierno, ¿significa acaso que la oligarquía terrateniente estaba complacida con el programa inicial de los revolucionarios? ¿A qué cambios aspiraban quienes habían tomado el poder luego de la caída del dictador? Tales son los interrogantes a los que habría que responder en un estudio más profundo sobre el tema. Por el instante, y para no desbordar los límites de este trabajo, analicemos las palabras de Alfonso Bauer Paiz.

Si nos atenemos a Bauer Paiz, la recuperación de las leyes ubiquistas sobre el trabajo forzado en los primeros años del período revolucionario se explica por el hecho de que quienes derrocaron a Ubico sólo pretendía eso, derrocarlo: «Quienes preparamos el cambio éramos gente que no teníamos el élan (arranque, impulso) revolucionario, más bien fue la gente que vino de México que traía un espíritu de cambios revolucionarios más profundos». Los que terminaron con la dictadura, en otras palabras, no tenían la experiencia ni la visión revolucionaria de las personas que, como Jorge García Granados, Alfonso Solórzano, Ernesto Capuano y otros, habían vivido de cerca la experiencia nacionalista y revolucionaria de Lázaro Cárdenas (1934-1940) en México. Para los revolucionarios guatemaltecos que se habían exiliado en México durante la dictadura de Jorge Ubico (1931-1944), pues, el referente político era la Revolución Mexicana y más concretamente las reformas nacionalistas ejecutadas por el gobierno cardenista: impulso de la reforma agraria y la industrialización y nacionalización de la industria del petróleo (1938).

Ahora bien, quienes se planteaban los cambios revolucionarios en Guatemala eran varios de ellos miembros de las familias terratenientes o burguesas del país y eran, además, quienes como Jorge García Granados tenían por su experiencia y conocimiento la autoridad intelectual y moral —era, recordemos, nieto del criollo liberal Miguel García Granados que hizo la Revolución Liberal junto con Justo Rufino Barrios— suficiente como para ser respetados en sus ideas por los jóvenes y futuros revolucionarios que, como Alfonso Bauer Paiz, aceptarían las ideas plasmadas en la Constitución de la República y demás leyes sin ninguna objeción.

Podemos, pues, avanzar la hipótesis de que en los albores del proceso político que más tarde se radicalizaría, los dirigentes revolucionarios que de hecho conducían el proceso con sus ideas pensaron en hacer la revolución guatemalteca para librarse de los cafetaleros alemanes y la United Fruit Company (quienes desde la reforma liberal de finales del siglo XIX habían acaparado una enorme cantidad de tierras en todo el país, controlado la economía nacional y desplazado a los terratenientes y agricultores guatemaltecos) y modernizar el sistema capitalista sustentado en la agricultura, sin afectar verdaderamente los intereses de la clase terrateniente. De hecho, y aun cuando los revolucionarios proscribieran el latifundio en la Constitución de la República de 1945, la reforma agraria de Jacobo Arbenz, lo veremos adelante, no afectaría los intereses de las grandes familias terratenientes de la Costa Sur y la Boca Costa, pero sí expropiaría las fincas alemanas y los dominios de la United Fruit Company. Si se trató de una especie de nacionalismo criollo en contra de los intereses alemanes y norteamericanos que les habían arrebatado casi por completo la «patria del criollo» (la tierra y los «indios»), y si las expropiaciones a los «invasores» hubiesen derivado más tarde en la reapropiación por los terratenientes «criollos» de esas enormes superficies de tierras, sólo la historia hubiese podido respondérnoslo. Lo que es comprobable, es que gracias a la enorme presión ejercida por los obreros primero y los campesinos después, y gracias a la influencia directa de los dirigentes comunistas del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) sobre Jacobo Arbenz, el proceso revolucionario se radicalizó desbordando los objetivos iniciales de los primeros revolucionarios. Pero es tiempo de volver al tema que provocó esta deriva.

El 23 de mayo de 1945, decíamos, el Congreso de la Republica emitió el decreto 118 Ley de vagancia[10] para derogar el decreto 1996 Ley contra la vagancia del dictador Jorge Ubico[11], el decreto 76 de la Junta Revolucionaria de Gobierno que había creado recientemente el Reglamento para Control de Jornales de los Trabajadores del Campo[12], los acuerdos gubernativos del 24 de septiembre de 1935[13] y 23 de junio de 1936[14], que regulaban lo concerniente a los jornaleros para trabajos agrícolas y el manejo y control de los libretos de mozos, así como el acuerdo del 8 del junio de 1940 que recordaba a los jornaleros de 18 años y menores de 60 «la obligación de portar libreta y de efectuar los trabajos que se puntualizan en el artículo segundo del Reglamento de Jornaleros»[15].

En otras palabras, y para aclarar este enredo jurídico a nuestros lectores, el gobierno revolucionario que ya entonces era conducido por el benemérito presidente Juan José Arévalo (miembro también de una familia terrateniente de Taxisco, Santa Rosa), por intermedio por supuesto de los diputados electos al Congreso de la República, deroga todas las leyes relacionadas con la vagancia (incluso el célebre decreto 76), pero lo hace emitiendo otra ley de la vagancia que si bien es cierto no tenía como destinatario único a los campesinos (indígenas), si dejaba claro que podían considerarse vagos «los campesinos que no se dediquen habitualmente al trabajo». Podemos pues conjeturar sobre lo que en el fondo buscaba la legislación de los primeros años de la Revolución. Si el propósito era dejar abierta la posibilidad en caso de necesidad, la suerte quiso que el desarrollo del proceso político y las exigencias de la agricultura no lo demandaran.

La legislación revolucionaria, en todo caso, no estaba exenta de contradicciones en lo que respecta las libertades ciudadanas. Si a través del decreto 118 los legisladores revolucionarios derogaban la Ley de vagancia de Ubico que afectaba especialmente a los campesinos, por ese mismo decreto, basándose en el artículo 55 de la Constitución de la República que mantenía vigente la punición de la vagancia[16], los revolucionarios instituían una nueva modalidad de ley de vagancia:

Artículo 1º—De conformidad con el artículo 55 de la Constitución de la República, la vagancia es punible.
Artículo 2º—Son vagos:
1º Los que no tiene oficio, profesión, industria o renta, no trabajen habitualmente y no se les conozca otros medios lícitos de proporcionarse la subsistencia; (…) 6º—Los campesinos que no se dediquen habitualmente al trabajo. Se consideran trabajadores habituales los que con su trabajo personal atiendan cultivos propios o ajenos en proporción a sus aptitudes físicas y condiciones del lugar, a juicio del Juez.

La ley de vagancia de los revolucionarios, por lo demás, establecía duras penas en contra de los «ciudadanos» considerados vagos. O les imponía «treinta días de prisión simple» que podían aumentar según el grado del delito cometido y de la «multireincidencia» de los condenados (Artículo 4º), o les obligaba «a trabajar en los talleres del Gobierno, centros de beneficencia, de corrección o de ornato en las poblaciones, según la circunstancia de cada persona y lugar.» (Artículo 6º). Por lo demás, «la cesantía en empleo, colocación, servicios o trabajo», no era «excusa en favor del reo de vagancia», salvo que acreditase «haber hecho sin éxito reiteradas gestiones por conseguir ocupación o empleo, de acuerdo con sus aptitudes.» (Artículo 7º).

La legislación revolucionaria, lo vemos, no había logrado despojarse plenamente de la herencia colonial que con el propósito de garantizar el trabajo para las haciendas o fincas de los terratenientes o para el Estado, había dado forma legal a mecanismos coercitivos que en la práctica no hacían sino poner en tela de juicio los principios relativos a las libertades ciudadanas. La herencia colonial estaba tanto más presente, cuanto que la ley establecía la persecución de los vagos por las autoridades y sus agentes, en un lenguaje que recordaba la anterior ideología reformista:

Artículo 8º—Todas las autoridades y sus agentes tienen la estricta obligación de perseguir la vagancia; y tan pronto como llegue a su noticia que alguno la ejerce, deben ponerlo en conocimiento del Juez competente para que proceda como lo prescribe la ley.

Ya no se trataba, lo vemos, de una ley que condenaba estrictamente a los campesinos indígenas a prestar su servicio personal al Estado en la construcción o remozamiento de caminos. Ya no se trataba, tampoco, de una ley que les condenara irremisiblemente a trabajar en las fincas cafetaleras o cañeras otorgando a los jefes políticos todo el poder para reclutarlos en los pueblos. Ahora, el sistema se había modernizado, y era responsabilidad de todas las autoridades y sus agentes identificar a los vagos. Si es cierto que el viraje de la ley y su aplicación fue de ciento ochenta grados en relación con la época liberal precedente, también es verdad que las ideas implícitas en ese decreto dejaban ver con claridad las reminiscencias de la ideología colonial que seguían reproduciendo los prejuicios clasistas, sexistas y étnicos que en la práctica coartaban la libertad de los ciudadanos —de segunda y tercera categoría.

Sobre este aspecto es particularmente ilustrativa la forma como quedó plasmada en la Constitución de la República el derecho a la ciudadanía para las mujeres y analfabetos. En efecto, y sin negar los avances incuestionables de los revolucionarios guatemaltecos en esta y otras materias (recordemos, antes de la Revolución de Octubre las mujeres no tenían derecho a la ciudadanía), la discriminación que en la Constitución sufrieron las mujeres y los analfabetos ponía límites a los valores democráticos de la Revolución. De hecho, en la Guatemala de aquellos años, más de la mitad de sus habitantes eran mujeres y alrededor del 80% de la población era analfabeta. La discriminación en las libertades ciudadanas se hacía tanto más cuestionable, cuanto que de esos altos porcentajes de excluidos al nivel de sus derechos políticos la mayor parte eran indígenas. Las mujeres analfabetas y los ciudadanos indígenas analfabetas, pues, o no tenían derecho a la ciudadanía (en el caso de las primeras) o sus derechos estaban limitados y condicionados (en el caso de los segundos):

Artículo 9.—Son ciudadanos:
1º—Los guatemaltecos varones mayores de dieciocho años;
2º—Las mujeres guatemaltecas mayores de dieciocho años que sepan leer y escribir.
Son derechos y deberes inherentes a la ciudadanía: elegir, ser electo y optar a cargos públicos.
El sufragio es obligatorio y secreto para los ciudadanos que sepan leer y escribir; optativo y secreto para las mujeres ciudadanas; optativo y público para los ciudadanos y analfabetos.
Tienen obligación de inscribirse en el Registro Cívico, dentro del año en que obtengan la ciudadanía, todos los varones de diez y ocho años que sepan leer y escribir. Para las mujeres y los analfabetos tal inscripción es un derecho. Los analfabetos podrán ejercer el sufragio seis meses después de haberse inscrito.
Para inscribirse en el Registro Cívico, quienes sepan leer y escribir deben comparecer ante la autoridad respectiva con sus documentos de identidad y firmar la inscripción; los analfabetos, además de presentar la documentación a que alude el párrafo anterior, deben hacerse acompañar de dos testigos honorables, ciudadanos y vecinos del lugar, quienes garantizarán la capacidad cívica del compareciente y su deseo de ejercer el derecho de sufragio.
Nadie puede obligar a una mujer ciudadana o a un analfabeto a inscribirse en el Registro Cívico o a votar. Tampoco puede compelerse a ciudadano alguno a votar por determinada persona…
Los analfabetos son elegibles únicamente para cargos municipales.

¿Fue acaso el imaginario nacional criollo-ladino de la oligarquía terrateniente-comerciante el que se impuso en la concepción de patria de los revolucionarios guatemaltecos de la clase burguesa y pequeño burguesa mestiza o ladina que condujo la Revolución? ¿La nación que se proponían construir los revolucionarios reproducía el ideal de patria criolla? Concretamente, ¿cuál era el proyecto de nación de los revolucionarios guatemaltecos que condenaron el latifundio e impulsaron la reforma agraria?

Retomando el concepto de «patria criolla» de Severo Martínez Peláez, es decir la idea de que el concepto de patria de la clase dominante criolla heredera del botín de la conquista era la posesión y explotación de «la tierra y los indios», hemos mostrado en un trabajo precedente que la lucha muchas veces violenta que sostienen liberales y conservadores después de la Independencia por el control del Estado, tenía como objetivo principal la disputa de «la herencia de la colonia», o sea la posesión y explotación de la tierra y la mano de obra indígena. Así demostramos que el proceso de recomposición de la clase dominante que se inicia antes de la Independencia y concluye con la reforma liberal, condujo a la consolidación de un proyecto de nación en el que buena parte de guatemaltecos mestizos o ladinos de las clases populares asumieron como suyos los valores de la nueva clase dominante criolla (que desde entonces integra en su seno a un reducido grupo de mestizos o ladinos que asumen la identidad criolla), reproduciendo muchas veces la opresión, la explotación y la discriminación racista propia de esa clase en contra de sus hermanos indígenas. En esa parte de nuestra reflexión concluimos que la clase terrateniente que entonces toma el poder, había edificado una nación que excluía materialmente a la mayoría de guatemaltecos (indígenas, mestizos o ladinos, criollos, afrodescendientes), y que a pesar de ello buena parte de ladinos (concepto que desde entonces engloba a mestizos, criollos, afrodescendientes y en algunos casos a indígenas) se identificaba con el imaginario nacional criollo-ladino reproduciendo de esa manera la patria del criollo. Dicho de otro modo, habiendo hecho suyo el imaginario nacional criollo y sintiéndose parte de la patria del criollo presentada a los guatemaltecos como nación ladina, muchos ladinos reproducían la opresión, la explotación y la discriminación racista en contra de la mayor parte de indígenas.

Ahora bien, no se puede afirmar que el proyecto de nación de los revolucionarios que radicalizaron el proceso en tiempos de Jacobo Arbenz fuera el de la patria criolla. En otras palabras, no podemos aseverar que el proyecto político de aquéllos buscara tener o mantener el control de la tierra y los indígenas, pues la abolición del trabajo forzado y la reforma agraria de vocación social que ellos impulsaron a través del decreto 900 no permite hacerlo. Sin embargo, y no obstante que muchas medidas revolucionarias beneficiaban al campesinado indígena y afectaban los intereses de los terratenientes[17], los revolucionarios guatemaltecos no pudieron dar el salto cualitativo necesario para suprimir definitivamente la patria criolla. Alfonso Bauer Paíz afirma que las condiciones en que los primeros revolucionarios hacían los cambios encontraban serios topes en el poder de la clase dominante heredera de la dictadura ubiquista. De esa manera explica la persistencia legal de la punición de la vagancia durante el régimen revolucionario que había abolido la Ley de vagancia de Ubico, pero también en las mentalidades de los revolucionarios que influenciados por el pasado colonial y las dictaduras liberales recientes, seguían pensando consciente o inconscientemente que dicha figura legal podía ayudar a la agricultura. Él no niega, pues, que las condiciones económicas y políticas, pero también ideológicas, limitaban los alcances de la Revolución.

Y los límites, ciertamente, se reflejaron en muchas de sus medidas. Además de la figura de la vagancia que hemos citado, de los límites mismos de la reforma agraria que analizaremos más adelante, queremos poner sobre la mesa un tema que nos interesa especialmente: el de la noción de patria de los revolucionarios.

Podemos decir, como dicen otros, que después de siete décadas de reforma liberal los revolucionarios octubristas se encontraron con una población indígena totalmente segregada y que ello los llevó a plantearse la necesidad de incorporarlos a la sociedad guatemalteca. Podemos, además, aplaudir la idea de terminar con la exclusión económica, social y política de los campesinos e indígenas que los dirigentes de la Revolución de Octubre se plantearon como punto neurálgico de su programa político. Sin ello, ciertamente, ningún proyecto político puede llamarse revolucionario. Pero, ¿por qué plantearse la asimilación del indígena a la cultura nacional, es decir, a la cultura mestiza guatemalteca? ¿Por qué, en pocas palabras, pensar en volver mestizo al indígena?

Era la moda, podríamos responder, y mostrar que en ese entonces era lugar común en toda América considerar vencidas a las culturas indígenas y vigorosas a las culturas mestizas. Pero esto, en verdad, no esclarece el problema. El problema, en realidad, tiene que ver con la persistencia de la alienación colonial en el pensamiento de los revolucionarios octubristas: de la misma manera como lo hicieron sus ancestros liberales y conservadores desde que se fundó la República de Guatemala, aquéllos optaron por un modelo y una teoría extranjera y extranjerizante para construir la nacionalidad guatemalteca, en vez de pensar la nación y el Estado desde sus raíces. Pero la respuesta a la pregunta que traemos planteada es más sencilla: en la mente de los dirigentes revolucionarios, ¡y de muchos guatemaltecos ladinos!, existía la idea, entiéndase la convicción, de que la cultura mestiza o ladina considerada por ellos como nacional era superior a la indígena por ser occidental, es decir, por identificarse más o menos bien con la cultura del colonizador.

Cualesquiera que hayan sido las razones de los revolucionarios octubristas, lo cierto es que siguiendo la línea de los países americanos signatarios del convenio sobre el Instituto indigenista interamericano, celebrado en México el 1º de noviembre de 1940, y con el propósito de «incorporar al indígena a la cultura nacional», el gobierno de la Revolución aprueba la ley que pone en marcha el proceso de asimilación del indígena a la «cultura nacional» pensada, lo decíamos, como mestiza o ladina.

Se planteaba así la gran contradicción de la Revolución de Octubre: marcados por las largas dictaduras liberales, y alienados sin duda por la ideología colonial criolla-ladina que pensaba la nación guatemalteca a partir de la negación de lo indígena, los revolucionarios guatemaltecos se propusieron transformar las estructuras económicas para terminar con la injusticia social, pero olvidaron pensar la nación guatemalteca desde lo más profundo de su identidad. Así, el Estado se propone desarrollar una política asimilacionista basada en la creación de condiciones institucionales y materiales que, a través del Instituto Indigenista Nacional (inspirado del mexicano), permitiesen la aculturación de la sociedad indígena y la consecuente homogenización de la nación.

CONSIDERANDO: Que es de urgente necesidad enfocar desde todo punto de vista el problema étnico que confronta el país en su constitución social, para incorporar al indígena a la cultura nacional, relevándolo de la situación de inferioridad en que se le ha mantenido;
CONSIDERANDO: Que de acuerdo con los tratados suscritos en conferencias internacionales y de la conveniencia que representa para el país la lucha conjunta con los países hermanos de América en pro de un mejoramiento integral del indígena, a fin de hacer de él un elemento activo en las funciones inherentes a la ciudadanía e iniciar la investigación de su realidad social y económica para estudiarla y resolverla en provecho propio y en el de la colectividad; [18] 

Existía, pues, un problema de fondo en el proyecto político de la Revolución de Octubre. Problema, por lo demás, que imponía serios límites a la revolución guatemalteca: por un lado, la ciudadanía para buena parte de mujeres y la gran mayoría de indígenas quedaba vedada por el simple hecho de ser analfabetas; por el otro, la ideología criolla-ladina fuertemente presente en su concepto de patria negaba la cultura indígena. ¡Grave contradicción en una sociedad heredera de los mayas cuya población estaba —y está— compuesta predominantemente por mujeres e indígenas de ascendencia maya!

Pero la legislación revolucionaria que abolía el trabajo forzoso, por sí sola, no establecía las condiciones jurídicas necesarias para la instauración de la libre contratación de los trabajadores del campo. Por decreto 75 del 10 de marzo de 1945, en efecto, la Junta Revolucionaria de Gobierno emite la «Ley de contratación de trabajo agrícola»[19] que, ratificada por el Congreso de la República según decreto 102 del 9 de mayo de 1945, establece las condiciones legales para la contratación entre patronos y trabajadores agrícolas:

Se aprueba el Decreto número 75 de la Junta Revolucionaria de Gobierno (…) “Artículo 1º—El contrato de trabajo agrícola, puede ser individual o colectivo. Contrato individual es el que se celebra entre un patrono o su representante y un empleado u obrero agrícola”. Contrato colectivo es la convención celebrada entre un patrono o una asociación de patronos, por una parte y un sindicato o confederación de sindicatos por la otra, con el fin de establecer ciertas condiciones comunes de trabajo o de salario, sea de una finca o un grupo de fincas.[20]

Se trataba, lo vemos, de terminar con las viejas prácticas de trabajo forzoso y de instaurar las bases legales para el desarrollo de relaciones capitalistas de producción en el campo. Tal tarea sería completada por el Código de Trabajo de 1947[21] —primero en la historia del país— que además de definir un marco de organización de los obreros y campesinos, y aun cuando era discriminatorio respecto a éstos en sus derechos de sindicalización[22], establecía el carácter obligatorio de los contratos obrero-patronales y creaba el salario mínimo en el campo. Pero la gran hazaña de la Revolución de Octubre en el tema agrario sería la aprobación de la Constitución de la República que sentaba las bases para una verdadera transformación de la estructura agraria guatemalteca.

En ella, ciertamente, se garantizaba la función social de la propiedad privada, se prohibía el latifundio y se garantizaba el derecho al trabajo en condiciones dignas. En efecto, en la parte concerniente al Régimen económico y hacendario de la Constitución, más precisamente en el artículo 88, se establece que «El Estado orientará la economía nacional en beneficio del pueblo…» y se recuerda además que «es función primordial del Estado fomentar las actividades agropecuarias y la industria en general, procurando que los frutos del trabajo beneficien de preferencia a sus productores y la riqueza alcance al mayor número de habitantes de la República». Siempre dentro de ese mismo espíritu, el artículo 90 declara que «El Estado reconoce la existencia de la propiedad privada y la garantiza como función social…»[23]. Ahora bien, el artículo 90 de la Constitución de la República prohíbe expresamente los latifundios así como la ampliación de los ya existentes, y establece además que su desaparición queda sujeta a la enunciación posterior de una ley de redistribución de la tierra a la colectividad:

Quedan prohibidos los latifundios. La ley los califica y consignará las medidas necesarias para su desaparición. Los latifundios existentes por ningún motivo podrán ensancharse, y mientras se logra su redención en beneficio de la colectividad, serán objeto de gravámenes en la forma que determine la ley.
El Estado procurará que la tierra se reincorpore al patrimonio nacional.
Sólo los guatemaltecos a que se refiere el artículo 6 de esta Constitución, las sociedades cuyos miembros tengan esa calidad y los bancos nacionales, podrán ser propietarios de inmuebles sobre la faja de quince kilómetros de ancho a lo largo de las fronteras y litorales. Se exceptúan las áreas urbanizadas comprendidas dentro de las zonas indicadas, en las cuales sí podrán adquirir propiedad los extranjeros, previa autorización gubernativa.[24]

La visión social y nacionalista de los revolucionarios es evidente. Es con ella que establecen los cimientos legales para la transformación de la estructura agraria del país: 

Por causa de utilidad o necesidad públicas o interés social legalmente comprobado, puede ordenarse la expropiación de la propiedad privada, previa indemnización. (…) Una ley determinará el procedimiento de expropiación. (…) Se prohíbe la confiscación de bienes. (Artículo 92). El Estado proporcionará a las colectividades y cooperativas agrícolas instrucción técnica, dirección administrativa, maquinaria y capital. (Artículo 94). Las tierras ejidales y las de comunidades que determina la ley, son inalienables, imprescindibles, inexpropiables e indivisibles. El Estado les prestará apoyo preferente a fin de organizar en ellas el trabajo en forma cooperativa, conforme a lo dispuesto en el artículo 94, y deberá, asimismo, dotar de terrenos a las comunidades que carezcan de ellos. (Artículo 96). 
 
Adicionalmente, y previo a la promulgación de la célebre ley de reforma agraria del presidente Arbenz, la Junta Revolucionaria de Gobierno y la administración del presidente Arévalo emitieron dos leyes importantes relacionadas con la política de tierras. La primera, anunciada por la Junta Revolucionaria de Gobierno el 5 de marzo de 1945 y aprobada por el Congreso de la República según decreto 232 del 3 de mayo de 1946, es la Ley de titulación supletoria[25]. Esta ley, que según sus preceptos buscaba favorecer a las personas carentes de título legal de propiedad, pero que desde su invención en 1925[26] había facilitado la apropiación legal de tierras por los grandes propietarios[27], fue retomada por los revolucionarios con el fin de dar a las personas que carecen de título legal «todas las facilidades necesarias para que puedan titular las tierras que poseen y trabajan legítimamente, siempre que no se lesionen los derechos de terceros», y siempre que comprueben ante un tribunal «su posesión legítima, continua, pacífica y pública, durante un término no menor de diez años».

Esta ley, que en la práctica buscaba crear los mecanismos legales para garantizar la posesión de la tierra a quienes la cultivasen desde hace al menos diez años, contenía un procedimiento relativamente fácil: consistía en presentar ante el Tribunal de Primera Instancia una solicitud que comprendiera informaciones sobre la superficie, situación y condiciones de adquisición de la tierra. Después de que la solicitud había sido aceptada, el tribunal se encargaba de pasar en el diario oficial tres publicaciones en un intervalo de un mes. Paralelamente la municipalidad que aseguraba la jurisdicción de la tierra verificaba si la información presentada por el solicitante era o no exacta. Hecho esto, la confirmación de la atribución definitiva del título de propiedad concernía al Ministerio Público. 

Una historia de usurpaciones y acaparamiento de tierras constituía el mejor testimonio de la fragilidad del campesino indígena carente de título de propiedad frente al terrateniente que deseaba expulsarlo. Anteriormente, numerosas expropiaciones de tierra habían sido posibles ya sea porque el Estado no respetaba el derecho de posesión de los campesinos instalados en tierras sin título legal, o bien porque los terratenientes aprovechaban esa situación para sacar por la fuerza a las familias campesinas indefensas y apropiarse de sus tierras. Aunque la titulación supletoria aprobada por los revolucionarios no se circunscribía a los campesinos[28], y aunque uno podría pensar que una ley que en el pasado había servido a los terratenientes para legalizar y ampliar sus dominios, el carácter pro campesino del régimen revolucionario probado por una serie de medidas legales y políticas durante los gobiernos de Arévalo y Arbenz, permite pensar que en esta ocasión la ley sí buscaba evitar que hechos similares continuaran produciéndose. Sin embargo, por la forma como dicha ley fue concebida y a falta de una investigación minuciosa sobre su aplicación, no podemos asegurar que ella no haya sido utilizada para legalizar tierras poseídas de antaño por usurpación por personas no campesinas. En realidad, la amplitud de los preceptos del decreto 232 en lo relativo al tamaño de las posesiones sujetas a titulación, dejan ver con claridad que, salvo las comunidades campesinas, los únicos poseedores de grandes extensiones de tierra como las que señala la ley, no podían ser campesinos. Si hubo o no mala utilización de la Ley de titulación supletoria durante el breve período de la Revolución de Octubre, lo decíamos, sólo puede saberse haciendo un estudio detallado de su aplicación. La ley, debemos decirlo, dejaba abiertas muchas posibilidades:

Artículo 1º—El poseedor de bienes inmuebles que carezca de título inscribible en el Registro de la Propiedad Inmueble, puede solicitar en la vía voluntaria su titulación ante un Juzgado de Primera Instancia, probando plenamente su posesión legítima, continua, pacífica y pública, durante un término no menor de diez años. El interesado podrá agregar la posesión de su antecesor o antecesores a la que él tenga en la fecha de su solicitud.
No podrá extenderse título supletorio de extensiones de terreno mayores de quinientas hectáreas (11 caballerías y 1/10), salvo que se trate de terrenos labrados o cultivados, en cuyo caso el título supletorio podrá amparar cualquier extensión, siempre que esta no exceda de 4,502 hectáreas (100 caballerías).
Las personas extranjeras, naturales o jurídicas, deberán, para obtener título supletorio, probar además que los inmuebles que deseen titular, ya sean rústicos o urbanos, están destinados exclusivamente al desarrollo o incremento de su negocio principal.

De lo que sí tenemos certeza es que después del golpe de Estado militar de Carlos Castillo Armas en 1954 y del cambio de dirección de la política agraria en el sentido de los intereses de los terratenientes, la Ley de titulación supletoria fue distorsionada hasta producir efectos opuestos a los buscados en su espíritu. Durante los años setenta, ciertamente, numerosos conflictos entre campesinos y terratenientes estallaron en los departamentos del Quiché, Alta Verapaz, Huehuetenango e Izabal: los supuestos poseedores de títulos supletorios intentaban expulsar a los campesinos de las tierras que cultivaban[29], preparando de esa manera el terreno para la radicalización campesina del lado de las guerrillas. Así, una ley que no especificaba abiertamente su carácter pro campesino, sirvió nuevamente a otras personas (terratenientes, militares, funcionarios del gobierno, profesionales, clientela política de las dictaduras de turno, etc.) como medio de hacerse legalmente de grandes extensiones de tierra en las diversas regiones del país, pero también como mecanismo propulsor de buena parte de campesinos hacia una guerra que cobraría millares de víctimas, y que no acabaría formalmente sino hasta en 1996.

La otra medida importante tomada a finales de 1949 la constituye el decreto 712 Ley de arrendamiento forzoso[30]. La distribución abusiva de grandes extensiones de tierra a los terratenientes había desposeído a un número importante de campesinos de su principal medio de subsistencia y había permitido que superficies considerables fueran dejadas en el abandono en las plantaciones o cedidas en usufructo por los grandes propietarios a los colonos en retribución de su trabajo. En algunos casos las tierras improductivas de los latifundios eran cedidas en arrendamiento a campesinos instalados por su cuenta, quienes al no poder pagar el precio del arrendamiento debido a la situación de extrema pobreza en que se encontraban, a menudo realizaban su pago dando la mitad de la cosecha anual al propietario. Así, y mientras los campesinos debían contentarse con pedazos de tierra exiguos o no poseer ninguna, el fenómeno más generalizado en el medio rural guatemalteco era la no utilización o la subutilización de la tierra de los latifundios[31]. Es a este grave problema al que el gobierno de Juan José Arévalo buscaba darle solución.

En efecto, la Ley de arrendamiento forzoso atacaba las tierras no utilizadas o subutilizadas. Su objetivo era a la vez luchar contra la improductividad de los latifundios y regular las condiciones de arrendamiento de la tierra a los campesinos, es decir, poner en marcha los mecanismos de la modernización de la posesión y de la renta de la tierra necesarias para la instauración del sistema de producción capitalista y el desarrollo económico del país. La ley, además, constreñía a los grandes propietarios a renovar por dos años suplementarios los contratos de alquiler a los campesinos que se beneficiaban desde hacía cuatro años. En la primera versión de la ley, el precio de arrendamiento fue fijado en 10% del valor de la cosecha anual, pero como aquélla no había sido aplicada, en noviembre de 1951, ya bajo la presidencia de Arbenz, el Congreso de la República emitió el decreto 853 para reforzar las disposiciones tomadas anteriormente[32]. A partir de ese momento, toda tierra ociosa debía alquilarse obligatoriamente y la renta era fijada en 5% del valor de la cosecha.
Si tomamos en cuenta que la condena formal al latifundio se inició en 1945 con la Constitución de la República y si tomamos en cuenta que el ataque al latifundio improductivo comenzó en 1949 con Ley de arrendamiento forzoso, estamos en condiciones de afirmar que el proceso de reforma agraria que concretaría la administración Arbenz a partir de 1952 se había iniciado en el momento mismo en que los revolucionarios aprueban la Constitución. Pero, ¿en que consistió la célebre reforma agraria de la administración Arbenz?

2. Reforma agraria

Si Arbenz sistematiza y acentúa la orientación jurídica establecida en la administración precedente, ¿cuál fue entonces la especificidad de la Ley de reforma agraria? Tres aspectos subrayan la importancia del decreto 900: primero, proscribe definitivamente «todas las formas de servidumbre y esclavitud» aún existentes; segundo, la reforma agraria ataca de manera efectiva los latifundios inexplotados; luego, gracias a la creación de los Comités agrarios locales, la reforma provoca una movilización sin precedentes de los campesinos. En los párrafos siguientes analizaremos el contenido del decreto 900 y el impacto de su aplicación sobre la estructura agraria y el campesinado.  

2.1 Principales disposiciones del decreto 900

A pesar de las medidas adoptadas por el gobierno precedente, y no obstante la reducción notable del trabajo forzoso en Guatemala, las relaciones de producción en el campo conservaban todavía residuos del antiguo régimen colonial y republicano. Ante esa realidad, y para terminar definitivamente con una de las más vergonzosas taras de la sociedad guatemalteca, la administración Arbenz, a través del decreto 900, toma la decisión de abolir en forma tajante cualquier vestigio de «servidumbre y esclavitud». Esto es lo que se constata en el artículo 2º de la célebre Ley de reforma agraria:

Artículo 2º—Quedan abolidas todas las formas de servidumbre y esclavitud, y por consiguiente, prohibidas las prestaciones personales gratuitas de los campesinos, mozos colonos y trabajadores agrícolas, el pago en trabajo del arrendamiento de la tierra y los repartimientos indígenas, cualquiera que sea la forma en que subsistan.[33] 

Se trató, en verdad, de un acontecimiento histórico para el país. Anteriormente, lo hemos visto, la Junta Revolucionaria de Gobierno había abolido el servicio de vialidad que afectaba directamente a los campesinos indígenas, pero la Constitución de la República de 1945 y la Ley de vagancia emitida en ese mismo año por el Congreso de la República para abolir la Ley contra la vagancia y otras leyes sobre el trabajo forzoso de Ubico, mantienen vigente al menos formalmente el trabajo forzoso y con ello cualquier posibilidad de revivirlo. Aunque la historia oficial y el discurso de los guatemaltecos repitan mecánicamente que el trabajo forzoso fue abolido definitivamente por la Junta Revolucionaria de Gobierno en 1945, un examen exhaustivo de la legislación del período revolucionario demuestra que esa realidad desaparece hasta en 1952 con el decreto 900 del presidente Jacobo Arbenz.

Por otra parte, la estructura de distribución de la tierra mostraba una enorme desigualdad. Ciertamente, si analizamos el censo agrícola de 1950 descubrimos que el 72.2% de la tierra se encontraba bajo el control del 2.2% de las explotaciones y que en el seno de las propiedades de más de 900 hectáreas, 68% de las tierras cultivables estaban abandonadas. El nuevo gobierno se proponía poner fin a la situación de inexplotación de los latifundios y desarrollar explotaciones de tipo capitalista: «La reforma agraria, decía Arbenz, deberá permitir transformar progresivamente todas las propiedades agrícolas del país hasta que sean consideradas y administradas por sus propietarios como empresas capitalistas, tanto en sus métodos de producción como en sus relaciones con los trabajadores.»[34]

Es claro que ese era el espíritu de la ley. Conviene ver ahora cuáles fueron sus principios y el impacto de su aplicación.

Numerosos analistas del decreto 900, entre ellos los especialistas de la Embajada norteamericana en Guatemala, reconocen el carácter moderado de la ley de reforma agraria[35]. Si se leen las disposiciones de la ley, en efecto, se observa que el criterio determinante de la reforma no era el tamaño de la propiedad (aun cuando aparecían los criterios de expropiación que hacían referencia al tamaño), pues aquélla no tenía como propósito reducir las grandes propiedades para transformarlas en explotaciones de pequeñas o medianas superficies —lo cual por otra parte hubiera permitido un equilibrio estructural en la distribución de la tierra. Por el contrario, cuando el decreto 900 privilegia el criterio de productividad de las grandes posesiones sobre el criterio del tamaño —las empresas agrícolas de cultivo comercial y las explotaciones cuyos dos tercios de la superficie cultivada se encontrara arrendada no eran contempladas por la ley—, garantizaba implícitamente la integridad de las grandes explotaciones. 

Ciertamente, si se analizan las disposiciones del decreto 900 uno puede darse cuenta fácilmente que el objetivo buscado era eliminar las formas semi feudales de renta de la tierra (colonato) y la improductividad de los grandes latifundios, y no cambiar radicalmente la estructura de la propiedad de la tierra. La ley estipulaba primero que ninguna explotación cuya superficie excedía las 90 hectáreas podía someterse a la expropiación si estaba cultivada de manera directa por su propietario o representante. Ella protegía igualmente de la expropiación a las fincas de 90 a 270 hectáreas si el propietario podía demostrar que al menos dos tercios de la superficie total estaban cultivados.

Por otra parte, en las disposiciones jurídicas existía un fundamento que subordinaba el tamaño de la propiedad al criterio de la productividad, lo cual suprimía cualquier carácter radical de la ley. Así, la primera cláusula subordinaba el tamaño de la propiedad  —incluso grande— al criterio de la forma de renta de la tierra (esta disposición concernía especialmente a las fincas utilizadas por los propietarios desde mediados del siglo XIX para concentrar a los campesinos colonos), mientras que en la segunda cláusula el criterio de la productividad prevalecía sobre el criterio del tamaño (ninguna finca de 90 a 270 hectáreas con al menos dos tercios de la superficie cultivada no podía en efecto expropiarse).

Por lo demás, la ley de reforma agraria no era aplicable a las explotaciones comerciales. Por eso, y por la simple razón de que se trataba de explotaciones productivas, ninguna finca de la Costa Sur y de la Boca Costa fue expropiada, lo cual demuestra el carácter hasta cierto punto moderado de la reforma. En síntesis, la ley de reforma agraria buscaba antes que todo expropiar las tierras inexplotadas para hacerlas productivas y eliminar las formas arcaicas de renta de la tierra y las relaciones de producción. 

En cuanto a la forma de pago prevista para las explotaciones expropiadas, la ley estipulaba que una indemnización sería hecha bajo forma de bonos agrarios de 3% y que el valor de la tierra sería calculado sobre la base de la declaración de impuestos presentada por cada propietario antes del 11 de mayo de 1952 (fecha de la presentación del decreto 900 ante el Congreso de la República)[36]. Al respecto debe tomarse en cuenta que la mayoría de las fincas habían hecho su declaración a partir de la última evaluación catastral que remontaba a 1931[37] y que la amplitud de la evasión fiscal estaba dada por lo irrisorio de las superficies declaradas. Entre otros ejemplos puede citarse la declaración fiscal de los grandes propietarios de El Quiché que situaban el valor de la hectárea de tierra entre 12 y 18 quetzales[38], pero también el caso de las 168,000 hectáreas expropiadas a la United Fruit que reclamaba 16 millones de quetzales de indemnización en lugar de los 610,000 calculados sobre la base de su declaración fiscal. La utilización de este sistema es pues bastante instructivo: permite estimar el valor del capital existente y la amplitud de la evasión fiscal. Es necesario agregar que fue el problema de pago de la indemnización el que cristalizó la oposición de los grandes propietarios a la reforma agraria. Nadie olvida ciertamente la manera como la compañía frutera, apoyada por el Departamento de Estado norteamericano, desencadena la caída de Arbenz en 1954. 

Agreguemos que durante la reforma fueron emitidos 1,002 decretos de expropiación que afectaron 603,615 hectáreas y 1,284 propiedades (o sea 470 hectáreas en promedio por explotación expropiada). Agreguemos además que solamente 11 fincas fueron expropiadas en su totalidad y que las otras lo fueron sólo en superficies no cultivadas. Se calcula que la reforma benefició a aproximadamente 500,000 campesinos o sea 100,000 familias. Esta estimación incluye las 30,000 familias beneficiarias de la repartición de las 280,000 hectáreas salidas de las fincas pertenecientes al Estado. En contraste con el número elevado de campesinos beneficiados de la reforma, el de los propietarios afectados por las expropiaciones (e indemnizados conforme a su declaración fiscal por la tierra no utilizada) no excedió de 2,000[39].

La política de distribución de tierras a los campesinos también incluyó las fincas nacionales: las parcelas fueron adjudicadas en usufructo vitalicio, a cambio, los beneficiarios debían pagar al gobierno un alquiler equivalente al 3% del valor de la cosecha anual. Las propiedades privadas nacionalizadas eran redistribuidas en las mismas condiciones de usufructo vitalicio, reembolsable al Estado, de inalienabilidad (el beneficiario podía sin embargo alquilar la tierra con la autorización del Departamento Agrario Nacional) con una renta equivalente al 3% del valor de la cosecha total. Las tierras podían igualmente ser expropiadas y distribuidas a beneficiarios que, a cambio, estaban sometidos a las obligaciones siguientes: pago anual de 5% del valor de la cosecha, inalienabilidad durante los primeros 25 años con la misma cláusula que para las parcelas en usufructo. 

En lo que concierne a las tierras comunales, éstas quedaban sustraídas explícitamente de su aplicación de la reforma y preservadas de toda modificación de su estatuto jurídico. Sin embargo, como existía un número considerable de terrenos comunales en situación de litigio o con problemas de imprecisión de sus límites, el decreto 900 establecía que en caso de conflicto entre municipalidades y comunidades, las tierras serían atribuidas a éstas bajo régimen de usufructo a perpetuidad. En caso de litigio entre particulares y comunidades, una resolución a favor de las comunidades podía tomarse luego de que los particulares agotaran todos los recursos jurídicos a los cuales tenían derecho. 

Para finalizar señalemos que los departamentos más afectados por la reforma fueron Escuintla e Izabal, es decir aquéllos donde la United Fruit Company poseía sus tierras, seguidos de Alta Verapaz y El Quiché, en lo que corresponde la superficie total expropiada. En fin, todos los departamentos del occidente fueron afectados por la reforma en grados diversos, excepto uno: Totonicapán. 40% de las tierras y 45% de las explotaciones expropiadas lo fueron en la región indígena del occidente[40]. 

II. Transformaciones en la estructura agraria

El impacto de la aplicación del decreto 900 sobre la estructura agraria fue considerable. Aunque la aplicación de la reforma fue de corta duración (del 5 de octubre de 1953 al 4 de junio de 1954), un total de 883,615 hectáreas fueron redistribuidas y cerca de 100,000 campesinos y trabajadores rurales se beneficiaron. La importancia de los resultados (el total de las expropiaciones equivalió a una cuarta parte de las tierras agrícolas del país)[41] plantea la necesidad de interrogarse sobre los límites del decreto, lo cual permite precisar mucho más el impacto de la ley sobre la estructura agraria. Al consultar una parte no despreciable de la literatura existente sobre el tema, constatamos que casi la totalidad de estudios que tratan sobre la reforma agraria buscan únicamente reconstituir el desarrollo de la reforma y sistematizar los resultados. Casi todos se limitan a subrayar la importancia cuantitativa de la reforma sin analizar críticamente su aplicación.

Paredes Moreira[42], por ejemplo, señala que sobre las 100,000 familias beneficiarias, 30,000 recibieron en usufructo una parcela de tierra tomada de las fincas nacionales. Entre las 101 fincas enumeradas este autor, 70 fueron repartidas en forma de parcelas, 29 en forma de cooperativas y 2 en forma mixta. Pero Paredes Moreira no precisa cuáles fueron las transformaciones que la reforma provocó entre los beneficiarios al nivel de la posesión de la tierra y las relaciones de producción. Otros autores, entre los cuales Yvon Le Bot, consideran que el cambio introducido por la reforma en las fincas nacionales fue mínimo porque éstas, salvo excepción, no eran posesiones explotadas racionalmente por los trabajadores agrícolas, sino antiguos latifundios o plantaciones de café explotados en parcelas individuales (de antes de la reforma) por campesinos que eran, a menudo, antiguos trabajadores permanentes o temporales de esas plantaciones, antes de la expropiación a los alemanes. Como consecuencia, el pasaje del estatuto de trabajadores agrícolas de plantaciones expropiadas (cuyas condiciones de vida eran a menudo cercanas a la servidumbre) al de campesinos cultivadores de una parcela se produjo antes de 1945, justo después de que las plantaciones fueron convertidas en fincas nacionales y no en el curso de la reforma agraria. De suerte que desde esta perspectiva la atribución en usufructo de una parcela en el seno de las fincas nacionales sólo ofreció una garantía jurídica a los campesinos sobre las tierras que ya explotaban individualmente. La adjudicación de parcelas en las fincas nacionales puede interpretarse de la misma manera: a nivel de la posesión de la tierra no hubo modificaciones esenciales porque las fincas ya estaban divididas en parcelas individuales. No hubo tampoco cambio en las relaciones de producción porque los campesinos habían cesado de ser trabajadores agrícolas antes de 1945 para convertirse en campesinos cultivadores de parcelas en los antiguos latifundios nacionalizados por el gobierno.

Esta interpretación del impacto de la reforma sobre los beneficiarios de las fincas nacionales nos parece en gran parte justa en la medida en que muchas de esas tierras fueron de preferencia repartidas a los trabajadores agrícolas que las trabajaban. Pero, ¿acaso no se corre el riesgo de generalizar demasiado si se minimiza la existencia de «plantaciones racionales efectivamente explotadas por el Estado»? El sociólogo francés parte de la idea de que existían pocas fincas del Estado productivas empleando trabajadores agrícolas susceptibles de devenir campesinos cultivadores de parcelas, y que se trataba en su mayoría de antiguos latifundios inexplotados o de plantaciones de café explotadas en parcelas individuales por antiguos trabajadores permanentes o temporales. Maestre Alfonso[43], contrario a Le Bot, observa que las excelentes plantaciones de café expropiadas a los alemanes volvieron a ser patrimonio de la nación y que sumadas a las ya pertenecientes al Estado producían 25% de la producción de café. En consecuencia, nos dice este autor, 6,634 campesinos de las cooperativas se beneficiaron de la aplicación de la reforma y las instalaciones fijas que existían en algunas plantaciones fueron atribuidas, para ser explotadas, a las entidades mercantiles compuestas en 51% por capital del Estado y en 49% por capitales privados. ¿Qué pensar entonces de la transformación vivida por los campesinos antes de la reforma agraria? Según nosotros, la innovación provocada por la distribución de parcelas en usufructo en las fincas nacionales no se sitúa al nivel de la posesión de la tierra y de las relaciones de producción, sino más bien al nivel de la experiencia vivida por los trabajadores agrícolas con la nueva forma de organización cooperativa.

A los campesinos de las fincas de colonos, por su parte, la ley les otorgó en usufructo vitalicio o en propiedad la parcela de tierra que trabajaban en la explotación. No existen datos detallados en cuanto al número de hectáreas expropiadas y repartidas, ni tampoco sobre el número de campesinos beneficiarios de la aplicación del decreto 900 en las fincas de colonos. Sin embargo, las transformaciones experimentadas por los colonos beneficiarios con respecto a la distribución de la tierra y las relaciones de producción, parecen más netas por las razones siguientes: la expropiación y la repartición en parcelas atacaba explicita y directamente a una forma de renta (la renta en trabajo) y por tanto a una relación de producción (la relación que ligaba al campesino en situación de semiservidumbre a un propietario capitalista). Aquí, el cambio no se sitúa solamente a nivel jurídico como pudo haber sido el caso para los campesinos de las fincas nacionales. Con la expropiación de ese tipo de fincas y la atribución a los campesinos de las tierras que cultivaban, la aplicación de la ley de 1952 terminó con la relación de dependencia que ligaba al colono a la finca del terrateniente. Al volverse campesinos que cultivaban independientemente su parcela al mismo título que los otros campesinos minifundistas, los colonos beneficiarios de la reforma se convirtieron, también, en trabajadores «libres». Para los colonos, pues, la reforma agraria «implicó una modificación de las relaciones de trabajo en el sentido de una extensión paralela del salario y de la pequeña propiedad que conduce a una integración más amplia y más uniforme del campesinado a la economía de mercado, bajo las diversas especies del mercado de productos, del mercado de trabajo y del mercado de tierras»[44].

Excepto ciertos casos donde la reforma agraria benefició a los propietarios minifundistas del altiplano[45], el decreto 900 fue principalmente aplicado en provecho de los colonos instalados en las grandes fincas y de algunos campesinos sin tierra. Aunque llena de buenas intenciones y aspectos positivos, la ley de reforma agraria, concebida para expropiar únicamente las tierras inexplotadas de los latifundios sin afectar las plantaciones agroexportadoras de la Costa y la Bocacosta, presentaba una contradicción: cómo dotar de tierras a los pequeños propietarios minifundistas del Altiplano (categoría mayoritaria entre los campesinos) si éstas no existían en cantidad suficiente en la región y si el propio decreto 900 excluía explícitamente de su aplicación a las grandes propiedades consagradas a los cultivos comerciales (incluso aquéllas que eran explotadas en arrendamiento). Enfrentados a una situación en la que las mejores tierras y las más grandes plantaciones (incluso aquéllas que estaban parcialmente cultivadas) estaban protegidas por la ley y donde la colonización de tierras no estaba prevista, los dirigentes de la reforma sólo podían atribuir pequeñas parcelas menores de 10 hectáreas. 

Habida cuenta de la preservación que la ley hacía de las grandes plantaciones consagradas a los cultivos comerciales y del criterio utilizado en la repartición de pequeñas parcelas entre los colonos y los trabajadores de las fincas nacionales, y aunque no tengamos datos precisos para afirmarlo, podemos avanzar la hipótesis de que eliminando el latifundio inexplotado sin desaparecer completamente la gran propiedad, la reforma creó una estructura caracterizada por la existencia de plantaciones agrícolas de tipo capitalista efectivamente consagradas a cultivos de exportación (café, algodón, banano, caña de azúcar, etc.), cooperativas campesinas (divididas en parcelas individuales) capaces de comercializar su producción al extranjero y pequeñas explotaciones familiares cuya productividad hubiese permitido desprender un excedente para comercializarse en el mercado interno. 

Si nuestra suposición se confirmase, la nueva estructura agraria creada por la aplicación del decreto 900 no hubiera desaparecido completamente la gran propiedad sino hubiera, en cambio, favorecido la multiplicación de la pequeña y mediana explotación en lugar del minifundio de subsistencia. ¿Un análisis crítico de la aplicación de la reforma confirmará nuestra hipótesis? Su realización, en todo caso, permitirá avanzar en el conocimiento de un suceso tan importante como fue la reforma agraria del gobierno de Jacobo Arbenz.

III. Movilización campesina

La complementariedad de los gobiernos de Arévalo y Arbenz en materia agraria puede verse claramente en lo que concierne a la organización campesina. Si el primero creó las condiciones legales y políticas para la emancipación y organización del campesinado, el segundo, en vistas ya de un posible apoyo a la aplicación de la reforma, crearía las estructuras necesarias para su movilización. Para permitir la aplicación del decreto 900, ciertamente, la administración Arbenz creó los comités agrarios locales en el seno de los cuales los campesinos de todo el país participarían plenamente. Con ese fin, fueron creadas un conjunto de estructuras específicas —paralelas a las uniones campesinas—, comprendiendo un consejo agrario nacional (diferente al Departamento agrario) y comisiones agrarias departamentales coordinadas con los comités agrarios locales. Encargados de instruir las denuncias contra los latifundios, éstos estaban compuestos de cinco miembros: un representante de las autoridades departamentales, un representante de la municipalidad y tres representantes de la organización campesina (unión campesina y sindicato de la finca). 

Las uniones campesinas, por su parte, fueron creadas para promover y sostener la reforma agraria. También eran encargadas de informar sobre el contenido del decreto 900 y explicar a los campesinos cómo redactar las denuncias relacionadas con los latifundios inexplotados. Ellas se ocupaban finalmente de la organización campesina, animándoles a plantear sus reivindicaciones.

Para que los campesinos tuvieran un canal de expresión adecuado, el comité agrario local se encargaba de trasladar la información de las uniones campesinas. El sistema era el siguiente: toda persona que consideraba tener derecho a la atribución de una parcela podía depositar una demanda al comité agrario local. Este, sin pasar por las municipalidades, enviaba los expedientes a la comisión agraria departamental que se encargaba de examinarlos y resolver por unanimidad. En lo alto del sistema, el departamento agrario aseguraba la ejecución y la correcta aplicación de la ley. El Presidente de la República, en la cúpula, resolvía en definitiva todo lo que se relacionaba con la aplicación del decreto 900. Agreguemos que la idea era evitar una aplicación burocrática y vertical de la reforma. Mientras que el gobierno ponía en marcha un aparato administrativo de la reforma, representantes de los sindicatos obreros y campesinos recorrían las zonas rurales instruyendo a los trabajadores sobre el funcionamiento de la ley y distribuyendo formularios para solicitar la tierra[46]. 

Los cuatro primeros decretos de expropiación de particulares fueron firmados el 5 de octubre de 1952. Luego, se multiplicaron conforme la dinámica desencadenada en el medio rural movilizaba más campesinos. En octubre de ese año, un total de 3,000 demandas de tierra habían sido registradas en el seno del comité agrario nacional[47], lo cual se tradujo en el desarrollo de los comités campesinos: 1,500 fueron creados en 1953 de los cuales la mitad en la región occidental, es decir en los departamentos donde la población indígena es la más importante. 

Así fue como la aplicación de la reforma y la movilización campesina que provocó, permitieron quitar el cerrojo que mantenía aisladas a las poblaciones principalmente indígenas en sus comunidades, sin posibilidades de participación política y lejos de los centros de decisión del poder. En la sociedad guatemalteca, pues, tuvo lugar un fenómeno sin precedentes: «los indígenas del altiplano, considerados tradicionalmente como pasivos y resignados, participaron en el movimiento de creación de las uniones campesinas y de lucha por la tierra»[48]. Ahora bien, si la reforma agraria no hubiese sido detenida en 1954, los municipios que no estaban todavía organizados y donde existían importantes latifundios, habrían sido rápidamente concernidos. 

El desarrollo de las organizaciones campesinas fue ciertamente fulgurante: 345 sindicatos y 320 uniones campesinas fueron censadas en 1954 en lugar de 23 sindicatos y 5 uniones campesinas legalmente inscritas en 1948[49]. Este movimiento campesino autónomo, con perspectiva de clase, que involucraba por primera vez a indígenas, mestizos, criollos, afrodescendientes y ladinos, con ramificaciones departamentales y nacionales, estaba a punto de convertirse en un importante movimiento de masas.

El presidente Arbenz fue depuesto en junio de 1954 en medio de una campaña de desestabilización liderada por la Iglesia católica y los terratenientes y una invasión armada organizada y financiada por el Departamento de Estado norteamericano en defensa de los intereses de la United Fruit Company. Anulando el decreto 900 y reprimiendo a los dirigentes campesinos y beneficiarios de la reforma, el gobierno antireformista quiso eliminar cualquier traza de la experiencia vivida por el campesinado. No obstante, los diez años de democracia conocidos por Guatemala y especialmente la experiencia de la reforma agraria dejaron huellas indelebles entre ellos. Medio siglo después, y gracias a la distancia que nos da el tiempo, podemos afirmar que la importancia de la reforma en el contexto agrario guatemalteco reside menos en los cambios que pudo introducir en la estructura de la propiedad de la tierra, que en la dinámica campesina que generó. Aunque brutalmente reprimido por los gobiernos sucesivos, el movimiento campesino renacería en los años setenta con una dinámica diferente en la lucha por la tierra.







** Guatemalteco. Profesor Titular e Investigador del Instituto Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad de San Carlos de Guatemala (IIES-USAC). Doctor en Antropología y Sociología de lo político (Universidad de París 8) y Economista rural (Universidad de Toulouse-Le Mirail).
* Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Economía del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales (IIES), No. 180, abril-junio del 2009, págs. 45-88. Esta publicación se hace con autorización del autor.
[1] Según cifras oficiales, «de un total de 2076 fincas registradas en 1913, 1.657 pertenecían a guatemaltecos (80%) y 419 a extranjeros (20%). Además, los datos revelan que de este alto porcentaje de propietarios extranjeros 170 fincas eran propiedades alemanas con una extensión de 95.310 hectáreas y una producción de 358.353 quintales equivalentes al 34% de la producción total de café.» Véase Jorge Murga Armas, Recomposición de la clase dominante en Guatemala 1808-1944. Cambios y continuidades en la estructura agraria de origen colonial, Revista Economía No. 178, IIES-USAC, octubre-diciembre 2008, p. 53. 
[2] Decreto 900 Ley de Reforma Agraria, del Congreso de la República, del 17 de junio de 1952. Publicaciones del Departamento Agrario Nacional, Tipografía Nacional, Guatemala, 1952.
[3] Véase Jorge Murga Armas, La tierra y los hombres en la sociedad agraria colonial de Severo Martínez Peláez, IIES-USAC, Revista Economía No. 174, Guatemala, octubre-diciembre 2007, pp. 77-102. Jorge Murga Armas, Recomposición de la clase dominante, pp. 34-61.
[4] Decreto número 7 de la Junta Revolucionaria de Gobierno, del 31 de octubre de 1944, suprimiendo el servicio personal de vialidad. Recopilación de las leyes de la República de Guatemala 1944-1945, t. LXIII, Tipografía Nacional, Guatemala 1945, pp. 444-445. Las citas que en adelante haremos fueron tomadas de esta recopilación.
[5] El decreto gubernativo 1474 había sido emitido el 31 de octubre de 1933. En él se consignaba que «todos los individuos aptos, están obligados a prestar el servicio de vialidad, consistente en el trabajo personal durante dos semanas en los caminos públicos que se les designen.» Dicho servicio había sido reglamentado el 19 de diciembre de 1933 y por decreto gubernativo 1783 de 10 de febrero de 1936. Sin embargo, el 29 de marzo de 1936 Jorge Ubico emite un nuevo acuerdo gubernativo para crear el «Reglamento para el servicio de vialidad». Acuerdo gubernativo del 29 de marzo de 1936 que crea el Reglamento para el servicio de vialidad. Recopilación 1936-37, t. LV, 1938, pp. 542-560.  
[6] Decreto número 11 de la Asamblea Legislativa de la República de Guatemala, del 15 de diciembre de 1944, aprobando el Decreto número 7 de la Junta Revolucionaria de Gobierno. Recopilación 1944-1945, t. LXIII, 1945, p. 323.
[7] Ibid.
[8] Decreto número 76 Reglamento para Control de Jornales de los Trabajadores del Campo, de la Junta Revolucionaria de Gobierno, del 10 de marzo de 1945. Recopilación 1944-1945, t. LXIII, 1945, pp. 538-540.
[9] Entrevista a Alfonso Bauer Paiz. IIES-USAC, Guatemala, 15 de octubre de 2008. Las citas que en adelante haremos fueron tomadas de esa entrevista.
[10] Decreto número 118 Ley de Vagancia, del Congreso de la República del 23 de mayo de 1945. Recopilación 1945-46, t. LXIV, 1947, pp. 504-506.
[11] Decreto número 1996 Ley contra la vagancia, Recopilación 1934-35,  t. LIII, 1937, pp. 71-76.
[12] Véase supra.
[13] Acuerdo gubernativo del 24 de septiembre de 1935 sobre reglamento relativo a los jornaleros para trabajos agrícolas, Recopilación 1935-1936, t. LIV, pp. 1075-1076.
[14] Acuerdo gubernativo del 23 de junio de 1936 sobre reglamento para el manejo y control de los libretos de mozos, Recopilación 1936-37, t. LV, 1938, p. 674.
[15] Acuerdo gubernativo del 8 de junio de 1940 sobre la obligación de portar libreta y de efectuar los trabajos que se puntualizan en el artículo segundo del Reglamento de Jornaleros…, Recopilación 1940-1941, t. LIX, 1942, pp. 452-453. 
[16] «Artículo 55.—El trabajo es un derecho del individuo y una obligación social. La vagancia es punible.» Constitución de la República de Guatemala, Editorial del Ministerio de Educación Pública, Guatemala, 1949, p. 31. 
[17] No todas, ciertamente. El decreto 7 del 31 de octubre de 1944, por el cual la Junta Revolucionaria de Gobierno suprimía el servicio personal de viabilidad, dejaba claro que los beneficios de la política agraria y laboral revolucionaria también concernían a la agricultura y por ende a los finqueros. En efecto, además de señalar entre otras razones que «la prestación personal del servicio ha sido en la práctica motivo de vejaciones para los campesinos e indígenas que no pudiendo conmutarlo se ven en la necesidad de prestarlo materialmente», dicha ley declaraba abiertamente «que el aludido servicio ha sido perjudicial a los intereses de la agricultura, porque ha restado continuamente brazos para sus labores, en tal forma que las fincas se han visto abandonadas por los trabajadores, constreñidos a permanecer en las obras de carreteras». Decreto número 7 de la Junta Revolucionaria de Gobierno, del 31 de octubre de 1994, suprimiendo el servicio personal de vialidad. Recopilación 1944-1945, t. LXIII, 1945, pp. 444-445.
[18] Decreto número 269 del Congreso de la República que aprueba el convenio sobre el Instituto indigenista interamericano, Recopilación 1946-1947, t. LXV, 1949, p. 731. Véase también Jorge Skinner-Klée, Legislación Indigenista de Guatemala, Ediciones Especiales del Instituto Indigenista Interamericano, México, D.F., 1954, pp. 126-127.
[19] Decreto número 75 Ley de contratación de trabajo agrícola, de la Junta Revolucionaria de Gobierno, del 10 de marzo de 1945. Recopilación 1944-1945, t. LXIII, 1945, pp. 535-538.
[20] Decreto número 102 del Congreso de la República del 9 de mayo de 1945, que aprueba el Decreto número 75 de la Junta Revolucionaria de Gobierno. Recopilación 1945-1946, t. XIV, 1947, pp. 475-477. 
[21] Las pautas de lo que sería el Código de Trabajo quedaron establecidas en el artículo 58 de la Constitución de la República y en los decretos 200 y 223 del Congreso de la República. El Decreto número 200 del 27 de noviembre de 1945 instituía ciertas garantías que protegían al trabajador frente a su patrono en caso de despido. Por otra parte, el Decreto número 223 Ley provisional de sindicalización, del 26 de marzo de 1946, fundaba los preceptos relativos a los derechos de organización de los trabajadores. El Código de Trabajo fue aprobado por Decreto número 330 del 8 de febrero de 1947. Véase Decreto número 200 del Congreso de la República del 27 de noviembre de 1945; Decreto número 223 Ley provisional de sindicalización del Congreso de la República del 26 de marzo de 1946, y Decreto número 330 Código de Trabajo, del Congreso de la República, del 8 de febrero de 1947. Recopilación 1946-1946, t. LXIV, 1947, pp. 571-574; t. LXV, 1949, pp. 651-654; t. LXV, 1949, pp. 840-902, respectivamente.
[22] Anotemos que hasta 1946 siguió existiendo prohibición para la sindicalización en el campo y que ella fue permitida hasta 1947, luego de la aprobación del Código de Trabajo. Sin embargo, éste exigía que, en un país analfabeto como Guatemala, los dos tercios de los miembros de los sindicatos supieran leer y escribir (Artículo 237), que los sindicatos campesinos contaran con 50 miembros al momento de su constitución (Artículo 236), y sólo autorizaba el derecho sindical a las plantaciones de más de 500 trabajadores (Artículo 238). Código de Trabajo, Tipografía Nacional, Guatemala, 1947, pp. 158-161. Las restricciones a los sindicados campesinos desaparecen por decreto 526 del Congreso de la República del 5 de julio de 1948 (Véase Recopilación 1948-49, t. LXVII, 1957, pp. 75-79), el cual, por otra parte, establece la reinstalación obligatoria de los trabajadores como garantía máxima de la estabilidad en el trabajo. Advirtamos, sin embargo, que la organización masiva de los campesinos tiene lugar luego de la emisión de la Ley de Reforma Agraria del 17 de junio de 1952.   
[23] «Artículo 90.—El Estado reconoce la existencia de la propiedad privada y la garantiza como función social, sin más limitaciones que las determinadas en la ley, por motivos de necesidad o utilidad públicas o de interés nacional.» Constitución de la República, op. cit., pp. 50-51.
[24] Ibid., pp. 51.
[25] Decreto número 70, Ley de titulación supletoria, de la Junta Revolucionaria de Gobierno del 5 de marzo de 1945 (Recopilación 1944-1945, t. LXIII, 1945, pp. 527-530). Este decreto busca entre otras cosas renovar la vigencia del decreto legislativo número 2371 que autorizaba la titulación supletoria de bienes raíces, el cual había caducado el 12 de mayo de 1941, sin que se hubiere emitido ninguna nueva ley sobre la materia. El decreto 70 fue aprobado por el Congreso de la República según decreto número 232 del 3 de mayo de 1946 (Recopilación 1946-47, t. LXV, 1947, pp. 683-686).
[26] Decreto Gubernativo No. 905 del 29 de octubre de 1925. Recopilación de las leyes emitidas por el gobierno democrático de la República de Guatemala, Tipografía Nacional, t. XLIV, pp. 164-167.
[27] Véase Jorge Murga Armas, La recomposición de la clase dominante…
[28] El decreto 232 buscaba «facilitar a los poseedores de tierras sin título inscribible, la manera de que puedan gestionar su inscripción en el Registro de la Propiedad.» Recopilación 1946-47, t. LXV, 1947, pp. 683-686.
[29] Carlos Figueroa Ibarra, El proletariado rural en el agro guatemalteco, Editorial Universitaria, Guatemala, 1980, p. 329.  
[30] Decreto número 712 del Congreso de la República que obligaba a los propietarios de inmuebles rústicos y el Departamento de Fincas Nacionales que hayan dado parcelas en arrendamiento durante los últimos cuatro años o parte de ellos a seguir arrendándolas por dos años más. Recopilación 1949-1950, t. LXVIII, 1958, pp. 173-175.
[31] De acuerdo con el censo agrícola de 1950, 68% de las tierras utilizables de las propiedades de más de 900 hectáreas estaban inexplotadas. Los minifundios de menos de 7 hectáreas que representaban el 14% de la tierra cultivable producían cerca de 50% de productos agrícolas de consumo interno y 0.5% de la producción agrícola exportada, cf. Yvon Le Bot, Les paysans, la terre, le pouvoir. Etude d’une société à dominante indienne dans les hautes terres du Guatemala, tesis de doctorado, EHESS, Paris, 1977, p. 106. 
[32] Decreto número 853 del Congreso de la República del 23 de noviembre de 1951. Recopilación 1951-1952, t. LXX, 1959, pp. 102-103.
[33] Decreto 900 Ley de Reforma Agraria, op. cit., p. 5.
[34] Citado en Jaime Díaz Rozzoto, La Révolution au Guatemala: 1944-1954, el carácter de la revolución guatemalteca, ocaso de la revolución democrático-burguesa, Editions sociales, Paris, 1971, p. 241.
[35] Piero Gleijeses, La reforma agraria de Arbenz, en Julio Castellanos Cambranes (editor), 500 años de lucha por la tierra, Estudios sobre la propiedad rural y reforma agraria en Guatemala, FLACSO, Guatemala, 1992, p. 352. «La Embajada norteamericana misma llega a la conclusión de que la ley era relativamente moderada» (cit. in Economic and Financial Review, no. 953, 10 de mayo de 1954, p. 21).  
[36] José Luis Paredes Moreira, Aspectos y resultados económicos de la Reforma Agraria en Guatemala, Citado por J. Maestre Alonso, Guatemala. Subdesarrollo y Violencia, I.E.P.A.L., Madrid, 1969, p. 115.  
[37] Yvon Le Bot, op. cit., p. 115. 
[38] Ibid., p. 115. 
[39] José Luis Paredes Moreira, Estudios sobre Reforma Agraria en Guatemala. Aplicación del Decreto 900, Cuadro No. 1, Compilación de los 1,012 acuerdos de expropiación, IIES-USAC, Guatemala, 1964.
[40] Yvon Le Bot, op. cit., p. 108.
[41] Piero Gleijeses, op. cit., p. 355. Este autor indica que uno se encuentra frente a dos limitaciones cuando analiza la aplicación de la reforma: la brevedad de su existencia y la destrucción de numerosos documentos importantes después del golpe de Estado contra Arbenz. Sin embargo, es posible medir su impacto sobre la estructura agraria gracias a ciertas cifras: en junio de 1954, más de 1.4 millones de acres habían sido expropiados.  Esto equivale, según el autor, a un cuarto de la tierra cultivable en Guatemala pero sólo representa la mitad de la superficie que el gobierno quería someter a la ley. 
[42] José Luis Paredes Moreira, La reforma agraria, una experiencia en Guatemala, USAC, Guatemala, 1963, p. 77-99. 
[43] J. Maestre Alfonso, op. cit., p. 142.
[44] Yvon Le Bot, op. cit., 1977, p. 119.
[45] Según Le Bot, la aplicación de la reforma agraria sólo benefició a los campesinos minifundistas de las tierras altas en muy raras ocasiones y cuando fue el caso, la formula seleccionada para ampliar las parcelas fue repartir los dominios vecinos o las parcelas de la costa. Ibid., p. 120.
[46] Piero Gleijeses, op. cit., p. 353.
[47] Jimmy Handy, Reforma y contrarreforma: política agraria en Guatemala, 1952-1957, en 500 años de lucha por la tierra, FLACSO, Guatemala, p. 382.
[48] Yvon Le Bot, op. cit., p. 113.
[49] Charles Brockett, Transformación agraria y conflicto político en Guatemala, 1944-1986, en 500 años de lucha por la tierra, FLACSO, Guatemala, 1992, p. 7.

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